Bernardo (Bef) Fernández - Ojos de lagarto

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¿Y si los dragones fueran reales? ¿Y si todos esos avistamientos en lagos africanos y en los océanos de Indonesia fueran ciertos? ¿Y si los hemos confundido con dinosaurios? ¿Y si fueran capaces de volar, de respirar bajo el agua, de reproducirse…? En la que considera la más querida de sus novelas, Bef nos cuenta que la respuesta a todas esas preguntas pudo haberse hallado en el barrio chino de Mexicali, Baja California, en el México posrevolucionario de principios del siglo pasado, tras una increíble epopeya que abarca los cinco continentes del mundo. Una historia trepidante que avanza gracias a sagaces aventureros, ambiciosos traficantes de especies exóticas, sabios paleontólogos y un humilde veterinario oriundo de Guanajuato que espera cruzar junto a su hijo la frontera a Estados Unidos.

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El chico vaciló, temeroso.

—Vamos, no tengas miedo, acércate y bebe esta savia milagrosa —dijo el hombre al tiempo que descorchaba uno de los frascos que ofertaba. El niño lo tomó, desconfiado, para olisquearlo.

—¡Esto huele a purga!

—Bébelo.

—¡No quiero!

—Es por tu bien.

Ya se había formado una pequeña multitud alrededor de la pareja.

—Que se lo tome —dijo una anciana desdentada.

—¡Bébetelo! —añadió un estibador que tenía día libre.

En pocos minutos, la gente coreaba “¡que lo tome, que lo tome!…”

Receloso, el niño tomó el frasco. Volteó alrededor buscando una mirada solidaria. Como no la encontrara, se llevó el frasco a la boca y lo vació ante la multitud expectante.

No había terminado de beber cuando se desplomó entre convulsiones.

—¡Lo mató!

—¡Asesino!

—¡Llamen a un gendarme!

—Esperen, esperen, los efectos pueden tardar unos minutos —dijo el hombre, visiblemente nervioso. En medio de la tensión, nadie vio cómo daba un ligero puntapié al niño.

Como impulsado por un resorte, el chico se incorporó de un salto.

—¡Aaaarrrg! —aulló al tiempo que daba una doble voltereta hacia atrás.

—Milagro, milagro… —murmuró la anciana desdentada.

La gente, enmudecida, vio al niño saltar varias veces antes de lanzarse hacia el hombre para besar su mejilla.

—¡Me curó, me curó! —gritaba entre lágrimas de alegría, antes de salir corriendo hacia el malecón, envuelto en un alarido jubiloso.

Todos se quedaron observando la pequeña figura hasta que desapareció entre los muelles.

—Deme dos frascos —rompió el silencio el estibador.

—Yo quiero tres —dijo la anciana.

Pronto la gente se arrebataba el tónico.

—Con calma, señores, hay para todos, hay para todos… En menos de veinte minutos, las existencias del Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith se agotaron. La gente lo bebía ansiosa, esperando encontrar la cura a sus achaques en el fondo del frasco.

—Gracias, muchas gracias, damas y caballeros, ha sido un placer haber traído este producto a tan bello puerto. Con permiso, con permiso…

Antes de que un profesor de escuela identificara el líquido como jarabe de maíz con esencia de vainilla, bastante empalagoso por cierto, el vendedor se había esfumado.

Pasados varios minutos, la anciana desdentada seguía sin dejar de sufrir su reuma. Y el estibador, la persistente comezón de las hemorroides.

Para cuando el primer estafado cayó en la cuenta de que el niño curado era sospechosamente parecido al vendedor del tónico, quien a su vez era idéntico al retrato del doctor Hinojosa-Smith de la etiqueta del frasco, todos los incautos tenían la dolorosa certeza de que habían caído redonditos en la más vieja de las estafas.

Fue inútil exigir la presencia de la policía. La búsqueda de los estafadores estaba destinada a resultar infructuosa.

Para ese momento, embarcados en un ferri, el doctor Rolando Hinojosa-Smith y Ary contaban el dinero recaudado durante la jornada, camino a la Paz, al otro lado del mar de Cortés.

Bring ‘Em Back Alive (1)

Gainesville, Texas, 1889

Nadie supo de dónde vino. Llegó hasta Gainesville sin que alguien viera si montaba un caballo o venía en algún vagón de carga del tren. En aquellos años nadie hacía muchas preguntas. Menos en un paso de tren perdido al este de Texas.

