Bernardo (Bef) Fernández - Ojos de lagarto

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¿Y si los dragones fueran reales? ¿Y si todos esos avistamientos en lagos africanos y en los océanos de Indonesia fueran ciertos? ¿Y si los hemos confundido con dinosaurios? ¿Y si fueran capaces de volar, de respirar bajo el agua, de reproducirse…? En la que considera la más querida de sus novelas, Bef nos cuenta que la respuesta a todas esas preguntas pudo haberse hallado en el barrio chino de Mexicali, Baja California, en el México posrevolucionario de principios del siglo pasado, tras una increíble epopeya que abarca los cinco continentes del mundo. Una historia trepidante que avanza gracias a sagaces aventureros, ambiciosos traficantes de especies exóticas, sabios paleontólogos y un humilde veterinario oriundo de Guanajuato que espera cruzar junto a su hijo la frontera a Estados Unidos.

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Algo habría de cierto, porque bastaba ver el tamaño de los huesotes que desenterrábamos, además de que salían convertidos en piedra. No daba uno crédito. No siempre salían completos, la mayor parte de las veces tan sólo recuperábamos una caja torácica o una pierna. El profesor los mandaba por tren a la universidad y allá los volvían a armar.

Lo malo es que el profesor Cope no se podía ver ni en pintura con el profesor Marsh. Dizque se conocían desde Europa. Siempre andaban malhablando uno del otro y cada que podían se hacían alguna trastada.

Una vez, por ejemplo, el profesor Marsh, que era rico, compró la concesión para explotar las tierras donde andaba excavando Cope y nos corrieron de ahí. Sin embargo, lo que yo quiero contarle no es eso, señor Buck. Usted me preguntaba qué ando haciendo. A dónde voy. Yo le voy a contestar.

Bastaba ver esos huesos para que se le helara a uno la sangre. Una vez desenterramos el cranio, así le decían, de lo que parecía un caballo pero que tenía dientes tan largos como cuchillos. ¡No le miento, señor Buck, se lo juro! Y no es que quiera asustar aquí al pequeño Frank, pero lo último que yo hubiera deseado es encotrarme alguna vez con uno de esos mostros.

En cierta ocasión le pregunté al profesor Cope si no andarían rondando por ahí algunos de ellos. Rio y me dijo, así como quien le explica algo a un niño (sin ofender, Frankie) que no, que aquellos animales habían desaparecido del mundo hacía más tiempo del que cualquiera de nosotros era capaz de imaginar, que sólo existían en forma de fósiles, así dijo.

¡Pero ello no me tranquilizaba! ¿Cómo saber si a Dios nuestro Señor no se le había olvidado llamar ante Su presencia a alguna de esas bestias?

Al oscurecer, en los campamentos, reunidos alrededor de la fogata, los hombres sólo esperábamos que el profesor se durmiera para compartir nuestros miedos mientras circulábamos una botella de Bourbon (prohibida por el profesor, que era cuáquero).

Una de esas noches, mientras nos helábamos el trasero, con su perdón señora Buck, en la región de las Tierras Malas, las Badlands en Montana, sólo quedábamos despiertos Louis Cohn y yo.

En la oscuridad, iluminados tan sólo por la danza fantasmal de las llamas, Cohn dio un largo beso al pico de la botella para después mirarme fijamente. “Esos animales aún existen”, me dijo con rostro torcido en una mueca.

Dio otro trago mientras yo intentaba hacer como que no había escuchado lo que había dicho. Él continuó su relato. Hacía apenas unos años, tres o cuatro, bebía en Chicago con unos amigos en el granero de la madre de uno de ellos. Los O’Leary. Apostaban al pókar sin que los padres de James los escucharan. “Maldito James”, dijo. Disculpe mi lenguaje, señora Buck, así dijo él.

Bebían cuando apareció Daniel Sullivan, otro de los muchachos. Venía arreando una vaca cubierta por una manta. Les dijo: “Muchachos, no van a creer lo que traigo aquí” pero estaban muy borrachos para hacerle caso. Además, tenía fama de embustero. “Les va a sorprender lo que le gané a los dados al chino que tiene su lavandería en Van Buren Street.” “¿El anciano ciego?”, dijo Jimmy O’Leary. “El mismo”, contestó Sullivan.

Yo no hubiera creído ni media palabra de lo que contaba Cohn, ahí en medio de la nada. Habría pensado que se trataba de un cuento de borrachos de no ser por el pavor que le deformaba el rostro.

