Hoy cumplo 36 años de edad. Ayer llegué a este puerto y hoy me doy el primer baño de mar. A los 36 años de vida llego a bautizarme en esta enorme pila de agua bendita.
Hemos pasado aquí la semana, muy contentos. Anoche se destacaban en el horizonte las dos chimeneas del barco que esperamos. Como a las 8 atracó en el muelle y nos acaban de decir que a las 10 recibirán pasajeros. A las 9:30 nos alistamos y emprendimos para el embarcadero y entramos en el barco.
La primera impresión que se recibe al comenzar este viaje, es de aturdimiento. Me dejo conducir al camarote y me instalo allí con comodidad, después de haber entregado el pasaporte y el billete al mayordomo. Vuelvo a la cubierta y a poco (12m) el barco sale del puerto, majestuoso y haciendo gran ruido de maquinaria. Llaman para el almuerzo y entramos en el lujoso comedor. No tengo apetito y aunque procuro comer algo, no lo consigo bien. Me entretengo a través de los amplios ventanales, en ver el color del mar que se trocó ya en azul de Prusia casi negro; la espuma que levanta el barco forma enormes franjas que lo rodean sobre el azul intenso y sin límites. Pronto comienza el malestar del mareo, muy leve, pero inconfundible. No dudo de que es la terrible enfermedad del mar y procuro desechar el pensamiento y distraerme en otra cosa. Pero no hay remedio: ya tengo náuseas y apenas hace dos horas que salimos. Puedo, a fuerza de valor, tenerme en pie y no sé lo que me hablan. Voy a tientas al camarote, me acuesto, cierro los ojos y creo que llevo el barco sobre el estómago. Pero me duermo y a las 4 despierto muy mejorado. Subo a la cubierta y encuentro a varios compañeros de viaje, pálidos y postrados en las sillas. Aseguran que no están mareados y casi no pueden abrir la boca para decirlo. Es que el mareo se esconde, como una vergüenza, como la tisis; solo los que ya están desahuciados lo confiesan. Pero a poco van desfilando hacia el camarote los que se decían buenos. Van con la boca tapada y una mirada vidriosa. Llaman a comer y van los más fuertes. Yo me niego, aunque me aconsejan que coma algo: todo me repugna, y espero por ahí, andando algo. Poco después bajan del comedor algunos sin haber probado la sopa.
Toy malo , me dice un bogotanito que va dándose contra las barandas, y desaparece. Yo también vuelvo a sentirme malo y a las 8 ya no resisto. Me voy al camarote y duermo bastante bien, como si me mecieran en hamaca.
No estoy tan malo como ayer, pero tampoco bueno; voy al comedor a las 8 y tomo café negro. A pesar de esta parquedad, creo que me he comido una ballena y que se me quedó atrancada en el esófago. No hay remedio: tengo que arrojarla, y me voy al reservado, donde me pongo en carácter: inclinado sobre la taza, agarrado a unas argollas y poniendo la cara muy fea, hago el esfuerzo, pero en vano; lo que logro es hacer unas arcadas con un ruido escandaloso, y otro y más; se me brotan los ojos, sudo frío, abro la boca en gesto agónico, y nada: definitivamente la ballena se siente bien en mi tubo digestivo y no quiere abandonarlo. Con el mismo malestar vuelvo a la cubierta, donde un zipaquireño pálido por el mareo, me dice:
—Ala, ¿ha devuelto usted el desayuno?
—Qué desayuno hombre; ¿quiere usted que lo devuelva si ni siquiera me lo han prestado?