Era un viejo curtido vestido con ropas ajadas, dueño de una mirada de loco y un sombrero que hacía muchos años había perdido la forma. Cualquiera lo hubiera tomado por un loco, uno de esos gambusinos venidos desde California, derrotados por la quimera del oro.

En cualquier caso, el hombre deambulaba por las calles de Gainesville con la mirada extraviada, balbuciendo incoherencias y provocando lástima.

Fueron Howard D. Buck y su esposa Ada, piadosos cristianos, quienes finalmente se animaron a dar refugio al hombre cuando lo vieron deambulando errático a la salida del servicio religioso en la iglesia presbiteriana de la calle Lindsay.

Acompañados del pequeño Frank, su hijo, los Buck llevaron al sujeto hasta su casa, donde le ofrecieron un baño y ropa limpia. Después, previa oración de agradecimiento al Señor, compartieron el sencillo almuerzo.

Una vez limpio el viejo tenía un aspecto casi humano. Con las barbas afeitadas por el señor Buck, parecía rejuvenecer al menos quince años. Sólo entonces la familia pudo ver que debajo de los mechones desordenados de cabello negrísimo había un rostro afable, casi guapo.

La suya era una mirada azul que delataba una ingenuidad temerosa más propia de un niño.

Cuando terminaron de comer, cerdo asado acompañado de panecillos de maíz, Pa Buck comenzó a rellenar su pipa de tabaco rubio mientras Ada y el niño levantaban la mesa.

—Así que, ¿de dónde dijo usted que venía, señor…?

Se identificó como Smith, Sam Smith, “de las Montañas Rocallosas”.

—Hurm —gruñó Pa Buck mientras encendía la pipa con un cerillo—, ¿y qué es lo que lo trae por este humilde rincón del Señor?

Smith farfulló una retahíla de incoherencias. Dijo haber trabajado en las minas de California y haber sido explorador en los desiertos de Colorado.

—Pero además, señor mío, sépase que este humilde gambusino ha sido también un importante cazador.

Los ojos del pequeño Frank se iluminaron. A sus cinco años, las historias de cacería lo fascinaban.

—¿Y qué es lo que cazaba usted, señor Smith? —preguntó Pa Buck, la boca humeando con cada palabra.

—Fósiles —dijo orgulloso el viejo.

—Disculpe. No recuerdo haber oído nunca nombrar a esos animales.

—No son animales, señor Buck…

La expresión de Frank se llenó de decepción.

—… se trata de huesos.

—¿Huesos? —Pa rio—. ¿Como los que acabamos de roer? ¿Cazaba usted para los perros, señor Smith?

—No me entiende usted, señor Buck. Los huesos que yo recolectaba eran unos de muy especial clasificación.

Sólo entonces la expresión bovina de Sam Smith pareció recuperar un brillo inteligente. Enderezó el espinazo, carraspeó para aclarar la voz y comenzó su relato:

Sé que lo que voy a contar los sorprenderá. No es fácil de entender para nosotros, la gente sencilla, la gente del pueblo.

Hace muchos años, más de los que puede contar usted o yo, antes de que nacieran nuestros tatarabuelos, quizás antes de que hubieran Adán y Eva, el mundo fue gobernado por bestias gigantescas llamadas danosorios.

Los danosorios eran, ¿cómo explicarlo? Imagine un reptil cruzado con un elefante. No, señor Buck, no me vea con esos ojos. Le juro por la gloria eterna de mi madre que no estoy diciéndole mentiras. No, usted nunca ha visto un danosorio porque todos murieron. ¿Por qué razón? ¡Lo ignoro! Ni siquiera los grandes sabios lo tenían muy claro.

Como se dará cuenta, el estudio nunca fue mi fuerte. Pero sí que era la especialidad del profesor Cope, con el que trabajé. ¿Nunca oyó de él? Edward Drinker Cope, el gran naturalista, miembro del Servicio Geológico de la nación. ¿No? ¿Y del profesor Othniel Marsh, su archienemigo, presidente de la academia de ciencias? Bueno, es que ellos son grandes personajes, allá en las universidades. Difícilmente se mezclan con gente como nosotros.

Yo conocí al profesor Cope en Fort Bridger cuando solicitó mis servicios como guía, probablemente antes de que esa región se conociera como Wyoming. Cuando me explicó lo que íbamos a hacer no podía creerlo. Se trataba de desenterrar huesos, sí, como dijo usted, señor Buck, como si fuéramos unos malditos perros. Disculpe mi lenguaje, señora Buck. Entonces el profesor nos explicó que no eran huesos normales, sino que se trataba de esqueletos muy antiguos de animales que habían desaparecido hace mucho.

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