El caso es que ya muy bebidos, los muchachos pidieron a Sullivan que les mostrara su vaca, tan especial. “No lo creerás, Sam”, me dijo Cohn, “lo que había debajo de esa manta no era ninguna vaca. Era un danosorio de éstos. Vivo”.

Quise reírme, señor Buck. Pedirle que no se burlara de mí. Para entonces, Louis Cohn ya estaba muy lejos de ahí, ensimismado en su recuerdo.

“Era verde”, decía, “de piel escamosa y largos colmillos, como los de estos huesos, pero con alas como de murciélago. Respiraba dificultosamente. Parecía nervioso”.

Asustado, quise sacarlo de sus cavilaciones. Fue inútil. A lo lejos, un coyote aulló, helándome la sangre. “No lo creíamos”, continuó Cohn, “era un dragón de cuento de hadas. En aquella época no sabíamos nada de los danosorios. Lo empezamos a molestar, como hacíamos a veces con los cerdos del establo de los O’Leary. Sullivan nos decía que lo dejáramos en paz, que el chino ciego le había advertido que eran animales muy nerviosos. No hicimos caso”.

Cohn, un hombre rudo, curtido en la difícil recolección de huesos en el desierto, rompió a llorar. “El animal se enojó de verdad cuando James O’Leary quebró una botella para picar sus costados. Para ver si su piel era tan dura como la de los cocodrilos. Abrió sus fauces con un gruñido seco y, antes de que pudiéramos reaccionar…”

Las lágrimas no lo dejaban hablar. No supe qué hacer para consolarlo. “Maldito James, maldito James. Todo ardió hasta los cimientos.”

Poco a poco sus gemidos se fueron apagando hasta que se quedó dormido, y me dejó solo con mis temores en medio de las penumbras. Esa noche no pude dormir.

Al día siguiente, Cohn fingió no recordar nada de lo platicado. No hubo manera de sacarle el resto de su relato. Hubiera dejado pasar la historia, señor Buck. De no ser porque Watson, otro de los muchachos de la expedición, me dijo que efectivamente Louis Cohn había estado ahí donde inició el gran incendio de Chicago. Que apenas había salvado el pellejo, pero nunca hablaba del tema.

Sam Smith dio un largo trago a la taza de café que Ma Buck le había servido. Suspiró con la mirada dirigida al vacío. Estuvo en silencio un rato. Nadie de la familia se atrevió a hablar sino hasta que él mismo rompió el silencio.

—Han pasado unos quince años. Dejé de trabajar con el profesor Marsh para unirme al grupo del profesor Cope. No era lo mismo, Cope no era ni de lejos lo buena persona que era Marsh. Ni tenía más dinero, lo cual no servía para que nos pagara a tiempo. Se vinieron malas épocas. El gobierno dejó de subsidiar las expediciones geológicas. Cope se quedó en la ruina. Marsh se retiró a dar clases. Pero yo no olvido la mirada de Louis Cohn aquella noche, en las Tierras Malas. Me pregunta usted que a qué me dedico, señor Buck. A buscar a esos “mostros”, que están escondidos en algún lado. A encontrarlos porque aquel que los exhiba al mundo habrá de volverse rico, ¿me oye? Obscenamente rico. A eso me dedico.

Sin decir palabra, Sam Smith se levantó de la mesa. Agradeció la caridad con un murmullo. Tomó su sombrero y salió a la noche, para perderse en la oscuridad.

Nunca nadie volvió a verlo en Gainesville.

El pequeño Buck, sin embargo, nunca olvidó aquella historia.

