Bernardo (Bef) Fernández - Ojos de lagarto

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¿Y si los dragones fueran reales? ¿Y si todos esos avistamientos en lagos africanos y en los océanos de Indonesia fueran ciertos? ¿Y si los hemos confundido con dinosaurios? ¿Y si fueran capaces de volar, de respirar bajo el agua, de reproducirse…? En la que considera la más querida de sus novelas, Bef nos cuenta que la respuesta a todas esas preguntas pudo haberse hallado en el barrio chino de Mexicali, Baja California, en el México posrevolucionario de principios del siglo pasado, tras una increíble epopeya que abarca los cinco continentes del mundo. Una historia trepidante que avanza gracias a sagaces aventureros, ambiciosos traficantes de especies exóticas, sabios paleontólogos y un humilde veterinario oriundo de Guanajuato que espera cruzar junto a su hijo la frontera a Estados Unidos.

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No escuchó nada. Al abrir los ojos se encontró con la mano del alemán, ofreciendo un apretón de manos.

—Es un placer hacer negocios con usted, signore —dijo Hagenbeck sin emoción alguna en su voz.

Horas después, al pagar, le descontó el precio de la botella de grappa.

El ruido de dos antílopes sable machos arrancó a Cassanova de sus recuerdos. Peleaban por espacio en el reducido corral donde habían sido encerrados.

—¡Calmen a esas bestias! —gritó el italiano a sus mozos. Los sudaneses corrieron a separar a los animales.

La cercanía del lago había permitido una cacería generosa. Los animales se acercaban a las aguas para saciar su sed. La mayoría de ellos jamás habían visto un hombre blanco. Eran tierras poco exploradas.

Cassanova solía cazar, muchos kilómetros al norte, en la comarca de Taka, comprendida entre el Baraka superior, al este, y la corriente alta del Rahad, al oeste. Sin embargo, la agitación política en la zona había ahuyentado a los cazadores europeos miles de kilómetros hacia el sur del continente negro, en búsqueda de regiones menos turbulentas. En Brazzaville, el siciliano y sus hombres se habían embarcado en un vapor para seguir la cuenca del río Congo, a fin de establecerse en un claro de la jungla a las orillas del remoto lago Bangweulu.

Los pigmeos de la región recibieron generosos al italiano y su cuadra de cazadores mahometanos. Veían con temerosa fascinación a los hombres de la casa flotante.

Durante los primeros días, los sudaneses levantaron la empalizada, construyeron chozas y corrales, desembarcaron las jaulas para las fieras peligrosas y dispusieron lo necesario para establecer la estación. El italiano los observaba, bebiendo té de menta con ron para combatir el calor. Sólo interrumpían el trabajo para orar hacia la Meca.

En menos de una semana el campamento estaba funcionando. Los cazadores iniciaron la recolección de animales. Era un encargo grande para dos circos norteamericanos y el jardín zoológico que Hagenbeck administraba en Stellingen, cerca de Hamburgo.

Pronto, los lugareños aparecieron con las manos llenas de ofrendas para los visitantes: pollos, cabras, plátanos, cocos, calabazas, cacahuates, miel y un licor amargo llamado munkoyo fueron llevados hasta la empalizada por los pigmeos.

Se organizó una comilona en la que los enanos devoraron todo lo que habían traído. Los sudaneses se permitían ver por encima del hombro a los salvajes sureños mientras éstos golpeaban sus tam tam y bailaban alrededor del fuego.

Cassanova comió y bebió, sabiéndose el centro de la celebración. Lo hizo con desinterés, mientras se comunicaba en árabe con Seppel, su hombre de confianza. Éste le contestaba con monosílabos, como era su costumbre.

Las semanas transcurrieron sin incidentes. Pronto los corrales y jaulas dispuestos para los animales comenzaron a llenarse. Antílopes, monos, varios leones, cabras salvajes, leopardos, babuinos y hasta seis elefantes se apretujaban en el campamento tras caer presos.

Los bambenzelé, que era como se llamaban a sí mismos los pigmeos, se ofrecieron a ayudar a los cazadores en su tarea. Conocedores de la fauna local, resultaron ser muy útiles para Cassanova y sus hombres.

Tras casi dos meses, la temporada de caza se acercaba a su fin. Pronto habría que embarcar a los animales. Les esperaba un lento peregrinar hacia el norte. Apenas un puñado de ellos llegaría a su destino.

Esa mañana sólo quedaba pendiente uno de los encargos de Hagenbeck. Era necesario capturar una pareja de hipopótamos para llevarlos vivos hasta el circo de Adam Forepaugh, en Filadelfia.

