Abrió el cajón, destapó el frasco y metió la mano derecha hasta tocar las briznas. La salamanquesa no tardaría en morderlo y envenenarlo. Así Néstor demostraría que no fue un cobarde y supo morir como los héroes de Teruel. Se dio un plazo de cinco minutos. Empezó a contarlos en la esfera del reloj.
Sintió el sudor frío que le bajaba por la frente. En cualquiera de esos segundos la salamanquesa le clavaría el dardo de su lengua para vengarse de la derrota y el encierro. Tres minutos pasaron sin que Néstor sintiera la mordedura esperada. Sus dedos trituraban las briznas. El miedo y la angustia no eran tan fuertes como su orgullo: él no retiraría la mano hasta vencer o morir en esa guerra secreta y sin testigos. Contra las paredes de vidrio la salamanquesa se movía ágil y tensa como cuando la vio surgir entre las grietas del muro.
Al cumplirse el plazo Néstor sacó la mano y, sin acordarse de tapar el frasco, cerró sin fuerzas el cajón. Su padre lo encontró desmayado junto al escritorio. Lo alzó en brazos y lo dejó en la cama. Abrió el cajón, vio a la salamanquesa lanzarse contra él y antes de que lograra herirlo le dio muerte.
Néstor pasó dos días consumido por la fiebre. Por las noches, en medio del silencio, contaba una y otra vez en la carátula luminosa del reloj cinco minutos como aquellos de la guerra secreta en que demostró que no era un cobarde: él también tenía derecho a sobrevivir porque contempló de frente a la muerte como los héroes de Teruel.
EL TORTURADOR
1
La luz del alba te desprende de los objetos y te aísla en el patio de la prisión. Tocas el dorso de tu mano. Se ha vuelto como la piel del otro, el hombre que acabas de atormentar. Yace sin sentido en un charco de sangre, pero resistió, asumió toda la responsabilidad, no delató a nadie. Martínez se acerca a ti y dice que, según el jefe, se excedieron en el castigo: Altamirano ha muerto.
Te encoges de hombros, enciendes el primer cigarro de la mañana, pasas por el salón donde conversan otros como tú, entras en el cuarto de baño, te miras al espejo. No hay asco ni miedo: después de todo, cumples tu deber, obedeces órdenes, defiendes a la sociedad.
Tienes sólo treinta años y sientes que ya son demasiados. El pelo crespo empieza a agrisarse y a ralear. Dos surcos profundos se adelantan a unir la nariz y las comisuras. Acaso lamentes, quizá sientas vergüenza de que esta noche el torturado haya sido precisamente Altamirano. Te admira su valor para no culpar a nadie y su generosidad para no escupirte como hizo con los demás torturadores. O bien, el negarse a reconocerte ¿fue una humillación más de las muchas que te infirió con su bondad? La prueba última de que se consideraba superior ¿radicó en hacer como si nunca antes te hubiera visto, no rogarte que lo compadecieras lo mismo que él se condolió de ti?
En otro mundo, en otra vida, recuerdas, Altamirano te permitió entender que eras igual a tu prójimo y no tenías razón para sentirte inferior a nadie. Te habló de un mañana en que todos los habitantes de la tierra fraternizarían en una sociedad sin oprimidos ni opresores. Incluso te dio una fecha para el sueño realizado: 1960. El impensable, el inconcebible año de entonces que ahora, 7 de diciembre, está a punto de terminar y confundirse con los otros años.
Pobre Altamirano. Creyó en la bondad esencial de sus semejantes y acabó como res en el matadero. Todos lo traicionaron. Tú más que nadie. Pero no fue por gusto: obedeciste órdenes, te repites. Altamirano había puesto en peligro la seguridad nacional con un plan que él y otros cinco ilusos elaboraron para trastornar el sistema de comunicaciones en el país.
Te echas agua en la cara. Te lavas las manos. Sales. Martínez sugiere que vayan al burdel. Contestas que prefieres ir a los baños de vapor del Hotel Regis y a desayunarte con don Ernesto Domínguez Puga en el café de la farmacia para después dormir hasta las cuatro o cinco de la tarde.
Martínez te toma del brazo y te encamina hacia el Pontiac estacionado en la calle sin pavimento. No te preocupes, dice: pronto encontrarán el cadáver de Altamirano con ropa interior de mujer y con las uñas y los labios pintados. Los periódicos de nota roja mostrarán la foto y dirán: “Sádico crimen entre homosexuales”.