Pero, cosa inesperada: voy, componiéndome hasta el punto de que a las 10 estoy completamente bien. La ballena, temerosa de que la devuelva , se ha aquietado; me deja almorzar. Hacia las 3 vemos tierra: son las estériles costas de la península de Coro. Y me figuro al Libertador, hace más de cien años, desembarcando son sus quinientos reclutas, para emprender la campaña más grande que vieran los siglos. Dejamos de ver las costas y poco antes de las 5 divisamos a Curazao, la estéril pero muy comercial colonia holandesa. El puerto, a donde llegamos antes de ocultarse el sol, es una entrada del mar, larga y estrecha, que se multiplica en infinidad de pintorescos canales. Por el mayor, entra sereno y majestuoso nuestro barco, y vemos a lado y lado del canal las hermosas casas de las orillas, todas de ladrillo rojo o de cemento, y todas comerciales: bancos, agencias, almacenes, factorías, etc. Pero andando el canal vemos un obstáculo insalvable. Es un puente que lo atraviesa de uno a otro lado de la ciudad, y tan bajito que no cabría por sus ojos ni una lancha. Seguramente vamos a una de la orillas antes de llegar al puente. Y estoy pensado en esto cuando, de repente, se abre imponente, sin ruido, sin aparato, dejando libre el canal y recostándose a un lado contra la orilla. Es una hermosa combinación de barcas, que apenas conocía yo por los libros. Las barcas están escalonadas a unos 20 metros una de otra; sobre ellas hay un tablado sucio, y todo el andamiaje está cogido por un lado con gigantes goznes, y por el otro, empalma con un pequeño muelle. La barca que está junto al muellecito está provista de un motor potente, y le basta echar a andar canal arriba para que todo el puente gire, describiendo un arco de círculo con centro en los goznes, para quedar todo el puente recostado a la orilla.
Desde anoche hay al pie del barco una multitud de lanchas de gasolina ofreciéndose para llevarnos a la ciudad, pues el vapor atracó un poco distante. Presentan, estos barquitos que van y vienen por los canales, un cuadro fantástico y hermoso, con sus luces multicolores que vagan en la oscuridad de la noche. No quiero salir de noche. A las 8 de la mañana de hoy embarcamos en una lanchita. Hermosos almacenes y gran comercio de toda clase. Me doy cuenta de la importancia de este puerto al ver sobre los canales un verdadero bosque de chimeneas, de mástiles y de velas; pertenecientes a barcos de todos los tamaños y de todas las partes del mundo; no sabría calcular el número: ¿50? ¿80? ¿150? Tal vez más. Me aturde el gritar propio de las gentes de puertos. Y qué gritos, y con qué lenguas, ¡Dios mío! Hablan en este Curazao una revoltura incomprensible de holandés, español, inglés y hasta francés que se conoce con el nombre de papiamento. Nadie les entiende, pero se me dice que predominan las palabras españolas. Mas, si usted les habla en inglés, le contestan con toda corrección, y así con los demás idiomas, aunque el oficial es el holandés.
El mejor carro de la plaza, nos dice un negro simpático mostrándonos su automóvil a 8 florines la hora.
Al fin lo contratamos a 5 ($2) y nos lanzamos a buena velocidad hacia la hacienda de avestruces llamada Albertini, famosa en todas las Antillas. Llegamos en media hora y un criado muy atento nos abre la finca. Pero es holandés, y aunque habla papiamento, no entiende español. Rápidamente nos habla en alemán, en inglés y en francés; alcanzo a oír el francés y me enredo con el sirviente ese en charla amena e instructiva respecto de los avestruces. Se excusa de hablar mal el francés, pero yo le entiendo perfectamente. Al ver los animalejos esos me siento desconcentrado. En efecto son iguales a los que vemos en grabados, pero de pluma fea y sucia; yo que me los figuraba limpiecitos y de variados colores, encuentro con unos animales negros o grises. Pero poco después, en la casa de la hacienda, veo ya las plumas arregladas admirablemente y cambia mi opinión. Veo pollitos de avestruz de 40 y 60 días, del tamaño de un pizco, huevos como una toronja grande y aves de 45 años de edad. Vamos a la casa donde nos dan un fresco de limón, compramos plumas y postales y volvemos bien satisfechos a la ciudad.
En el camino vemos una iglesia de buen tamaño y muy limpia, dedicada a san José, dice el chofer que unos edificios que la rodean son escuelas de niños pobres, o sea un asilo. Yo quiero entrar, pero al querer traspasar la puerta del patio donde están los edificios, el chofer lee un aviso que hay sobre el muro, y detiene el carro. “Auto no por drenta”. Bien comprendemos que se prohíbe entrar en auto y dentramos a pie. Escuelita simpática. Se enseña el papiamento y el holandés; me acerco y no entiendo ni jota. La religiosa que enseña me invita a entrar, con una inclinación de cabeza.
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