–¿Seguiremos siendo los eternos candidatos a organizar las olimpiadas? ¿Piensan proponer nuestra candidatura otra vez para el año 2046? –preguntó el jefe editorial del diario deportivo Aquel.
–No solo las olimpiadas: el Mundial de Ajedrez, el Festival de Cannes, el carnaval de Brasil, la entrega de los Óscares, Miss Mundo, la carrera de Indianápolis, el Nobel de Química… Todo, todo, todo, queremos todo.
–Incluso estamos considerando –añadió José Asunción– organizar la Primera Gran Feria del Chilaquil para el año que entra.
Luego, en la Plaza Mayor, se le permitió al populacho manifestar su beneplácito ante el soberano y magno acontecimiento. Vítores y plácemes llovieron a mares. Sensación compartida por el vulgo de que algo bueno estaba por llegar. Una luz en el firmamento. Fuegos de artificio.
Dimitri salió al balcón presidencial para recibir la primera manifestación de aprecio del pueblo –algo que había soñado toda su vida y que estaba seguro de que algún día le llegaría, ya que había tenido la experiencia previa de comprar un equipo de béisbol en Estados Unidos y ser su líder.
Dijo entonces sus primeras, sentidas palabras como nuevo codueño del país:
–¡Vivamos nosotros!
–¡Vivamos! –coreó la multitud.
–¿Y ahora? –le preguntó José Asunción a Dimitri el lunes por la mañana, justo cuando el general representante de las fuerzas armadas solicitó la comparecencia de los nuevos mandatarios para izar el lábaro y hacer los honores correspondientes a los símbolos que unen o deberían unir o alguna vez unieron a los connacionales.
–Pues…, icemos el lábaro, por algo somos los nuevos dueños del país, ¿no crees?
–Icemos.
Y Dimitri y José Asunción izaron la nueva bandera, diseñada por la firma Traciani de Milán, en tonos amarillo guayacán, verde ficus y magenta buganvilla, con un nuevo escudo: un ocelote echado al lado de un agave azul mientras devora una rata decapitada: justo la imagen que el azar le regaló a Dimitri la primera vez que visitó el país. Llegaron una tipa y un tipo de aspecto armenio a vender armas a la oficina de la presidencia. Hicieron su exposición con diapositivas, videos y un breve discurso acerca de la seguridad nacional, que incluía los conceptos de ofensiva, defensiva, teledirigido, destrucción masiva, nuclear, ojiva, enemigos y hermandad.
Los socios presidentes escucharon pacientemente a los vendedores.
–Por lo pronto, no estamos en condiciones de hacer un pedido –respondió Dimitri tratando de ser cortés–. Estamos muy gastados…
–Pero son necesarias –intentó explicar ella–. Un país sin armamento moderno no es país.
–Podrían ser atacados, ¿comprende?
–Estamos en buenas relaciones con las naciones del mundo –externó José Asunción.
–Somos gente de paz. No nos sentimos amenazados.
–¿Cree usted que nos decidimos a comprar un país para jugar a las guerritas?
–Comprendan, señores mandatarios, que los países necesitan estar preparados para cualquier eventualidad bélica.
–Su ejército merece estar a la vanguardia. Quisiera no ser yo la portadora de esta noticia pero…: el armamento que tienen es obsoleto. Por lo tanto son un país, como se dice en el medio, vulnerable.
–Invadible.
–Agendable.
–¿En cuánto anda saliendo uno como estos? –José Asunción señaló la imagen de un misil sobre el catálogo que tenía ante sus ojos.
–El juego de doce misiles Revolution anda por los cinco millones de dólares.
–Si los quieren con ojivas biológicas –cerró un ojo la vendedora–, añádanle unos doce mil más por misil. Hemos desarrollado unas bacterias que se van a ir de bruces cuando les enseñemos fotos de los ensayos que hemos hecho.
–¿Nos pueden dejar el catálogo?
–Con la compra del juego de misiles –explicó el vendedor– le estamos regalando un auto blindado y una metralleta SK-2004.
