Raúl Vélez González - Memorias de viaje (1929)

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Memorias de viaje (1929): краткое содержание, описание и аннотация

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Con una escritura agradable y humorística, sin ser avaro ni recargado con las descripciones, considero que mi abuelo en cierta forma, con este estilo, pudo haber sido sin saberlo el autor del primer blog de viajes en Colombia conocido. Con su pequeño cuaderno de profesor, convertido en diario de a bordo, para su mamá y el recuerdo personal, sin duda marcó un ritmo dialéctico bien parecido al de los actuales blogeros de viajes que inundan internet con sus relatos, pero más fino en el estilo, por supuesto.
Debo aclarar que la decisión de publicar íntegro este diario de viajes, que inicialmente el mismo autor no lo vio como un texto para enviar a una editorial ni lo escribió para eso, se debe a que tenemos conocimiento en la familia de que en algún momento mi abuelo sí manifestó que quería publicarlo. Lo cierto es que lo fue posponiendo, como nos suele pasar a todos los viajeros empedernidos con nuestros propios escritos sobre esos temas, y es un honor para nosotros poder cumplir ese deseo como un homenaje a su memoria.
David Roll Vélez

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A las 12 ya estoy de nuevo en el barco y no salgo más. A las 8 p.m. sale el barco hacia Puerto Cabello.

[28 de marzo]

Cuando despierto tengo la impresión de que marchamos con lentitud. Me asomo a la ventanilla y veo a lo lejos unas lucecitas diseminadas: es que hemos llegado a Puerto Cabello y el buque espera permiso del puerto para atracar. Atracamos a las 8 y en el desayuno nos anuncian que podemos disponer de 14 horas. Desembarcamos y echamos a andar calles. Es jueves santo; en una iglesia replican; yo me acerco y veo que está llena de fieles. Luego van saliendo las devotas con trajes parecidos a los de las devotas de mi pueblo, que creo estar en él. Solo que usan todas cachiruela negra sobre traje de cualquier color, y las damas de calidad llevan unas más grandes, a manera de mantas de encaje. Veo los ojos más grandes y más bonitos que jamás he visto, sobre los rostros morenos de estas devotas.

Como estamos por gastar el día, tomamos un auto a 15 bolívares la hora ($3), y nos vamos al balneario llamado el Palito, a tres kilómetros de distancia, por una hermosa carretera que atraviesa una hacienda toda de cocoteros. El resto del día lo pasamos en niñerías. Inclusive la de conseguir a novia por cabeza. La mía fue una ojona, más que morena, tímida y encogida. A las diez zarpó el barco.

[29 de marzo]

Hoy hemos tenido el día más agradable de toda la travesía que llevamos. Como ayer, al despertar, divisé tierra, fue que llegamos en la noche a la Guaira, puerto avanzado de Caracas. El mayordomo nos anuncia que tenemos tiempo hasta las 4 p. m. Hay diez horas libres y resolvemos emplearlas en un viaje a Caracas, distante 7 y ½ leguas. Contratamos un auto por 70 bolívares para ir, ver lo que queramos de la ciudad y regresar; somos 7 compañeros y el auto nos contiene con holgura. Emprendemos el ascenso de la cordillera, trasponiendo la cual está Caracas. La carretera tendrá muy pocas como iguales. Mejores y más atrevidas, es difícil encontrarlas. Subimos, pues, en poco más de una hora desde la orilla del mar hasta la cima de la montaña, cruzando vertiginosos abismos, trepando pendientes al desarrollo de atrevidas curvas que en elegantes caracoles van coronando la montaña. El mar va apareciendo cada vez más lejano; allá en lo hondo se divisa como un bosquecito cuyo límite lejano tuviera neblina. Llegados a la ciudad, recorremos las principales calles y nos dirigimos a la casa donde nació el Libertador. Un atento guardador de la casa, nos la muestra toda: allí la cama donde nació Bolívar, allá muchos de sus vestidos, su hamaca, su poncho peruano, una chinela de casa (la otra está en poder de una familia bogotana), etc. Nos quedamos atónitos ante tanto recuerdo histórico; tomamos fotografías, dejamos el autógrafo en el libro que hay al efecto, y salimos en dirección al Panteón Nacional. Sería obra de mucho espacio, hablar con detenimiento de este lugar. Es un templo, recubierto por dentro de mármol jaspeado y blanco; en el gran nicho central está la estatua del Libertador y al pie la urna que guarda sus restos; mil alegorías, inscripciones, coronas, diademas de oro con piedras preciosas, rodean el monumento.

