Axel Kaiser - La neoinquisición

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Una obra lúcida y vigorosa cuya lectura no dejará a nadie indiferente. Su autor, Axel Kaiser, explica lo que a su juicio está sucediendo en las sociedades occidentales y que terminará por quebrar la sana convivencia. Axel Kaiser centra ahora su reflexión en la corrección política desmesurada —que intentan imponer ciertas ideologías— y que está provocando el colapso de la esfera pública como espacio de diálogo y debate de ideas. Esta práctica ha desencadenado verdaderas «cacerías de brujas» hacia quienes digan o piensen lo contrario a lo socialmente aceptado. Así, la falta de libertad de expresión, acompañada de una irracionalidad fanática, nos llevaría a un tipo de pensamiento único, que es el que suele imperar en épocas oscuras de la historia. Un ensayo profundo, con la claridad argumentativa propia de su autor, que encenderá grandes polémicas, y que sin duda enriquecerá la conversación sobre el destino de nuestras sociedades.

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Esto ya había sido advertido por otros académicos el año 2009 en un paper titulado «Strong Claims and Weak Evidence: Reassessing the Predictive Validity of the IAT» (Reclamos fuertes y evidencia débil: reevaluando la validez predictiva de la IAT) en que los seis coautores concluían sin rodeos que «no hay una relación entre los resultados del IAT y la conducta discriminatoria»116.

A pesar de encontrarse totalmente refutada científicamente, la idea del sesgo implícito sigue teniendo una enorme influencia. En palabras de Heather Mac Donald:

El hecho es que la realidad no sucede. Le pregunté a Anthony Greenwald, uno de los dos cocreadores de la prueba de asociación implícita, ¿me puede dar cualquier ejemplo en cualquier lugar, no solo en la Universidad de Washington, donde enseña, sino en cualquier universidad, de una mujer o un negro candidato calificado de la facultad que no consiguió un trabajo o no fue ascendido debido a un sesgo implícito? Él se negó. Cambió el tema […] no hay ejemplos de que esto suceda. De hecho, la realidad es todo lo contrario. Cualquiera que haya observado cualquier búsqueda de profesores sabe que hay un esfuerzo desesperado para encontrar candidatos calificados competitivamente, negros o femeninos que no hayan sido contratados por instituciones mejor dotadas117.

El concepto de racismo inconsciente a la que apunta el IAT va en la misma línea de mantener el arquetipo de los privilegios que tendrían los blancos enunciado por McIntosh y esencialmente lo que busca es responsabilizar a otros por el mal desempeño económico social de los afroamericanos. De hecho, los «privilegios» blancos que según la misma McIntosh configuran la fuente de la opresión incluyen cosas como vivir en barrios con vecinos amables, poder ir de shopping «casi todo el tiempo» sin que la acosen, ver a personas de su misma raza en los diarios, casi todas cuestiones que tienen que ver más bien con precariedad social, es decir, con bajos ingresos que afectan en mayor proporción a los afroamericanos que a otros grupos118. Para las minorías raciales, esta precariedad social y bajos ingresos se explica por las menores oportunidades que supuestamente han tenido al ser marginadas. El relato de discriminación y victimismo tribal es reforzado por los mismos líderes de la comunidad afroamericana, quienes a través de él buscan beneficiarse incluso si ello deriva en mayor miseria para sus comunidades. Como ha explicado Thomas Sowell, economista afroamericano afiliado a Stanford que ha estudiado toda su vida el tema, el problema es que los líderes de las comunidades negras pasaron de ser «almas nobles a charlatanes descarados». Luego de dar una justificada lucha por derechos civiles, explica Sowell, estos se dedicaron a «ganar dinero, poder y fama al promover actitudes y acciones raciales que son contraproducentes para los intereses de quienes dirigen»119. Enseguida, Sowell advierte sobre el peligro de las políticas identitarias:

Promover la identidad de grupo es una práctica con un historial de polarización y desastre en países de todo el mundo. Los disturbios en la India, la guerra civil en Sri Lanka, las masacres en Ruanda y las atrocidades en los Balcanes son solo algunos de los antecedentes recientes de los estragos causados por la política de identidad grupal120.

