Ben Aaronovitch - Familias fatales

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¿Podrá el agente Peter Grant detener al mago más peligroso de Londres?El cuerpo mutilado de una mujer y ni rastro de magia: eso es lo único que el agente Peter Grant encuentra en la escena del crimen. Pero tiene razones para creer que el asesino practica la magia… Todas las pistas apuntan al mismo lugar: el Skygarden, una torre diseñada por un loco y habitada por personas desesperadas. Dispuestos a resolver el misterio,Peter Grant y su mentor, el inspector Nightingale, se adentrarán en las tinieblas más allá del Támesis, donde se esconden los secretos más oscuros de Londres. «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent

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Contando con una parada para almorzar en Gaby’s pastrami con pepinillos, tardé unas buenas tres horas y no volví a La Locura hasta bien entrada la tarde. Quería meterme directamente en la tecnocueva para comprobar las imágenes, pero Nightingale insistió en que Lesley y yo nos pusiéramos a practicar golpeando una pelota de tenis adelante y atrás a través del patio interior, utilizando únicamente impello. Nightingale afirmaba que había sido un deporte de los días de lluvia cuando iba al colegio y lo llamaba tenis de interior. Lesley y yo, para su gran enojo, lo llamábamos quidditch de bolsillo.

Las reglas eran sencillas y lo que se esperaría de un grupo de adolescentes encerrados en un ambiente agresivo y exclusivamente masculino. Los jugadores se ponían en cada extremo del patio interior y tenían que quedarse dentro de un círculo de tiza de dos metros de ancho dibujado en el suelo. El árbitro, en este caso Nightingale, colocaban una pelota de tenis en el centro del campo y los jugadores intentaban utilizar impello y cualquier otro hechizo relacionado para impulsar la bola contra su oponente. Los puntos se contaban por los golpes dados en el cuerpo, entre el cuello y la cintura, y se perdían si no lograbas controlar la pelota en tu mitad del campo. En cuanto el doctor Walid oyó hablar del juego, insistió en que nos pusiéramos cascos de críquet y protectores en la cara cuando jugáramos.

Nightingale se quejó de que en sus tiempos nunca habrían pensado en ponerse protecciones —ni siquiera durante el bachillerato, cuando jugaban con pelotas de críquet— y además, reducían la motivación del jugador de mantener una buena forma y que no le golpearan a la primera. Lesley, a la que nunca le gustó llevar puesto un casco, se opuso hasta que descubrió que podía provocar un sonido divertido, boing, haciendo que la pelota rebotase en el mío. Yo, por mi parte, me habría cabreado más de no ser por 1) el casco y 2) Lesley desaprovechaba tiros fáciles hacia mi cuerpo para ir a por mi cabeza, lo que hacía que fuera más fácil ganarle.

Antiguamente, en Casterbrook, los chicos apostaban en el juego. Sus apuestas consistían en «días con alumnos de primero», lo que significaba que un chico más pequeño tenía que actuar como el sirviente de otro más mayor, y eso resume más o menos todo lo que hay que saber sobre los colegios pijos. Lesley y yo, que éramos de clase obrera con aspiraciones, preferíamos invertir en pagar rondas en el pub. El hecho de que yo le llevara siete meses de ventaja a Lesley como aprendiz era probablemente la única razón por la que ella nunca tuvo que pagarse sus propias bebidas.

Al final terminamos en empate, con un golpe en el cuerpo para mí, un boing para Lesley y un punto que no contaba porque Toby saltó y atrapó la bola en el aire. Nos dirigimos a lo que Lesley y yo llamábamos cena, Nightingale consideraba un tentempié y Molly se pensaba, o eso habíamos empezado a sospechar, que era un campo de pruebas para hacer sus experimentos culinarios.

* * *

—Esta patata sabe un poco diferente —dijo Lesley dándole un golpecito al montón cónico y meticuloso de puré que equilibraba un lado del plato junto a lo que Nightingale había identificado como un taco de atún chamuscado.

—Eso es porque es boniato —dijo Nightingale, sorprendiéndome. El boniato no destaca precisamente en el menú inglés tradicional. Aunque, de haberlo hecho, probablemente lo habrían convertido en puré y después lo habrían cubierto con salsa espesa de cebolla. Mi madre lo cuece como la yuca, lo corta en rebanadas con mantequilla y hace una sopa lo suficientemente picante como para cauterizarte la punta de la lengua.

Me fijé en Molly, que nos observaba mientras comíamos, y levantó la barbilla para encontrarse con mi mirada.

—Está muy bueno —dije.