Los hawatis habían intentado capturar a los animales dentro del agua; sin embargo, parecía que los paquidermos habían desaparecido del lago. Su búsqueda resultó infructuosa.

Pensando que el ruido del campamento había asustado a los hipopótamos, el italiano decidió aventurarse hacia el sur del lago para cazarlos en regiones más solitarias.

Para ello Cassanova ordenó echar mano de un viejo truco de los takruríes, utilizado en las orillas del Nilo. Acompañados del líder de los pigmeos y algunos de sus hombres, el siciliano y los sudaneses bordearon en lanchas la orilla del lago en pos de las huellas de los hipopótamos. Buscaban determinar sus rutas habituales.

Descendieron en una orilla despejada y se internaron en la verde negrura del espesor vegetal.

La expedición dio con un rastro de animal pesado que, sin embargo, no parecía hecho por ningún hipopótamo.

—Tampoco son de elefante, sahib —dijo Seppel, revisando las huellas.

Cassanova las observaba, inquieto. Jamás había visto un rastro parecido. Ni él ni su compañero se atrevían a imaginar qué animal las había dejado. Lo único que les quedaba claro es que era un enorme herbívoro, pues no existían carnívoros con pezuñas.

El italiano llamó al líder de los pigmeos, que marchaba a retaguardia de la expedición.

El jefe bambenzelé acudió seguido de su gente, todos emocionados como niños por participar en la cacería. Apenas vio las huellas, retrocedió aterrado. Aun en la negrura de su rostro Cassanova pudo ver que el hombrecillo había palidecido. Los demás enanos retrocedieron temblorosos.

Seppel, que comenzaba a mascar su dialecto, preguntó qué sucedía. Cassanova no pudo moverse de su posición.

Mokèlé-mbèmbé —susurró el jefe pigmeo con el pavor de quien ha visto al diablo de frente.

—¿Qué dice? —preguntó Cassanova en el umbral de la ira.

Mokèlé-mbèmbé —al repetir el nombre, los demás pigmeos huyeron hacia sus lanchas. El jefe alcanzó a repetir una vez más el nombre antes de correr detrás de los otros. Nunca volvieron a verlos.

—Quiero ese animal, Seppel —murmuró Cassanova. El sudanés dio una orden en árabe; los hombres se pusieron a trabajar.

Cavaron un pozo profundo y lo cubrieron de yerbas, sabedores de que en tierra las crías de hipopótamo siempre caminan adelante de la madre. Ésta, al ver a su pequeño desaparecer tragado por la tierra, saldría despavorida corriendo en dirección contraria.

Dejaron la trampa lista, a fin de volver al día siguiente. Retornaron a sus lanchas para emprender el camino de regreso al campamento, embotados por el calor y los mosquitos.

Durante la noche, mientras Seppel y Cassanova compartían un trago de munkoyo, escucharon a lo lejos un alarido que desgarró la tranquilidad nocturna.

—Ya cayó —dijo Seppel.

Sin contestar, Cassanova dio un trago largo. La bebida era de un sabor nauseabundo, dejaba su amargor incrustado en el paladar. Pero era lo único que había.

Toda la noche, los lamentos del animal llegaron hasta el campamento. Cassanova no pudo dormir. Nunca había escuchado algo así. Parecía una madre llorando a un hijo muerto.

Al amanecer fueron a buscar su presa envueltos en la inquietud. Hallaron el agujero rodeado de pisadas frescas; no había huellas de hipopótamos cerca.

Desde el fondo de la trampa, los quejidos del animal sonaban cada vez más apagados. El italiano pensó en el llanto menguante de un niño que ha berreado por horas.

—Levántenlo —ordenó, sin atreverse a mirar hacia el agujero. Algo en esos gemidos le producía una inquietud ajena a su oficio de cazador. ¿Acaso era miedo?

Uno de los hawatis se inclinó sobre el agujero. Retrocedió de inmediato, lleno de espanto.

—¿Qué demonios…? —el italiano caminó hasta el borde de la trampa, donde aquello que vio lo hizo exlcamar: — Porca Madonna!

En el fondo del agujero, dos ojillos reptíleos lo observaban implorantes. Estaban clavados en una cabeza afilada que lo hizo pensar en la de una serpiente, si bien era del tamaño de la de un caballo. Ésta era sostenida por un largo cuello que terminaba en un absurdo cuerpo de elefante del que a su vez partía una cola de cocodrilo.

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