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Polvo y sangre

V enimos huyendo. Al norte, siempre al norte. Hasta que lleguemos a Vermont, donde vive la familia de Mamá. Papá era veterinario. Lo fue durante muchos años en Silao, antes de que yo naciera. Conoció a Mamá mientras estudiaba en los Estados Unidos. Ella nació en Vermont. Dicen que sus ojos eran del color del cielo cuando acaba de llover y su cabello del mismo tono que los campos de trigo. Yo no la conocí, murió el mismo día en que nací. Yo asistí el parto. Silao estaba tomada, no había más médico que yo mismo. Eran tiempos de la Revolución. La Güera, así le decía a mi esposa, la mamá de Ary, ya tenía nueve meses de embarazo. No había manera de salir del pueblo. Hubiera deseado llevarla hasta Guanajuato pero los caminos eran peligrosos. Mi abuelo era el juez del pueblo. Mandó a todos sus hijos a estudiar a los Estados Unidos. Mi tío Alfonso era médico, el tío Chicho, ingeniero civil, el tío Javier, abogado, y así. Papá quiso ser veterinario. Lo mandaron a una escuela en San Antonio, Texas. Ahí trabajaba Mamá. La Güera Smith. Dicen que quedó prendado apenas la vio, que ella sintió lo mismo por este señorito moreno de manos finas y ademanes de caballero, que hablaba con fuerte acento mexicano, lo cual desentonaba con su aspecto de dandy. “Ái lobyu”, le decía a Mamá. “Yóu ti amou”, contestaba ella. Los Hinojosa venían de España, llegaron de algún lugar en Asturias hace tanto tiempo que ya nadie recordaba de dónde. Papá tuvo veintidós hermanos; sólo doce llegaron a adultos. La Güera era laboratorista en la escuela donde estudié. Una señorita decente. Su familia era de agricultores en el norte, al otro lado del mundo, casi en la frontera con Canadá. La habían mandado con una tía solterona, hermana del papá, que era maestra de la University of the Incarnate Word, un internado para señoritas. Por intermediación de la tía fue aceptada ahí. Como no eran ricas, ella siguió estudiando becada hasta hacerse enfermera. Poco tiempo después consiguió trabajo en la escuela de veterinaria como responsable del laboratorio. Decía que le gustaban los animales. Lo primero que recuerdo era el color verde de las montañas que rodeaban la hacienda de los Hinojosa. “Antes, todo lo que ves era nuestro, Ary”, me decía el abuelo con la mirada llena de nostalgia “¿Hasta dónde abarcaban nuestras tierras?”, le preguntaba, y él me contestaba que hasta más allá de donde alcanzara mi mirada. Lo segundo que recuerdo es el cadáver de un soldado federal colgado de la plaza mayor del pueblo. Miles de moscas zumbaban alrededor de su cabeza, sus pies oscilaban lentamente de un lado hacia el otro. Las hermanas solteras de Papá, las tías Rosario y Pepa, dicen que yo me dormía con el arrullo del zumbido de los obuses y los disparos de las carabinas. Desde que murió Mamá, Papá dejó de dedicarse a la veterinaria. Dicen que le dio por la bebida. Que se quedaba tirado en la única cantina de Silao. Mis abuelos me cuidaron durante ese tiempo hasta una vez en que harto de sus borracheras, el abuelo se plantó en la cantina y le dijo: “Mire, mijo, si usted sigue bebiendo como vicioso, pronto va a seguir los pasos de la Güera hacia el sepulcro y entonces sí a su bebé se lo va a llevar la tristeza porque su amá y yo somos viejos y pronto nos vamos a enfriar. Nomás que usté se va a morir por pendejo y no por la voluntad del Señor”. Desde ese día, Papá dejó de beber. Yo era el único estudiante extranjero del colegio. No era común que llegaran ahí mexicanos. Creo que fui el primero. Todos los gringuitos gozaban molestándome, saboteando mis prácticas. Especialmente un tal Thompson, que también estaba enamorado de la Güera. Él era campeón de atletismo y equitación, hijo de unos ricos ganaderos de aquellos que llegaron desde el norte a ocupar las tierras que años antes habían sido mexicanas. Thompson no vacilaba en humillarme enfrente de todos, en lanzarme agujas de disección y bisturíes afilados, en derramar su café sobre mis tareas y llenar mi pupitre de brea. Solía galantear con la Güera, quien rechazaba amablemente sus lances, mientras yo apenas me atrevía a sostenerle aquella mirada color cielo. Una vez, frente a ella, Thompson me dio un puñetazo en el estómago para hacer reír a su grupo de amigos. Todos celebraron