Rachel Gibson
Enredos y otros lios
Serie Escritoras, 03
Título original Tangled Up In You
© 2007, Rachel Gibson
© 2009, Teresa Camprodón Alberca, por la traducción
El neón luminoso y pulsante que anunciaba el bar de Mort atraía a las masas sedientas de Truly, Idaho, como la luz a los insectos. Pero el bar de Mort era algo más que un imán para los cerveceros, era más que un simple local donde uno podía tomarse una birra fría y participar en una buena bronca de viernes por la noche. El bar de Mort tenía un significado histórico, más o menos como el Álamo. Mientras otros establecimientos de la pequeña ciudad abrían y cerraban a los pocos días, Mort, en cambio, había permanecido siempre igual.
Hacía más o menos un año que el nuevo propietario había rociado el local con litros y litros de desinfectante, lo había pintado y había prohibido terminantemente el lanzamiento de ropa interior. Antes de que él llegara, se animaba a lanzar ropa interior a la hilera de cornamentas que colgaba encima de la barra, como si se tratara de una especie de acontecimiento deportivo en pista cubierta. Ahora, si una mujer sentía la necesidad de practicar el lanzamiento de bragas, la echaban del local con el culo al aire.
¡Qué tiempos aquellos!
Maddie Jones contemplaba desde la acera el letrero del bar de Mort, inmune por completo al reclamo subliminal que la luz emitía a través de la acuciante oscuridad. Un rumor indistinto de voces y música se filtraba a través de las grietas del viejo edificio encajonado entre la ferretería Ace y el restaurante Panda.
Una pareja en tejanos y camiseta de tirantes rozó a Maddie al pasar. La puerta se abrió y el ruido de voces mezclado con el inconfundible sonido de la música country se propagó por la calle Mayor. Se cerró la puerta y Maddie siguió fuera. Se acomodó la tira del bolso en el hombro y se subió la cremallera del grueso suéter azul. Hacía veintinueve años que no vivía en Truly y había olvidado lo frías que podían ser las noches, incluso en julio.
Levantó la mano para alcanzar el viejo picaporte, pero enseguida la dejó caer a un costado. Le invadió cierta aprehensión que hizo que se le erizara el vello de la nuca y se le revolviera el estómago. Había repetido aquel gesto docenas de veces. ¿A qué venía tanta aprehensión? ¿Por qué ahora?, se preguntó, a pesar de que ya conocía la respuesta. Porque en esa ocasión se trataba de una cuestión personal y, una vez hubiera abierto la puerta, una vez hubiera dado el primer paso, ya no habría vuelta atrás.
Si sus amigas la hubieran visto en aquel momento, paralizada como si tuviera los pies pegados al cemento, se habrían quedado impresionadas. Había entrevistado a asesinos en serie y a homicidas despiadados, pero intentar hacer la pelota a chalados antisociales con trastornos de personalidad era pan comido comparado con lo que le aguardaba dentro del bar de Mort. Al otro lado del cartel de no se admiten menores de 21 años le aguardaba su pasado, y hacía poco que había aprendido que hurgar en el pasado de los demás era jodidamente más fácil que hurgar en el suyo.
Por el amor de Dios, dijo para sí, y buscó el picaporte de la puerta.
Estaba algo enfadada consigo misma por ser tan pusilánime y aplastó la aprehensión bajo el pesado puño de su fuerza de voluntad. No sucedería nada que ella no deseara. Ella tenía el control, como siempre.
El ruido de la gramola y el olor a lúpulo y tabaco la asaltaron al entrar. La puerta se cerró tras ella y esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la luz tenue. El bar de Mort era solo un bar. Igual que cualquier otro de los miles en los que había estado a lo largo y ancho del país. Nada especial, ni siquiera la hilera de cornamentas que colgaba sobre la larga barra de caoba era algo fuera de lo normal.