Escuchamos un zumbido lejano que nos confundió a todos hasta que nos dimos cuenta de que era el timbre de la puerta principal de La Locura. Todos nos miramos hasta que quedó claro que, puesto que yo no era intrínsecamente un ser sobrenatural ni un inspector jefe ni necesitaba ponerme una máscara para recibir a la gente, me habían nominado abridor oficial de la puerta.

Resultó ser un mensajero en bicicleta que me entregó un paquete a cambio de mi firma. Era un sobre A4 rígido gracias al cartón que llevaba e iba dirigido al señor Thomas Nightingale.

Nightingale empleó un cuchillo de sierra para abrir el sobre por el lado incorrecto —el mejor, según explicó, para evitar sorpresas desagradables— y extrajo una hoja de papel de calidad. Nos la enseñó a Lesley y a mí; estaba escrita a mano y en latín. Nightingale la tradujo:

—«El señor y la señora del Río le anuncian que celebrarán su Audiencia de Primavera juntos en los Jardines de Bernarda de España. —Se detuvo y releyó el último cacho—. Los Jardines de Berni de España, y que se le encarga por la presente, como si fuera una antigua costumbre, garantizar la seguridad y proteger los festejos de todo enemigo». Y está sellado con el Hombre Ahorcado de Tyburn y la Noria de Agua de Oxley, más sus firmas.

Nos mostró los sellos.

—Alguien se ha pasado viendo Juego de Tronos —comentó Lesley—. ¿Y qué es la Audiencia de Primavera?

Nightingale explicó que, tiempo atrás, era tradición que el Anciano del Támesis celebrase una Audiencia de Primavera río arriba, normalmente cerca de Lechlade, donde sus súbditos podían acudir para presentar sus respetos. Por lo general ocurría en el equinoccio de primavera o alrededor de esa fecha, pero no se había celebrado ninguna desde que el Anciano abandonara el canal en la década de 1850.

—Y La Locura, si recuerdo bien la historia, tampoco desempeñaba ningún papel —dijo—, salvo el de mandar un enviado con nuestros respetos.

—Me he fijado en que dice «como si fuera una antigua costumbre» —señalé.

—Ya —respondió Nightingale—. Imagino que tanto Tyburn como Oxley se han divertido con la ambigüedad de esa declaración.

—A lo mejor no se lo están tomando muy en serio —dije.

—Ojalá fuera verdad —contestó Nightingale.

Después de la cena me dirigí a la tecnocueva para tomarme una cerveza y ver qué había en la tele por cable. Pensé que Lesley se uniría a mí, pero me dijo que estaba hecha polvo y que se iba a la cama. Saqué una Red Stripe de la nevera y pasé de un canal a otro en vano durante cinco minutos antes de decidir que me convenía más ponerme a procesar las imágenes de las cámaras de esa tarde.

Empecé con las de la tienda. A juzgar por el ángulo, la cámara estaba sobre el mostrador y cubría toda la tienda, estrecha y larga, hasta la puerta principal. Preparé el vídeo y lo inicié en el momento en que nuestro hombre entraba, aferrado a la bolsa negra con su botín dentro, y se acercaba enérgicamente al mostrador.

Era caucásico, de tez pálida, con la nariz estrecha, me pareció que de unos cuarenta y cinco, de cabello oscuro que le clareaba y unos ojos azules oscuros con ojeras. Iba vestido con una chaqueta color tostado con cremallera, sobre una camisa de un tono claro y unos chinos caquis.

Comprobé que la transacción ocurría como la describió Headley y me fijé en que era bastante evidente el momento en el que el ladrón se daba cuenta de que había cometido un error. Miró involuntariamente hacia la cámara de vigilancia, se dio cuenta de lo que había hecho y salió por la puerta menos de un minuto después.

Treinta y seis segundos exactamente, según el código de tiempo que había en la esquina de la pantalla.

La cámara de la tienda era de última generación. Rebobiné y conseguí una imagen de su rostro cuando miró hacia ella. Hice una ampliación maravillosa utilizando solo el Paint Shop Pro e imprimí dos copias para utilizarlas después. A pesar del ángulo deficiente, estaba bastante convencido de que el ladrón de libros había girado a la derecha al salir de la tienda, dirigiéndose hacia St. Martin’s Lane, pero para estar seguro comprobé las imágenes que tenía del Barclays de Charing Cross Road. Los bancos del centro de Londres tienen las mejores cámaras, y una de las quince del Barclays grababa la entrada de Cecil Court. Comprobé los veinte minutos antes y después de su hora de partida y corroboré que definitivamente no había salido a Charing Cross Road.

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