Luisa Valenzuela - Diario de máscaras

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Este libro puede leerse como un libro de viajes donde los paisajes. Y en el momento en que el lector curioso pide más, justo allí, Valenzuela ya lo está subiendo a otro avión para contarle otra historia de otra gerografía.

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No sé si mi máscara de topeng estará habitada; se la compré al maestro de mi vecina alemana, el renombrado Ida Bagus Anom. Es una máscara solar muy sonriente, y quizás solo puede admitir algún espíritu simple y botánico porque no está pintada. La elegí por varias razones: es una talla precisa que explota las vetas de la madera a la perfección, y su precio es razonable; las máscaras pintadas son mucho más costosas por los días de trabajo que exigen para laquearlas y decorarlas. También porque me saturé con las coloreadas, es éste un drama que me ocurre cada vez que veo cantidad de máscaras juntas. Será una forma de autodefensa. La que sí estaba habitada es una máscara de afable tigre proveniente de Kalimantan que compré también en Bali. Habitada al punto que los aduaneros australianos me la querían confiscar por culpa del comején de la madera; juré que no la sacaría de su embalaje protector antes de llegar a Buenos Aires, donde la pobre tuvo que pasar una semana en el congelador para liberarse de sus molestos y muy materiales habitantes.

Adenda botánica

Vale la pena comprobar hasta qué punto los pueblos que usan máscaras de madera, salvo los latinoamericanos de influencia española, veneran al árbol, ese hermano de los cuatro elementos que se conecta con el fondo de la tierra y con el aire, que en su aspecto benéfico se emparenta con el agua y en el aspecto opuesto con el fuego.

Más allá de los celtas y los famosos robles, son muchos los pueblos que tienen sus especies sagradas: el palo borracho o yuchán de los chané de extracción guaranítica, los baobabs de los dogón y otras etnias africanas, la ceiba que en Cuba reemplaza al baobab en los cultos de la santería, el banyan, ese ficus gigante sagrado para los balineses, el pero selvatico o peral silvestre de los sardos. Todos estos pueblos se ven en la necesidad de hacerles ofrendas al árbol, y pedirle permiso y apaciguarlo antes de podarle una rama o talarlos para tallar las máscaras.

Como si la máscara fuera la continuación de la vida del árbol, siendo el único objeto salido de la mano del hombre que puede adquirir fuerza de vida. La savia que antes circulaba por el tronco de origen parecería ingresar así en una dimensión inmaterial y sin embargo vibrante.

En muchas regiones del mundo las máscaras de madera son consideradas pararrayos o antenas para captar la energía del universo, la fuerza vital llamada ka por los egipcios, la misma que los indios iroquoese llaman orenda , los brasileros del candomblé llaman axé (ashé), y t aksu los bailarines balineses.

Java

Para hablar sobre viajes, para reconocer y honrar la idea del viaje pongo en marcha mi cuerpo, viajando. Intento hacerlo con palabras siempre cambiantes como las nubes. Las mismas nubes que vi desde el avión en el vuelo hacia al oeste, el largo camino desde una A hasta la otra, de Argentina a Australia. Hay un problema: fue noche todo el tiempo en nuestra carrera contra el sol, por casi veinte horas fue de noche, y, como todo el mundo sabe, viajar es un tema del día, con paisajes para ser disfrutados por el ojo. El viaje nocturno tiene otra connotación: algunos podrían llamarlo pecado. O sueño.

Tras la nueva invitación a Australia decidimos, con mi amigo el fotógrafo Brendan Hennessy, ir a Yogyakarta, Java, en plan periodístico, para hacer un par de notas sobre dos majestuosos templos. Borobudur, ese libro budista de piedra que es como un gigantesco mandala tridimensional, y Prambanan, un conjunto de templos dedicados a Shiva y otras deidades hindúes, construidos ambos a lo largo del siglo IX.

