América Latina constituye en este sentido un caso de manual. Sus luchas fueron parte del ciclo de la revolución mundial de posguerra contra el colonialismo y el imperialismo, un ciclo que ha desestabilizado profundamente al capitalismo y a su economía-mundo. Se produjeron, en intensidad y extensión, niveles de organización y de lucha incomparables con los de Occidente. A estas subjetividades revolucionarias comprometidas en la superación del capitalismo y sus formas de dominación hubiera sido imposible imponerles o solo proponerles que se conciban como “capital humano”, que se involucren en la competencia de todos contra todos, cultiven el egoísmo y codicien los “logros” y el “éxito” individual. Jamás se les podría haber hecho creer que si aceptaban el mercado, el Estado, la empresa, el individualismo, gozarían de “un control de su propia vida”, jamás hubiera sido posible controlarlas y conducirlas individualmente hacia la “realización de uno mismo”.
Después de que Salvador Allende ganara las elecciones y tomara el poder por la vía democrática, los estadounidenses decidieron destruir militarmente este proceso y eliminar físicamente a los revolucionarios que lo llevaron adelante. Fue esta tabula rasa subjetiva, a costa de miles de muertes, la que hizo que los experimentos neoliberales pudieran implantarse y que los “vencidos” quedaran “disponibles” para un imposible devenir empresario de sí mismo.
El neoliberalismo no cree, como su antecesor, en el funcionamiento “natural” del mercado; sabe que, por el contrario, hay que intervenir continuamente y respaldarlo a través de marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc. Pero hay un “intervencionismo” previo llamado “guerra civil”, que es el único que puede crear las condiciones para “disciplinar” a los “gobernados” que tienen la osadía de querer la revolución y el comunismo. Por eso los Chicago Boys se abalanzaron como buitres sobre América Latina. Había allí una subjetividad devastada por la represión militar, cuyo proyecto político había sido derrotado y sobre el cual podían operar “libremente”. Esta historia, que desapareció rápidamente de la memoria del pensamiento crítico, no es específica del neoliberalismo: antes, el ordoliberalismo solo había podido desplegar sus recetas sobre las subjetividades alemanas aniquiladas por la experiencia nazi.
En el Occidente de la posguerra, la lucha revolucionaria nunca alcanzó la intensidad y extensión que tuvo en América Latina y en el “Sur global” (de Vietnam a Argelia, de Cuba al Congo, de Yemen a Angola, Mozambique, etc.). Las organizaciones del movimiento obrero estaban plenamente integradas a la gubernamentalidad keynesiana, y los nuevos sujetos políticos surgidos durante la Guerra Fría resultaron incapaces de pensar y organizar un proceso de ruptura con el capitalismo, de manera que la derrota se produce de forma diferente. Más que en el Sur, la “revolución imposible del 68” fue anticapitalista tanto como antisocialista. Criticó enérgicamente la acción política codificada por las revoluciones rusa y china, pero también las estrategias de la socialdemocracia y los partidos comunistas. Atrapada entre un modelo revolucionario que era aún el del siglo XIX y una revolución del siglo XXI que no supo inventar, terminó en una derrota histórica sin ninguna auténtica estrategia confrontativa. A pesar de la magnitud de los conflictos (millones de huelguistas en fábricas, rebeliones en las universidades, revueltas en familias y hospitales psiquiátricos, insubordinación en el ejército, etc.), los capitalistas y el Estado no tuvieron que enfrentarse con verdaderas revoluciones. Bastó que Margaret Thatcher derrotara a los mineros y Ronald Reagan a los controladores aéreos para que el “enemigo” colapsara.
La ruptura no vino de la multiplicidad de movimientos de protesta (los intentos revolucionarios se desarrollaron en los márgenes o de manera aislada, como en Italia, donde la represión fue inmediata y brutal), sino de las empresas, el Estado, los círculos conservadores que, a medida que se iban dando cuenta de que no tenían enfrente a enemigos políticos , sino solo a rebeldes y contestatarios, sacaron todavía más ventaja elaborando, en diez años, una verdadera teoría y práctica de la “contrarrevolución”. Los métodos no eran los mismos que los del Chile de Pinochet, de Friedman y de Hayek, pero los modos de gestión de los poderes ejercidos a partir de las victorias logradas de manera diferente sobre los “vencidos” en múltiples derrotas convergieron rápidamente.
Los capitalistas y sus respectivos Estados siempre conciben sus estrategias (guerra, guerra civil, gubernamentalidad) en relación con la situación del mercado mundial y los peligros políticos que allí se presentan. Son estrategias que se construyen en el curso de los conflictos y que son dosificadas de acuerdo con las resistencias, el grado de oposición y las confrontaciones con las que se encuentran en el camino. Pero no debemos cometer el error de separar un Sur “violento” y un Norte “apaciguado”: se trata del mismo capital, del mismo poder, de la misma guerra. Los neoliberales, guiados por un odio de clase del que carecen sus oponentes, no se equivocaron al movilizarse en América Latina. No solo porque el capitalismo es un “mercado global” de forma inmediata, sino también porque la revolución, que por primera vez en la historia aparece como mundial, tenía en el Sur su hogar más activo. Tenía que ser aplastada como requisito previo de cualquier “gubernamentalidad”, incluso si tenía que aliarse con fascistas, torturadores y criminales –y, por ende, legitimarlos–. Algo que los liberales (neo o no) están siempre dispuestos a hacer y a volver a hacer cada vez que la “propiedad privada” esté amenazada, incluso de manera virtual.
En el siglo XX, el capital no solo se enfrentó con la conflictividad del trabajo, sino también con el ciclo revolucionario más amplio e intenso de la historia. La revolución mundial fue portadora de novedades que los revolucionarios no reconocieron, valoraron ni organizaron: la revolución no depende del desarrollo de las fuerzas productivas (trabajo, ciencia, tecnología), sino del nivel y la intensidad de la organización política; dejó de ser el coto de la clase obrera, ya que desde la Revolución francesa, una gran parte de las revoluciones victoriosas han sido llevadas adelante por “campesinos”.
Para tratar de entender lo que nos está sucediendo, debemos volver a principios del siglo XX. La cita de Michael Löwy en el epígrafe de este capítulo es una buena síntesis, fiel y eficaz, del pensamiento de Walter Benjamin, uno de los pocos marxistas que fue capaz de captar plenamente la ruptura que representan la guerra total y el fascismo. La definición que brinda del capitalismo amplía y radicaliza la de Marx, ya que el capital es para él tanto producción como guerra, poder de creación y poder de destrucción: solo el “triunfo sobre las clases subalternas” hace posible las transformaciones del sistema productivo, del poder, de la ley, la propiedad y el Estado.
Esta dinámica es la que se encuentra en la base del neoliberalismo, cuyo “triunfo histórico” –un triunfo en el que el fascismo desempeña una vez más un papel preponderante– remite a la “revolución mundial”. Victoria sobre clases subordinadas muy diferentes a las que Benjamin tenía en mente: como la mayoría de los marxistas europeos de esa época, le costaba apreciar la importancia de la lucha anticolonial. Y, sin embargo, si el París de entreguerras ya no era la capital de la época, como en el siglo XIX, desempeñó un papel decisivo en las revoluciones por venir como “capital del tercer mundo”. La gran mayoría de los dirigentes que lideraron las luchas de liberación nacional contra el colonialismo, 4motor de la revolución mundial, se formó en la encrucijada de las migraciones asiáticas, africanas y sudamericanas.
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