su humorada menos ella, que le dio una bofetada. Se acercó hasta donde yo estaba tendido y acuclillándose me dijo, en español: “nou si dejei, mister Hinoujousa”. Desde que nací me pusieron a jugar con todos mis primos, sin ninguna distinción. Bien pronto me sonaba a los guamazos con los más grandes, al tiempo que ayudábamos al abuelo a cuidar a los animales del rancho. A los demás niños les encantaba ordeñar a las vacas o lavar a los marranos. Yo prefería asistir a mi Papá en sus labores de veterinario. Dicen que él tenía buena mano desde que andaba por mi edad. Recuerdo una vez que la ciudad estaba tomada por tropas villistas. Para calmar su furia, el abuelo les ofreció que torearan unas vaquillas que después asarían a las brasas. Cuando terminó la faena, tras que uno de los animales arrastrara por el suelo a uno de los capitanes de Villa, yo seguí a Papá a donde habían de destazar a las vaquillas. Vi con fascinación cómo parecía que él desarmaba un complicado rompecabezas como los que le gustaban a mi primo Roque. Sólo que éste era un rompecabezas de tripas y carne. Al lunes siguiente llegué a la escuela. Ahí estaba Thompson con sus amigos. Me acerqué tembloroso y le dije: “Mire, Thompson, yo no quiero que haya dificultades entre usted y yo, pero si insiste en molestarme voy a verme en la necesidad de ponerlo en su lugar”, a lo que él contesto riéndose: “ What do we have here? Suddenly the beaner’s got brave! ” y comenzó a darme de cachetadas. Todos estaban riéndose: Dodgson, Hubert, Connelly y Evans. Hubiera soportado esta nueva humillación de no haber visto llegar a lo lejos a la Güera Smith. Recordé su rostro cuando se inclinó para decirme “nou si dejei”. En ese momento una furia ciega se apoderó de mí. Nunca supe bien qué pasó, lo único que recuerdo es que segundos después, ensangrentado en el piso, Thompson suplicaba llorando que dejara de golpearlo mientras sus amigos me miraban con terror sorprendido. Cuando todo terminó, la Güera Smith corrió hacia mí, me abrazó y me plantó un beso en la mejilla. Un beso que en las noches frías, cuando más me cala su ausencia, sigue reconfortándome. Papá recorría los demás ranchos, dando consulta a vacas y cabras, cerdos y gallinas. Era el único veterinario de la región. Yo siempre lo acompañaba. Lo mismo atendía a la gente muy pobre que a los ricos. En las casas humildes nunca cobraba, aceptaba lo que le dieran. A veces era un taquito de huevo hecho con lo puesto por las mismas gallinas que curaba, otras era queso fresco o mazorcas de maíz tostado. Lo que nunca aceptaba eran botellas de aguardiente, que jamás les faltaban a los campesinos. “El sotol les envenena el alma, cabrones, les derrite el cerebro, de por sí que tienen poco”, les decía. Luego se disculpaba conmigo por decir palabrotas. “Es la única manera de que me entiendan”, decía. En las haciendas de los ricos era otra historia. Cobraba caro y en pesos de oro. Yo, desde que tenía tres o cuatro años, descubrí que podía comunicarme con los animales. Que podía entender cuando algo les dolía. Sabía si era el estómago o los riñones. Papá veía mi don y lo aceptaba aunque no le hiciera mucha gracia, pensaba que algo tenía de brujería. Muchas veces le ayudé a dar un diagnóstico rápido. Siempre que nos íbamos, los animales me agradecían en sus lenguas que les hubiéramos arrancado el dolor. “De nada”, les decía en mi idioma. La tía de la Güera se opuso rabiosamente a que nos casáramos. Fui a su casa en la esquina de Dolorosa Street y la Avenida Dwyer, cerca del cauce del río, para ser recibido por una vieja puritana que no me sonrió ni un momento. Poco la impresionó mi flamante título de veterinario o las tierras de mi familia, al sur de ése que los gringos nombran río Grande pero que todos sabemos que se llama Bravo. Ni siquiera la intervención de un pastor, amigo de la familia, sirvió para ablandar su corazón. “I’m sorry, Mr. Hinojosa” , me dijo la vieja sin el menor asomo de emoción en sus palabras, “but Mexicans had been our enemies since the war. Do you remember the Alamo? Well, I do” , y dio por zanjada la conversación. Desconsolado, mandé un telegrama a México. “MANO NOVIA NEGADA, ¿QUÉ HAGO?”, decía. La familia estaba al tanto por las cartas que enviaba a Silao. Cartas que a veces tardaban hasta tres meses en llegar. A