Osores afirmaba que una mejor preparación científica de la matrona contribuía a la disminución del número de niños nacidos muertos, preparación que podía desplegarse mejor en el servicio hospitalario; reparaba en las dificultades que traía consigo la falta de camas en la capital, entre otras, el rechazo de pacientes y en la escasez del número de matronas que entre 1918 y 1950 ascendía a 1,152. Este último fenómeno, que fue particularmente grave para el SNS durante la década de 1950, favorecía que las parturientas solicitaran el auxilio de “personas, vulgarmente llamadas parteras, personas sin preparación, muchas veces analfabetas que no tiene idea de antisepsia, menos aún de asepsia y que van a causar en las enfermas infecciones puerperales u otras complicaciones” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 63). A juicio de Osores, asegurar la atención hospitalaria del parto contribuía al mejor ejercicio del oficio y a disminuir la influencia de las parteras, premisas absolutamente compartidas y difundidas por la CSO y continuadas por el SNS desde 1952.
La internación de la paciente los últimos días del embarazo en la maternidad era una experiencia que respondía a un “concepto moderno”; con ello se garantizaba el control del médico y de la matrona ante una eventual complicación. Ciertamente ahí estaba la clave quizás más importante ─junto a la disminución del riesgo obstétrico de la parturienta─ del porqué del fomento de la asistencia hospitalaria del parto: el control del profesional de todas las variables clínicas. El trabajo de la matrona en los servicios asistenciales era más amplio que la sola preocupación de la parturienta, pues implicaba ofrecer una asistencia sanitaria “oportuna que toma al núcleo familiar como base del trabajo sanitario integral” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 64).
Ciertamente Osores aludía a una cuestión crucial: el papel educativo que las matronas cumplían y que fue un gran desafío para estas profesionales en la CSO. La comprensión de qué condiciones ambientales, como una deficiente nutrición, la miseria material y el abandono social podían afectar la gestación y el alumbramiento, ampliaba los horizontes del papel de este oficio. ¿La matrona que actuaba amparada en el servicio asistencial tenía mayor autoridad y respaldo para hacer su trabajo que aquella que trabajaba en centros de salud rurales y en postas de socorro? Es una posible hipótesis que se deduce en la presentación de Osores; la institucionalidad simbólica y material que representaba la CSO, y ciertamente el SNS más tarde, actuaba a favor del trabajo de las matronas.
Las importantes diferencias que caracterizaban al trabajo hospitalario de las matronas en la capital, con el que hacían en hospitales y centros de salud provinciales fueron abordadas por Haydeé Ojeda Pacheco, a partir de su experiencia de 15 años como profesional. Reconociendo el trabajo que hacía la Asociación Nacional de Matronas en el marco de “una época transcendental para las mujeres y sus derechos ante la sociedad moderna”, esta matrona auspiciaba mejores tiempos para las aspiraciones de su gremio.
Según el Reglamento de Beneficencia, si un buen hospital provinciano contaba con médicos cirujanos y médicos tocólogos, ellos debían permanecer dos horas y media en la Maternidad; los casos que atendían las matronas en ese periodo tenían la valiosa asistencia de los médicos, pero según Ojeda “si ellos se producen fuera de esas horas y con el carácter de urgencia, debemos recurrir a los médicos residentes, casi siempre no especializados en obstetricia, y nos encontramos por esta circunstancia con que debemos actuar en nuestro papel” (Ojeda, 1951, p. 83). En situaciones como estas, las matronas debían asumir tareas y maniobras que, según Ojeda, habían aprendido en la Escuela pero que, en rigor, no debían ejercer pues el Reglamento les reservaba sólo la atención de “partos normales”.
Las matronas sabían cómo administrar anestesia general, recibían entrenamiento teórico respecto de algunas intervenciones obstétricas y de manera práctica conocían la “aplicación de fórceps, versión externa e interna, extracción en nalgas con sus modalidades, extracción manual de placenta, raspados digitales, suturas del periné o del aparato genital externo” (Ojeda, 1951, p. 84). En ocasiones, algunas de estas intervenciones eran realizadas por las matronas, pero en los boletines de atención debían consignarse como ejecutadas por médicos. Ojeda afirmaba que había realizado hasta basiotripsias (aplastamiento quirúrgico de la cabeza del feto) en virtud de la solicitud del médico residente o porque aquellos debían atender otro caso de similar urgencia.
A juicio de Ojeda esta situación debía ser normada, de tal manera que la matrona hospitalaria no pusiera en riesgo su trayectoria profesional y no apareciera contraviniendo el reglamento. Exhortaba a la Asociación Nacional de Matronas para que liderara acciones de mayor protección y respaldo institucional al trabajo de las matronas, tal como sucedía con las enfermeras universitarias y las visitadoras sociales, y hasta con los practicantes, todos los cuales eran respaldados por organizaciones gremiales y/o académicas que defendían sus intereses corporativos. Un componente de dicha protección institucional fue, precisamente, convertir la carrera de matrona en una profesión universitaria como sucedió a partir de la década de 1950.
El testimonio de Ojeda respecto de los límites y decisiones a las que podían verse enfrentadas las matronas en su trabajo hospitalario es claramente ilustrado cuando narraba lo sucedido en un hospital de Santiago en 1941 frente a una embarazada que presentaba síntomas de un brusco ataque de eclampsismo. Ojeda relataba que la tardanza del médico para presentarse en la sala,
me produjo un susto tan intenso que me hizo pensar que la enferma moriría; ante esta situación mi conciencia profesional me indujo a colocarle una inyección endovenosa de sulfato de magnesia como lo estaba indicado el día anterior (sic). Mi acción fue considerada poco menos que un crimen y se me censuró por pasar a llevar la autoridad del médico, acusándome que no estaba capacitada para recetar dicho tratamiento. Demás está decirles que fui obligada a presentar mi renuncia. Muchas de Uds. dirán por qué no coloqué morfina, que era lo indicado: pero estos alcaloides no eran resorte de la matrona y tampoco podemos administrarlos (Ojeda, 1951, p. 84).
Aludiendo a la necesidad de modernizar la asistencia y procedimientos permitidos a las matronas, Ojeda llamaba la atención de tres cuestiones no menores respecto del ejercicio de su labor hospitalaria: la exposición de las matronas a situaciones de variada y riesgosa índole, los reglamentos de los medicamentos que las matronas podían usar no se habían actualizado a lo que era la realidad de 1951 y las controversias que rodeaban el uso que ellas podían, o no, hacer de la anestesia, constituía una cuestión urgente de resolver.
Sobre este último aspecto, si bien las matronas eran las que administraban la anestesia en la maternidad, Ojeda afirmaba que era la cuidadora quien “resuelve el problema de la anestesia” como ella misma lo aprendió luego de ser censurada “con una anotación en su hoja de vida por administrar anestesia a una parturienta en el periodo de expulsión. Después de aquel episodio, Ojeda sostenía que siempre llamaba al médico cuando se requería de anestesia, a lo cual los médicos respondían enviando “una cuidadora del pabellón de cirugía”. Para Ojeda esta acción era humillante para las matronas, y consideraba que la Escuela de Obstetricia o la Asociación debía normar dicha situación, pues “somos profesionales expertas, auxiliares a la labor del médico, para que de una vez por todas dejemos de ser abandonadas las que a lo largo del país sufrimos la incomprensión del medio ambiente, a pesar de la noble tarea que desempeñamos” (Ojeda, 1951, p. 85).
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