Hasta qué punto en Estados Unidos la lógica víctima-opresor basada en diferencias raciales lleve a la máxima expresión de politización en el sentido de Carl Schmitt es una cuestión debatible. Hoy en día puede parecer totalmente irreal sugerir la posibilidad de enfrentamientos armados entre grupos irreconciliables producto de las guerras culturales que están teniendo lugar. Sin embargo, ya existen algunas voces que alertan al respecto. En un artículo titulado «El origen de nuestra segunda guerra civil» el historiador de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, Victor Davis Hanson, afirmó que «casi todas las instituciones culturales y sociales: las universidades, las escuelas públicas, la NFL, los Oscar, los Tonys, los Grammys, la televisión nocturna, los restaurantes públicos, las cafeterías, las películas, la televisión, la comedia, no solo se han politizado, sino que se han convertido en armas»121. Davis Hanson, un experto en historia militar, compara los tiempos que corren con 1860, poco antes de la guerra civil norteamericana. Probablemente el colega de Davis Hanson, Morris Fiorina, tiene un punto cuando, al refutarlo, afirma que según los datos la mayor parte de la población no se interesa en política y que solo un grupo minoritario del electorado está pendiente de lo que dicen The New York Times, CNN o Fox News. Ni siquiera Twitter o Facebook, sugiere Fiorina, tienen un impacto político relevante, pues la mayoría no los usa para leer contenido político122. Pero del hecho de que la mayoría no se encuentre movilizada políticamente no se sigue que las ideas que una élite logra poner de moda no influyan de diversa manera a esa mayoría. Los cientos de miles de integrantes de los movimientos socialistas del siglo XX en su mayoría no leyeron El capital de Karl Marx, ni siquiera el Manifiesto comunista y, sin embargo, gradualmente abrazaron el antagonismo de las políticas identitarias que pregonaba. Ya hace mucho Ludwig von Mises, probablemente el más grande demoledor del socialismo del siglo XX, advirtió que las masas no tienen ideas propias y por tanto siguen aquellas que se difunden desde las universidades a la prensa, el cine, la radio, las novelas, etc.123. Las ideas operan así indirectamente a través de lo que el Nobel de Economía y discípulo de von Mises, Friedrich Hayek, denominó «distribuidores de segunda mano», quienes terminan convirtiéndolas en patrimonio de una mayoría que apenas conoce su origen. Hayek notaría que, particularmente en Estados Unidos, el rol de los intelectuales en definir la opinión pública era escasamente comprendido124.

Si el socialismo, como notaron Hayek y von Mises, fue un movimiento de élite que terminó influenciando a las masas, no hay duda de que la élite estadounidense, política y especialmente académica, ve reflejadas las ideas que promueve en sectores más amplios de la población, aun cuando la mayor parte de esta sea receptora pasiva de ellas. Puede ser cierto que, como dice Fiorina, Katy Perry tiene el doble de seguidores en Twitter que Donald Trump, pero en el contexto actual las estrellas populares se encuentran politizadas a tal punto que ellas también se han transformado en armas en la disputa por el poder, tal como sugiere Davis Hanson. Que Lady Gaga, Cher, Meryl Streep, Le Bron James, Bruce Springsteen, Beyoncé, Robert de Niro y Oprah, entre muchos otros, hayan apoyado activamente, aunque sin éxito, a Hillary Clinton es prueba más que suficiente de la politización de los espacios culturales. La misma Katy Perry, que Fiorina cita como ejemplo de lo contrario, se declaró literalmente «la fan número uno de Clinton», realizando shows para apoyarla en su carrera a la Casa Blanca, llegando incluso a componer la canción de su último anuncio de campaña125. Los ataques a la marca de ropa interior femenina Victoria’s Secret por no incorporar modelos transgénero y de tallas grandes —como si el concepto «modelo» no implicara en sí mismo parámetros ideales reservados a una minoría—, la insinuación del director de la pelícuna animada Frozen de incluir en su secuela a la primera pareja lesbiana en la historia de Disney —hecha tras una campaña organizada en redes sociales126—, la polémica decisión de Netflix y BBC de hacer la serie Troya con Aquiles interpretado por un actor afroamericano —y otro como Zeus—, a pesar de que Homero lo describe rubio127, la sistemática crítica a Barbie por no representar en sus muñecas a la mujer real —hoy ya lo hace, lo que ha sido calificado en la revista Time como «una victoria feminista»128— y el escándalo de los premios Oscar en 2016 por no haber nominado a ningún actor de color son tan solo algunos de los ejemplos que confirman la politización de la cultura y del entretenimiento. En todos esos casos la presunción es que existe racismo, sexismo, machismo, o alguno de los conceptos polémicos difundidos por las políticas identitarias. En esta visión, si no hay actores afroamericanos nominados no es porque, tal vez, como sugirió arriesgadamente la actriz Charlotte Rampling, los demás eran mejores129; la explicación es que los blancos racistas que deciden la entrega simplemente no pueden superar sus prejuicios y no los nominan130. Del mismo modo, a quienes critican a Netflix y BBC por utilizar un actor de color representando a Aquiles no se les concede un punto en el sentido de reclamar apego a una de las piezas fundantes de la civilización occidental, aun cuando los mismos académicos que denuncian el racismo de los críticos finalmente concluyan que lo más probable es que Aquiles no haya sido negro131. Victoria’s Secret, en tanto, es acusada de contribuir a propagar la idea patriarcal de que la mujer debe ser sexy para el hombre, como si la belleza fuera una creación cultural opresiva del patriarcado132.

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