La idea era hacer un viaje corto y volver a los pocos días para visitar el corazón aborigen de Australia. Pero uno propone y los dioses disponen. Y nos quedamos sin posibilidad de regreso por aire en la musulmana Java a causa del Ramadán. Nos vimos así forzados a alquilar un coche con su joven conductor, ambos al mejor estilo tropical-improvisado, y emprender la marcha de días hasta cruzar a Bali, donde sí habría vuelos disponibles. No se puede decir que las rutas de Java, al menos en aquella época, hayan sido más despejadas que las de la India, porque si bien faltaba el eventual elefante de carga y las vacas sagradas en medio de la carretera, las mismas que los motociclistas pateaban para sacar del camino, no faltaban los ciclistas a pedal cargando un armario, y los caminantes cargando bultos enormes sobre la cabeza, y todo tipo de camiones, camioncitos y camionetas, ninguno en lo que los ingleses llaman mint condition . Claro que, como es sabido, no hay mal que por bien no venga, y el peregrinaje por llamarlo de algún modo que se inició en un hotelito patético del camino, tuvo auspicioso lanzamiento. Esa misma mañana, a la hora del desayuno, Brendan apareció con un par de canastitas ovoides, burdas, hecha de largas hojas trenzadas. Me entregó una y me dijo que espere. Ya en la ruta hizo detener el coche frente a un bosquecito, lo seguí bosque adentro, imité su gesto de romper el burdo tejido de la canasta. El pájaro que salió volando casi me asustó. Y me llenó de alegría: era una ofrenda para abrirnos a las sorpresas y maravillas del viaje.

Hubo mucho, de ambas. En la plaza de la siguiente etapa vi por primera vez el teatro de sombras javanés, el wayan kulit , los “cueros que bailan”.

Javier Villafañe, nuestro titiritero emblemático, alguna vez dijo que “el títere nació con el primer deslumbramiento del amanecer, cuando el hombre vio por primera vez su sombra.” Algo de eso perdura en la magia de esas figuras de cuero calado que, tras una cortina o sábana blanca, evolucionan a la luz de un candil. Son extrañísimas figuras estilizadas, siempre de perfil, con muy largos y ágiles miembros, que cuentan los mitos fundacionales. El dalang, narrador, titiritero y director del conjunto musical, es el hombre sabio del pueblo, quizá el representante de la divinidad. Extraña atmósfera se respira en esa noche teatral al aire libre, con la gente sentada en el piso, participando a su manera, con alborozo y también con reverencia. Java, que al igual que el resto de Indonesia −salvo Bali y Flores− es predominantemente islámica, encontró la manera de preservar su tradición ancestral en un medio que prohíbe la reproducción de la figura humana, patrimonio exclusivo de Alá. Esas marionetas de sombra, han alegado sus defensores, no son en absoluto una representación del hombre: caladas como son, permitiendo el paso de la luz, nada tienen de humano.

Es el mismo argumento usado en Turquía para defender sus propias ancestrales marionetas de sombra, donde los títeres o marionetas no están hechos de cuero opaco como las javanesas, sino de cuero transparente, tipo pergamino. En Java estas figuras son clásicas. Me sorprendió encontrarlas en Estambul aunque no las vi en escena, por lo que compré el libro gracias al cual aprendí que el pequeño títere de sombra que tengo, de rostro grotesco, animal, y caras humanas estampadas como máscaras en rodillas y codos, es un duende o djinn, una de esas figuras compuestas llamadas Göstermelik . En Turquía el teatro de sombras lleva el nombre de su personaje principal, Karagöz. Debe de haber llegado allí, vía la India e Indonesia, desde la China, donde el teatro de sombras es milenario. En la China las encontré en el mercado de Xian, al pie de la Torre de los Gongs y en las inmediaciones de las figuras de terracota del mausoleo de Qin Shi Huang. Estas imágenes planas y caladas pueden ser las hermanas muy evolucionadas de aquellas sombras chinescas de nuestra infancia, hechas solo con las manos.

En Java existen en menor grado las marionetas de madera, vestidas con telas como las tan artísticamente manipuladas en Myanmar. De allí a la máscara, un solo paso. Es otra forma del wayang , el wayang topeng , y los rostros son pequeños y estilizados, de muy sutil nariz, breves incisiones bajo los ojos para poder ver, y casi siempre con corona tallada en la misma madera. En Java conocí las máscaras de batik, finamente “tatuadas”, que expuestas en la casa prometen protección, paz y felicidad a sus moradores.

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