José Altozano Dayo - El videojuego a través de David Cage

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Emociones. Sentimientos. Humanidad. Sensaciones. Ideas. David Cage es un férreo defensor del videojuego como medio expresivo y desde el principio de su carrera ha querido impregnar sus títulos con tales conceptos, plasmar su pasión para que otros la sientan como él. ¿Lo ha conseguido? Este libro es un estudio, no solo de David Cage, sino del videojuego en general; una guía que intenta ahondar en sus mecánicas, en su lenguaje, y que trata de desgranar la manera de entender este medio y las aspiraciones narrativas de uno de los principales nombres de esta nueva industria.¿Cómo puede un videojuego transmitir una emoción? ¿De qué manera cuenta una historia y qué puede aprender del cine? Y ante todo… ¿qué es una mecánica? Tal vez puedas encontrar la respuesta entre estas páginas y seguir haciéndote nuevas preguntas cada vez que te enfrentes a un nuevo videojuego. Igual que David Cage.

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Un videojuego puede ser tantas cosas… Angry Birds es un videojuego, Call of Duty es un videojuego, World of Warcraft es un videojuego, Gone Home es un videojuego ¿Quién decide «no eres un videojuego», «no eres parte de esta familia»? No. Abramos este medio a quien quiera que tenga ideas distintas; es genial ver a gente hacer juegos donde los disparos no son el centro.

«¿POR QUÉ HAGO ESTO?». CONTEXTUALIZANDO OBJETIVOS

MINECRAFT (MOJANG, 2011) es uno de los videojuegos más populares del mundo. También tiene uno de los arranques más obtusos que pueda haber: el juego simplemente comienza. Estás en medio de su paisaje, con las montañas, valles y mares extendiéndose hasta el horizonte. Buena suerte.

Sería estúpido suponer que Minecraft es el único juego con un arranque tan brusco. Hay una plétora de otros títulos, desde The Final Station (Do My Best Games, 2016) a Proteus (Ed Key y David Kanaga, 2013), Devil Daggers (Sorath, 2016) o Starseed Pilgrim (Droqen, 2013) que empiezan sin introducciones. Tetris (Alekséi Pázhitnov, 1984), Pong (Atari, 1972) o Snake (Gremlin, 1976) empiezan en cuanto pulsas el botón de inicio, pero hay una diferencia: los otros títulos dan indicaciones fáciles de seguir. Avanza, construye, dispara, pero hay herramientas a tu disposición y, en cuanto las usas, el objetivo queda bien claro. Minecraft no se da el lujo de ser tan directo y, en su lugar, te deja a tu aire. Eres libre para confundirte, perderte y no saber qué hacer. Es un juego que se descubre por experimentación o buscando recetas por la red, pero no empiezas sabiendo a qué vas a ir. Descubrirlo es parte de la magia: tu misión puede ser construir una simple casa y sobrevivir hasta que un creeper te vuele en mil pedazos, cavar hasta el centro de la Tierra o convertir esa montaña tan cuca de ahí en una fortaleza digna de un villano Bond. La historia, el objetivo y los recursos te los vas montando tú según consideres. Es la libertad absoluta, el espíritu del videojuego sandbox llevado a sus límites. Minecraft es una pantagruélica caja de arena que encuentras en un parque, y lo que saques de ahí depende por completo de lo que tú seas capaz de hacer.

En la otra dirección nos encontramos con Spec Ops: The Line (Yager Development, 2012) y su infame escena del fósforo blanco. Esta es la historia del capitán Martin Walker y su unidad de élite, que son enviados a Dubai en busca de supervivientes tras una devastadora tormenta de arena. A su llegada, sin embargo, se encuentran con que el ejército de salvación ha tomado el control, los civiles han tomado las armas y la ciudad se ha ido a tomar por culo. En la susodicha escena los de Walker llegan a un campamento enemigo y son descubiertos. Empieza un tiroteo. Aquí puedes matar a cuantos soldados quieras, que siempre vendrán más; la escena no avanzará hasta que tomes el mortero junto a ti y dejes caer unas cuantas bombas de fósforo blanco sobre el personal. Muchos críticos han señalado esto como un acto de hipocresía: el juego te está obligando a hacer algo de lo que, inmediatamente después, te va a hacer sentir culpable. Es un buen argumento, pero opino que eso está ignorando otro ángulo: si realmente Walker y los suyos están atrincherados, enfrentándose a toda la guarnición de un campamento militar, por muy buena que sea su posición, tarde o temprano van a morir porque el enemigo les gana en relación de cien a uno. El fósforo blanco, entonces, no es tanto una obligación como una forma del juego de decir que, siendo realistas, no existe otro método para avanzar.