los dos días llegó una respuesta de mi padre. Casi me voy de espaldas al leer las cinco palabras: “RÓBESELA. ¿QUÉ NO ES HOMBRECITO?” Esa misma noche llegué a caballo a la casa de los Smith, muerto de miedo, sólo para descubrir a la Güera esperándome en el porche, con un rifle en el regazo y sus pocas pertenencias en un bulto atado. “What took you so long?” , dijo mientras se subía detrás de mí. Tres días después cruzábamos la frontera en Laredo. Si la tía intentó buscarla nunca lo supimos, porque al poco tiempo estalló la Revolución y las líneas de comunicación con el extranjero se rompieron. No creo que a la Güera le haya importado mucho. La Revolución dejó devastada la hacienda de los Hinojosa, el casco fue reducido a cenizas. Perdieron más de la mitad de sus tierras pero al menos lograron que respetaran a sus mujeres y niños. Sin embargo, estaban arruinados. No fueron las tierras y el dinero lo único que la Revolución le arrancó al abuelo. Dos de mis tíos mayores, Alfonso y Guillermo, fueron reclutados a la fuerza durante aquellos años, y si a Papá se le permitió quedarse en Silao fue porque curó la herida de un capitán villista al que una bala le atravesó la mandíbula. Años después, cuando yo era un poco más grande y el abuelo se iba haciendo viejito, lo acompañaba todas las tardes a la estación de Silao para ver llegar los trenes. Tenía la esperanza de que alguno de sus dos hijos volviera a su tierra una vez que la guerra había terminado. Nunca volvimos a saber nada de Guillermo, que fue levantado por las tropas de Carranza para salir marchando del pueblo rumbo al olvido. La guerra fue el infierno, sólo la suerte extraordinaria de mi padre, que él llamaba Divina Providencia, nos permitió ir pasándola. Ello no impidió que dos de mis hermanos fueran llevados a combatir, uno en cada bando. Yo evité ser reclutado, y de paso que las mujeres de la casa fueran ultrajadas gracias a una coincidencia que el abuelo de Ary insistió en llamar un milagro hasta el fin de sus días. La ciudad estaba tomada. Los villistas lograron repeler un ataque de las tropas federales, no sin muchas bajas. Nosotros, encerrados a cal y canto en el casco de la hacienda, escuchamos mermar a lo lejos los ruidos del combate. Pensábamos que todo había acabado, que por esa noche la habíamos librado cuando oímos acercarse el inconfundible estruendo de la bola. El pánico se adueño de los habitantes de la casa. Intranquilos, los hombres contamos el parque sólo para comprobar que era insuficiente para defender el más modesto avance militar. Nos quedamos paralizados, viéndonos unos a otros mientras el sonido de los caballos se aproximaba. La sorpresa fue enorme cuando alguien tocó a la puerta educadamente preguntando por el doctorcito. Recelosos, abrimos para descubrir que traían un herido de gravedad. “Sálvelo, doctor. Se lo suplicamos”, pidió un rudo general villista. El herido era un hombre blanco, muy alto. Por un momento temí que se tratara de Villa mismo, hasta que la Güera comenzó a hablar con él en inglés. “ This man is an American ”, me dijo. “ His jaw’s badly hurt, we got to hurry .” Era cierto, una bala le había rozado la mandíbula. Era una herida muy aparatosa. Si no actuábamos rápido, se le infectaría. Moriría en medio de horribles dolores. “Let’s make it” , dije en mi inglés espantoso e improvisamos en la cocina un precario consultorio ante la mirada implorante de los villistas. Hervimos agua para curar con fomentos, rasgamos sábanas para hacer gasas. A falta de anestesia pedí que le dieran un buche de aguardiente, mismo con el que desinfecté antes de suturar. Hacia el amanecer el hombre estaba fuera de peligro, dormía tranquilo en la mesa de la cocina. Sólo entonces supe que se trataba de Sam Dreben, polaco judío metido a villista, al que todos llamaban el Judío Bélico. Era un hombre clave en ese momento, su muerte hubiera desmoralizado a la bola. Cuando horas después despertó, adolorido pero vivo, nos agradeció a la Güera y a mí, en una mezcla de inglés y español, el haberlo salvado, e inmediatamente ordenó que se respetara a las mujeres y propiedades de la familia del doctorcito y su bella esposa. Por la manera en que sonrió mi mujer yo creí en ese momento que se trataba, como decía mi padre, de un auténtico milagro del Señor. Pero ¿qué dios