A Maddie no le gustaban los bares en general, y mucho menos los de vaqueros; no le gustaba el humo, ni la música ni los constantes ríos de cerveza. Tampoco le interesaban los vaqueros en especial. En lo que a ella respectaba, unos Wranglers ceñidos a un culo prieto de vaquero no compensaban las botas, las hebillas y los escupitajos de tabaco mascado. Le gustaban los hombres con traje y zapatos de piel italianos. Aunque no había tenido un hombre, ni siquiera una cita, desde hacía unos cuatro años.
Estudió la multitud mientras avanzaba hacia la mitad de la larga barra de roble donde estaba el único taburete libre. Su mirada se topó con sombreros de vaquero, gorras de camionero, unos pocos cortes militares y una o dos melenas. Se fijó en las colas de caballo, en las cabelleras largas hasta la cintura y algunas de las peores permanentes y peinados a lo Farrah Fawcett que jamás habían salido de los ochenta. Lo que no veía era a la única persona que estaba buscando, aunque en realidad tampoco esperaba verlo sentado a una de las mesas.
Se apretujó en el taburete entre un hombre con una camiseta azul y una mujer con el cabello super castigado. Detrás de la caja registradora y las botellas de alcohol, un espejo se extendía a lo largo de toda la barra tras la que dos camareros tiraban cerveza y mezclaban bebidas. Ninguno de ellos era el propietario de tan exquisito establecimiento.
– Esa muchachita iba a vela y a motor, ya sabéis lo que quiero decir -dijo el hombre de la izquierda, y Maddie imaginó que no estaba hablando de náutica.
El tipo en cuestión tendría unos sesenta años, lucía una gastada gorra de camionero y una barriga de bebedor de cerveza del tamaño de un barril. A través del espejo Maddie veía asentir a varios hombres en fila, embelesados con el tipo de la barriga cervecera.
Uno de los camareros puso una servilleta delante de ella y le preguntó qué quería beber. Parecía tener unos diecinueve años, aunque Maddie supuso que al menos habría cumplido los veintiuno y sería lo bastante mayor para servir alcohol entre capas de humo de tabaco y hundirse en la mierda hasta la rodilla.
– Un Martini de Bombay Sapphire, muy seco, con tres aceitunas -dijo calculando los hidratos de carbono de las aceitunas.
Se colocó el bolso sobre el regazo y observó al camarero darse la vuelta para buscar la ginebra de marca y el vermut.
– Le dije a esa chica que se quedase con su novia, siempre y cuando la trajera de vez en cuando -añadió el tipo de la izquierda.
– ¡Coño que sí!
– ¡Pues eso es lo que estoy diciendo!
Aquello era el Idaho rural, donde cosas como las leyes sobre el alcohol a veces se pasaban por alto y algunas personas consideraban que una historia de mierda era buena literatura.
Maddie puso los ojos en blanco y se mordió el labio con el fin de guardarse los comentarios para sí misma. Tenía la costumbre de decir siempre lo que pensaba. No lo consideraba necesariamente un mal hábito, pero no todo el mundo sabía apreciarlo.
A través del espejo recorrió la barra con la mirada en busca del propietario, aunque tampoco esperaba que se dejase caer en un taburete. Cuando llamó al otro bar que tenía en la ciudad, le habían dicho que aquella noche estaría allí, y pensó que lo más probable era que estuviese en su despacho repasando los libros o, si había salido a su padre, la entrepierna de alguna camarera.
– Yo invito -gimió la mujer del otro lado de Maddie a su amiga-. Incluso compré mi propia tarjeta de cumpleaños e imité la firma de J. W., pensando que así se sentiría culpable y pillaría la indirecta.
– ¡Jolín! -se le escapó a Maddie y miró a la mujer a través del espejo. Entre botellas de vodka Absolut y Sky se distinguía una gran cabellera rubia derramándose sobre unos hombros regordetes y unos senos que sobresalían de una camiseta de tirantes roja con pedrería.
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