–Y dos viajes a Hawái con todo pagado.
–Para cuatro personas en habitación doble.
–Siete noches, ocho días.
–Barra libre.
En el norte del país estalló la Primera Gran Inconformidad –como fue llamada por los medios– hacia mediados de mayo, justo el día en el que cumplía treinta y cinco años Dimitri Dosamantes. En señal de protesta por los altos aranceles que imponía el poderoso país vecino a la exportación del ajo, el líder de los ajoproductores, don Pólipo Arozamena, convocó a sus agremiados a exprimir media tonelada de esos bulbos liliáceos en la puerta de la Casa Floral.
Pese a que Dimitri no aguantaba mucho el olor a ajo, hizo frente a la eventualidad con la entereza que debe mostrar un paladín. Sin permitir que los inconformes se dieran cuenta de la repugnancia olfativa que le provocaba su protesta, se comprometió a hacer una campaña para elevar el consumo del ajo entre la raza y ofreció promover los pulpos al ajillo como plato típico, étnico, nutritivo y ancestral.
–Desde hoy –dijo en la sede del gremio–, ajo, turismo y desarrollo irán de la mano.
Doña Azucena García de Dosamantes –esposa de Dimitri, humanista y puericultora de profesión–, en su calidad de media primera dama, se interesó vivamente por las campañas nacionales de vacunación contra la fiebre púrpura –que aún no había llegado al continente–, por la promoción de la música vernácula –cuyo acervo constaba de ocho piezas de dudosa procedencia–, por la niñez atípica y por el incremento en las importaciones de abulón y almeja azul.
Era incansable. Tan solo el primer mes apadrinó a quince niños, vacunó a cuarenta y dos, regaló dos mil ocho despensas, aprobó el menú de los DEE (Desayunos Económicos Escolares) e inauguró una clínica para ejecutivos con problemas de próstata. Hizo una cata pública de abulón chileno.
Incluso le alcanzó el tiempo para someterse a una liposucción en el Hospital Militar.
Un día, se hizo el pedicure en la estética de Thelma Esther y no sospechó en ningún momento que la amable dueña del negocio fuera también la amable amante de su marido.
El recién nombrado obispo Alberto del Río Canales accedió a tomar su primera confesión como tal a José Asunción Mercado.
–Me acuso a mí mismo, señor obispo, de haber caciqueado hace tiempo en mi pueblo natal. Me acuso también a mí mismo, señor obispo, de haber cabildeado con suma deshonestidad. Me acuso de intromisión y un poco de perfidia. De sobra y falta de honradez. Me acuso de haber cometido atentados contra la inmoralidad. Me acuso de indecoroso y sordo. De adepto a los bienes materiales y de mirar el mundo a través del cristal de la ambición. Me acuso, señor obispo, de ser José Asunción: su líder, su presidente.
El obispo Alberto del Río Canales estaba por absolverlo cuando el pecador continuó:
–Y me acuso a mí mismo de haber visto una revista y de ocupar mi mano, de consumir sustancias ilícitas, de no pagar los servicios que una noche me dio La Vikinga…
–Yo te absuelvo… –comenzó el prelado para no escuchar más pecados, pero fue interrumpido.
–Y me acuso de haber matado por propia mano al hermano de mi madre porque quiso hacer justicia con mi padre. Y acuso a mi padre de haber permitido que yo matara a mi tío. Y a mi madre porque empujó a ambos al pleito y a mis abuelos por haberlos engendrado y a mi tía por seducirme aquel martes de abril y a mi sobrino por ha berle echado el raticida a su hermana…
Tocó luego el turno a Dimitri Dosamantes:
–Ese mi obispo, hágase como el que me está confesando porque he de decirle que nos vigila el enemigo…
–Hijo, nosotros no tenemos enemigos –contestó el ministro religioso con una voz apenas audible pero empalagosa.
–Usted haga sus señales de la cruz, como si estuviera muy interesado escuchando y perdonando mis pecados… Verá, un informante que tenemos en Washington nos vino con la noticia de que estamos en la agenda, ¿comprende?
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