2
Donata abrió los ojos en la barraca de la comadrona. Observó al niño que la mujer le presentaba en silencio. Hizo un esfuerzo y recordó la noche en que llegó a Tampico el acorazado General Grant . Los tripulantes irrumpieron ya ebrios en el Salón Tahití. Nadie sacó a bailar a Donata. Hasta que al fin, impulsado por voces que ella no entendía, se levantó de una mesa el cocinero del barco. No la invitó a la pista. Dejó en sus manos unos cuantos dólares y la siguió por el pasillo poblado de macetas hasta el cuarto húmedo y opaco, lleno de espejos y mantas floreadas.
— Isaiah Murrow, from Texarkana —dijo por toda presentación cuando ya estaban desnudos en la cama—. What’s your name?…
—Jenny —mintió Donata al sentir el cuerpo sudoroso, las manos metálicas que se aferraban a sus caderas, la boca jadeante pegada a sus senos.
El hombre la penetró con urgencia. Donata fingió placer y sintió extrañeza cuando él la besó en los labios y le dijo algo para ella incomprensible. A los pocos minutos Isaiah Murrow eyaculó, se puso de pie, se lavó en la palangana, le dio las gracias y un dólar de plata y fue a reunirse con los otros marinos. Había sido el séptimo cliente de esa noche. Donata estaba muy fatigada y no acudió en busca del irrigador como siempre. Se quedó inmóvil en el lecho y se durmió pensando en aquel nombre, Texarkana. A los diecisiete años Donata Morales quedó embarazada. Se negó a abortar porque no tenía a nadie en el mundo y un hijo le daba seguridad y la justificaba. Perdió su empleo en el Salón Tahití. Con sus ahorros pagó un alumbramiento que le costó mucho dolor y mucha sangre. Dio a luz un niño idéntico a su padre, Isaiah Murrow, el de Texarkana.
Donata jamás recuperó la esbeltez adolescente que le había ganado tanta clientela en el Salón Tahití. Se hizo alcohólica y descendió a prostituirse en las calles. A los veintidós años un ebrio le cortó la garganta en un cuarto de hotel sólo para ver qué se sentía. Macrina, la mujer a quien Donata lo confiaba, le explicó a José Morales que su madre se había ido a Francia en un barco y pronto iba a regresar y a traerle muchos regalos. Poco después Macrina abandonó a José en la fonda en donde trabajaba de mesera y huyó para no cargar con la responsabilidad.
3
No me molesten. No les he hecho nada. Tengo doce años como casi todos ellos. Me gustaría jugar e ir a la escuela. Pero lo único que hago es darme de golpes con quienes me persiguen. Antes era peor. Ahora ya sé pelear y estoy acostumbrado. Ya no hay quien se me ponga si no es en montón. Y ni así pueden conmigo. Por eso me tiran piedras y me agarran entre todos. Negro negro negro , como si ellos fueran tan blancos. Son iguales que yo aunque no quieran reconocerlo. Pero ellos dicen que son morenos o mulatos y en cambio yo soy negro como de África. ¿Qué será África?
Vuelvo a casa ensangrentado, con la camisa rota. Doña Eusebia se enoja y me grita: Nunca vas a aprender, hijo de puta. Le molesta mucho tener que darme la comida y dejarme dormir en un colchón mugroso. A veces la ayudo a barrer, a trapear, a lavar platos. Cuando los rompo o quedan grasientos doña Eusebia me da de coscorrones. Si quiero servir las mesas, los clientes de la fonda me gritan y me insultan, me tratan peor que doña Eusebia. Como ya estoy grande para dejarme, les contesto y me peleo con ellos.
Hoy le di en toda la madre a Guillermo, que debe de tener como quince años. A este pinche indio se le ocurrió que me tumbaran en bola y fue el que me pegó con más gusto. Acabo de encontrarlo solo en el muelle, agachado sobre su caña. No sabe pescar. Qué va a saber si es de la sierra y está recién llegado el muy pendejo. De una patada en la espalda lo tiré al agua. Por poco se ahoga. Lo sacaron unos petroleros, todo lleno de aceite y chillando de miedo como un marica. Ahora sí se le va a quitar lo sabroso. Cómo me gustaría encontrarme de uno por uno a todos esos cabrones.
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