cruel es capaz de conceder esa gracia tan sólo para arrancarme al amor de mi vida apenas unos meses después, dejándome viudo y hundiendo a Ary en la orfandad? Una tarde de otoño, cuando yo tenía siete años, la cara del abuelo se iluminó en la estación de trenes de Silao cuando un convoy militar se detuvo para aprovisionarse de agua y permitir que los soldados estiraran las piernas. Entre los hombres que descendieron del vagón, cubiertos de polvo y hastío, el abuelo reconoció el rostro inconfundible de su hijo mayor, Alfonso Hinojosa, quien ladraba órdenes a los soldados. El viejo corrió, como nunca lo había visto, hasta llegar con su hijo y lo agarró de la oreja como si tuviera mi edad. “Pérese, apá, ¿no ve que aquí yo soy el capitán Hinojosa?”, preguntó el tío ante la mirada divertida de sus hombres. “Usté será capitán, jijo del máis, pero yo sigo siendo su padre, desgraciado” y en ese momento lo llevó a darse de baja. Ante el sorprendido oficial, el abuelo dijo entre lágrimas: “Cuando la Patria necesitó de mis hijos me desprendí de ellos; ahora que terminó la guerra es tiempo de que al menos me devuelvan a uno”. Y el tío Alfonso se quedó en la estación de Silao, de donde había salido años antes, viendo alejarse el tren con sus hombres mientras la mirada se le nublaba por el llanto. Quisimos encargar familia desde el principio, pero tardamos varios años en que la Güera se embarazara. La gente veía con recelo a esta gringa que había escapado de su casa para venirse a casar con el doctorcito Hinojosa, que era como me conocían en el pueblo. No podían entender que la tratara como a mi igual, que juntos nos ocupáramos de las labores del consultorio y la casa y que no le gritara ni la golpeara como hacía la mayoría de los hombres con sus mujeres. Es que no comprendían que al verme reflejado en sus pupilas era como verme en un espejo. ¿Quién es capaz de golpearse a sí mismo si no es un demente? Después de curar a Sam Dreben nos mudamos a la casa de los Hinojosa, en la plaza de Silao. Ahí puse mi consulta. Una noche, después de ayudar a una vaca de doña Adelaida Fernández a parir un becerrito, volví a casa exhausto. Tras recibirme, la Güera cerró la puerta y me miró con cara de niña traviesa. Sonriendo me dijo que hacía dos meses que no tenía su menstruación. Lo hablábamos abiertamente, después de todo éramos gente de ciencia y conocimiento. Ningún pudor moralista empañaba la claridad de nuestras pláticas. “¿Dos meses?”, pregunté. Ella asintió sonriendo y yo me quebré en un llanto conmovido. Un llanto comparable sólo con lo que lloré cuando siete meses después una hemorragia durante el parto de Ary me arrancó a mi mujer, mientas ella apenas alcanzaba a murmurar que pasara lo que pasara, no dejara de llevar a Ary a conocer a sus abuelos a Vermont, allá al norte del norte, a miles de kilómetros de Silao, de la frontera mexicana y del país bárbaro que, asfixiado en sus guerras internas, impidió que Lydia Ann Smith llegara a tiempo a un hospital para recibir a Ary, un bultito de carne palpitante que lloraba en mis brazos, ensangrentado, como si a los pocos minutos de nacer supiera que su madre había muerto. Las cosas no mejoraron cuando terminó la Revolución. La salud del abuelo empeoró al tiempo que la familia se desmembraba. La abuela había muerto unos meses antes. Cuando él cerró sus ojos, mis tíos habían huido con sus familias. Para ese momento no quedaba nada que nos uniera a Silao. Papá enterró prácticamente solo al abuelo. Sólo él y yo lloramos su muerte. Un día me desperté de un sueño convulso. Ary dormía a mi lado, aún no cumplía los once años y le dije: “Vámonos”. “¿Adónde, Papá?”, le pregunté. No teníamos nada ni a nadie. Vámonos al norte. A Vermont. ¿A qué? Tengo una promesa que cumplir allá. Y tú, otros abuelos que conocer. Desde entonces huimos. De la guerra. De la muerte. Del olvido. Desde entonces recorremos los caminos, vendiendo tónicos milagrosos. Desde entonces recorremos las ciudades más prósperas, buscando incautos que quieran comprar el Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith. Bálsamo que siempre cura a un niño tullido que se llama Ary. Bálsamo que sin embargo no cura las heridas de la guerra. Ni el olvido de una madre a la que nunca conocí.

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