La imposición de Spec Ops: The Line es lo que se conoce como diseño lineal: el jugador avanza por un camino preestablecido por el diseñador y hace lo que se le ordena. Minecraft, por su parte, es lo que se denomina diseño abierto: incluso aunque haya un objetivo, el cómo lo lleves a cabo depende por completo de ti, si es que quieres enfrentarte a eso en primer lugar. Lineal o abierto, no hay una filosofía de diseño superior a la otra. Son herramientas. Cada una tiene lo suyo, y por eso un videojuego lineal, como Uncharted (Naughty Dog, 2007), se beneficiará del control sobre el jugador para crear escenas muy precisas y espectaculares, mientras que el juego abierto, como Fallout: New Vegas (Obsidian Entertainment, 2010), dará espacio al jugador para que se exprese libremente y cree sus propias historias.

Pero ya sea abierto o cerrado, blanco o negro, no existe un solo videojuego que no tenga un objetivo. No tiene por qué ser algo explícito ni agresivo; puede ser la simple meditación contemplativa, como es el caso de Mountain (David O’Reilly, 2015), pero hay una intención que se persigue y, por ende, que persigue el jugador. Es algo obvio, pero no quiero señalar el objetivo sino la pregunta que viene con él: «¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Qué hace un tipo como yo en un lugar como este? ¿Por qué estoy en Silent Hill y no tomando un mojito en algún club de Las Vegas?». La respuesta básica es «porque sí». Porque hace avanzar la trama, porque así progresas en el juego, pero es una motivación vacía. El piloto automático lo sabe poner cualquiera, pero a menos que tu personaje sea un autoinserto, habrá alguna implicación detrás, pero puede ser ignorada a favor de la tarea, porque se da por sentado que el jugador está por encima de la coherencia argumental. En GTA V, por ejemplo, puedes toparte con un paparazzi en busca de chófer mientras controlas a Franklin y aceptas conducir la moto mientras él hace fotografías a famosos. Franklin, que se ha criado en los suburbios y aspira a una vida mejor y lejos de las idioteces que se encuentra en su barrio, debería ver esto como algo estúpido y partirle la cara a guarrazos, pero el juego acaba encontrando su estúpida justificación. Es algo habitual que ocurre en todas partes: el videojuego da por sentado que, si lo estás jugando, querrás consumir todo el contenido posible, así que te lo lanza sin criterio porque tú quieres superar pruebas ¿verdad? Es la perspectiva reduccionista de videojuegos como Call of Duty: somos un soldado y recibimos órdenes de nuestros superiores. «Acaba con ese tanque, Ramírez». «Ve al punto bravo, Vásquez». No dicen nada sobre nosotros. Más que un personaje, somos una marioneta que se deja manipular mientras la historia ocurre a nuestro alrededor.

Pero podemos ir más allá. A veces los personajes tomarán la iniciativa para imponer sus propios objetivos. Volvamos al fósforo blanco: este es el momento que marca un cambio de tono en Spec Ops: The Line. Hasta entonces creíamos que éramos los buenos, pero tras aquella escena Martin Walker y sus soldados empiezan a hacerse preguntas. Sus errores están costando vidas, pero hace solo un instante todo parecía tener sentido. El objetivo «utiliza el fósforo blanco» adopta un nuevo matiz porque ya no es algo impuesto por el propio videojuego, sino el proceso mental del propio Walker: «Nos superan en número y tenemos que abrirnos paso. No me gusta admitirlo, pero tenemos que usar esta arma. A grandes males, grandes remedios». Si el juego te obliga es porque Walker se obliga a sí mismo; no concibe otra forma de actuar y, al hacerlo, cruza una línea. Es un objetivo que dice más que el método para avanzar. Nos habla del protagonista, sus pensamientos y, sobre todo, su evolución. Todo gracias a una orden.

Volvamos al cine, a uno de sus finales más emblemáticos: El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972). La imagen es la de un hombre cerrándonos la puerta en las narices, pero además de una falta de educación, envía un mensaje. Marca el momento en que Michael Corleone se convierte en un mafioso. Ya no hay vuelta atrás. Cerrar la puerta es el último paso en su transformación, porque la persona a quien se la cierra no es otra que su esposa, a quien Michael acaba de mentir. «No me preguntes sobre mis asuntos, Kay». «¿Es cierto?». «No». En otro momento de la película, el Don va a comprar naranjas pero le sirven una ración de plomo en el pecho. Horas después, Michael acude a visitarlo en el hospital y descubre que la familia Tattaglia vendrá a rematar el trabajo. En lugar de llamar a la policía o echarse atrás, Michael toma la iniciativa: lleva a su padre a otra habitación, coge a un tipo cualquiera que iba a visitar al Don y se planta en la puerta del hospital junto a él como si fuera un guardia armado de la familia. Si estuviéramos en un videojuego, y de hecho hay una adaptación de El Padrino en la que se revive esa escena, pero imaginemos que la película es un videojuego, los objetivos serían «lleva a Don Corleone a tal habitación», «ve a la puerta del hospital», y etcétera. Órdenes a primera vista, pero lo que estamos haciendo es responder a las ideas del propio Michael, y a través de esos actos se define como personaje. En la película, los eventos del hospital demuestran que Michael tiene madera para esto. En el videojuego, el fósforo blanco demuestra que Martin Walker está tan obcecado con ser un héroe que hará lo que sea para llegar hasta el final.

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