A la derecha, Sucre, el más grande de los hombres de América, y a la izquierda Miranda, que tiene a los pies una urna entreabierta y una sentida inscripción que lamenta no poseer los restos del ilustre cuanto desgraciado precursor. Cuando estoy embelesado viendo estos monumentos, miro al suelo para contemplar las grandes baldosas que forman el pavimento, y quedo azorado al ver que cada una de esas losas cubre el sepulcro de algún héroe. Al frente de la estatua de Sucre estoy, y mis pies pisan el nombre de Páez; miro a mi derecha: Nariño; sigo mirando a mi alrededor: Torres, Salom, ¡Arismendi!, Infante, Rondón… Todas las losas cubren sepulcros venerados y me aparto temeroso de abrasarme los pies por profanar con ellos lo que queda en el mundo, de esos semidioses. Nuestro guía es una niñita de 7 años, simpática y bonita, a quien doy un bolívar y una caricia.

—Pero me da mucho, señor– me dice la chica mirando asombrada la peseta.

Quisiera decirle que la emoción que me proporciona vale más que mil monedas, le dedico algún halago y doy por terminada la visita, no sin dejar también allí la firma, en el álbum del Panteón. Regresamos a la Guaira y aún tenemos tiempo de visitar el famoso balneario de Macuto, montado a la europea y distante una legua. Pero yo ya no siento nada viendo paisajes porque mi cerebro está remarcando historia. Volvemos a la Guaira y a las 4 nos hacemos a la mar. Mañana, según parece, estaremos en Trinidad.

[6 de abril]

Hace ocho días que no pongo una sola nota en este cuaderno. Y hay motivo: el 30 de marzo a las 3 p.m. comenzamos a ver las bellas y escarpadas cimas de los innumerables islotes que preceden en el camino a la importante isla de Trinidad, posesión inglesa muy adelantada. Esperaba la salida del barco a alta mar para reseñar la visita a la isla, pero estuvo el mar tan agitado que volvimos a sentirnos molestos. Yo tengo otra vez la ballena en todo el tragadero y solo a fuerza de limonadas y de quietud, amén de ayuno, vuelve a calmarse. Ahora comienza a sentirse el frío. Hace 4 días que pasamos el trópico y navegamos en la zona templada. Temo que el frío me impida escribir.

Decía que al entrar a Trinidad se encuentran muchos islotes, los que forman la boca del Orinoco al caer en el golfo de Paria y que parecen servir de límite al golfo. Por entre unos y otros islotes todo el mar es navegable y por entre dos muy altos y provistos de hermosos faros, pasa nuestro buque. Llegamos a las 4 a Trinidad. El barco fondea a distancia porque no hay muelle, y un vaporcito nos lleva a Puerto España, capital de la Isla. Bonita ciudad: las calles asfaltadas, mucho parque, buenos bares, almacenes, avenidas, chalet, etc. Apenas disponemos de una hora y recorremos lo más importante, pusimos cartas al correo, compramos postales y volvemos al vaporcito que nos trae nuevamente al nuestro. Aunque corto, estuvo agradable el paseo. Al volver nos reímos de las peripecias de los compañeros bogotanos que tomaron en el puerto un auto, como nosotros; pero como no saben inglés, le dijeron al chofer, en castellano y por señas, que los llevará al correo para poner una correspondencia y los llevó a los telégrafos; volvieron a indicarle y en la misma forma los llevó sucesivamente a la Gobernación, a la policía, a una farmacia y al cementerio. Como ya fuera la hora, tuvieron que regresar con sus cartas en el bolsillo.

—Algo curioso me ocurrió en el puerto: un viejecito, casi un mendigo, me ofreció unos bastones que estaba vendiendo, pero hablaba inglés y al no entenderle me propuse reírme de él y le contesté en francés que no compraba, y el viejecito me dijo, en correcto francés, que perdonara, y luego, en español, bien pronunciado, me objetó que yo podía ser francés, pero que parecía sudamericano. Luego lo vi vendiéndoles sus bastones a unos alemanes, ¡probablemente en alemán!

Levamos anclas a las 8 p.m. y emprendimos la ruta francamente hacia Europa. No más pisar tierra hasta Ámsterdam. Al día siguiente vimos, como a una legua, la isla de Barbados, posesión inglesa. Nos quedamos viendo sus pobladas laderas, luego el verde de sus faldas, ya solamente el azul vago de sus montañitas, hasta que al fin se confundió con el azul del mar y del horizonte. Tenemos, pues, por delante, 12 días sin pisar tierra y 7 casi sin verla. Y digo casi, porque tal vez hoy si pasamos de día, veremos la isla de las Flores, del grupo de las Azores, pertenecientes a Portugal.

[La vida de a bordo]

Ahora que estoy completamente desocupado y que tengo aún 6 días de mar, procuraré consignar aquí algo de la vida que me llevo en este barco, grande como un distrito.

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