Don Ernesto, el gran policía, el hombre que se ufana de haber asesinado a Álvaro Obregón, te levantó del arroyo cuando eras una piltrafa después de tu fracaso en el box, te recomendó para el trabajo que desempeñas y te hace sentirte otra vez fuerte e importante, como en los primeros tiempos sobre el ring… Don Ernesto… ¿Qué hubiera hecho don Ernesto en tu lugar? Lo mismo que tú. Uno acepta responsabilidades y tiene deberes. Lo demás no cuenta.
Tomas una revista de la mesa de noche y a la luz que se filtra por las persianas observas las imágenes de los torturadores que acaban de linchar en otro país al caer el régimen que sostenían. Penden de un poste, son muertos a golpes, o bien se arrodillan, suplican, piden perdón, invocan a sus esposas y a sus hijos, dicen que ellos no tienen la culpa: se limitaron a cumplir órdenes. Apartas la revista. Te levantas y entras en el cuarto de baño en busca de una pastilla para dormir.
10
A las tres de la tarde el estruendo que subía de la calle despertó a José Morales. Reconoció el golpe inconfundible del tambor y el sonido de los clarines. Se puso violentamente de pie. Amartilló su escuadra y quedó inmóvil. El estruendo se aproximaba.
José Morales se miró al espejo y observó en su cara una expresión que sólo había visto en los torturados. Me matarán, me colgarán de un poste, me rociarán de gasolina para quemarme vivo. Ya se hizo lo que buscaba Altamirano. Pero no me arrodillaré a pedir perdón. Seguramente vienen por mí. No, no me agarran vivo. Se introdujo en la boca el cañón de la pistola. Sintió su frialdad en los dientes y en el paladar, pensó en el estallido del cráneo y la dispersión sangrienta de la masa encefálica. No se atrevió a oprimir el gatillo. Los tambores y los clarines sonaban cada vez más cerca del edificio. Entonces arrojó la escuadra y saltó por la ventana.
Su cuerpo quedó entre la acera y el pavimento, hundido en su propia sangre. Las alumnas de la Escuela Comercial Leona Vicario suspendieron sus ejercicios de escoleta. Casi todas volvieron la vista para no contemplar el espectáculo de la muerte. Su profesora se acercó al cadáver de José Morales y le cubrió el rostro con su chal. Docenas de curiosos parecían llegar de todas partes.
—¿Lo mataron?
—No: se suicidó; lo vi cuando se tiraba por la ventana. Lo que pasa es que casi no se oyó el azotón por el ruido que estaban haciendo las muchachas con sus tambores y sus cornetas. No sé para qué diablos en las escuelas comerciales las ponen a perder el tiempo con esas tonterías. Ni que estuviéramos en guerra.
—¿Quién era el muerto? —preguntó una mujer.
—Nunca supe su nombre —respondió un vecino del edificio.
GULLIVER EN EL PAÍS DE LOS MEGÁRIDOS
Un capítulo inédito de Jonathan Swift
En noviembre de 1982 acaba de encontrarse en Trinity College, Dublín, un manuscrito que no figura en Travels into Several Remote Nations of the World by Lemuel Gulliver, libro que ha llegado a nosotros con el simple título de Los viajes de Gulliver. Quizás al ver analogías demasiado obvias con la realidad de aquel momento el impresor Benjamin Mott lo suprimió en la primera edición de 1726. Jonathan Swift (1667-1745) no lo incluyó en las posteriores. El fragmento puede ser también una falsificación tramada por “Speranza”, Lady Jane, la madre de Oscar Wilde, durante la hambruna de 1848. Sea como fuere, vale la pena traducir un relato que tal vez debió figurar entre los capítulos once y doce del libro.
Swift es la cumbre intelectual de la perpetua resistencia irlandesa y el más grande escritor del incomparable siglo XVIII en su lengua. No hay traducción capaz de hacer justicia al maestro de Voltaire y al fundador de la prosa moderna en todos los idiomas.
Me despedí de los nobles y corteses houyhnhnms y me alejé remando de la costa. Pasadas tres semanas de navegación vi una isla que no figura en los mapas. Al centro se erguía un anillo montañoso coronado por una nube negra. Tal vez era producto de una explosión reciente. Quise huir de la isla cataclísmica, pero una gran lancha embistió a mi esquife. A señas imperiosas sus tripulantes me obligaron a orillarme.
En cuanto desembarcamos aquellos hombres me sujetaron violentamente y hurgaron en mis escasas posesiones. Aunque no llevaba sino agua, pan duro y carne seca, me indicaron que el transporte de estos alimentos estaba prohibido por sus leyes y debía pagarles una multa directa e inmediata a fin de recobrar mi libertad. No llevaba conmigo moneda alguna: les entregué mi reloj y los anillos que en su lecho de muerte me había dado mi padre.
Mis perseguidores cambiaron en ese instante. Me dijeron que la isla se llamaba Megaria y me invitaron a su capital, Megaris. Cada uno de ellos puso a mi disposición lo que designó como “su humilde casa”. Nunca en mis viajes por regiones ignotas había encontrado seres como los megáridos: pasan sin transición de la agresividad más brutal a la mayor dulzura y gentileza, o viceversa. Otro tanto me asombró descubrir que hablaban un dialecto del inglés. A pesar de su grotesca distorsión pudimos entendernos sin dificultades.
No soporto el espectáculo de un coche tirado por un inteligente houyhnhnm para comodidad de un yahoo fétido y bestial. Celebré que en Megaria, tan atrasada en muchos otros aspectos, los vehículos se propulsaran por sí mismos, aun a costa de su peligrosidad y de producir humo pestilente.
Aterrado por la velocidad que alcanzan estos carromatos, hice el trayecto en silencio. Mis acompañantes intercambiaban sonidos sin vocales, como en la escritura hebrea. Para ellos deben ser una especie de música verbal. A mí, extranjero, me sonaban como nn, pss, q’n, dg’n . Me encantó la abrupta hermosura del camino pero me dolió ver cómo desaprovechan los megáridos la riqueza de su tierra: bosques enteros destruidos sin que se planten nuevos árboles, ríos agonizantes que arrastran toda clase de suciedades y desperdicios, campos fértiles transformados en basureros donde sobresalía una materia que llaman plástico . Dicen que sirve para todo pero tiene el inconveniente de que una vez agotada su utilidad es indestructible. Vi también fábricas en ruinas, fastuosas obras inconclusas con placas que las dan por terminadas en un ayer lejano y las ofrendan a la memoria, siempre maldecida, de los antiguos sultanes.
En cuanto llegamos a su casa el jefe de mis captores hizo desfilar ante mí a su mujer y a sus quince hijos. Todos de una delgadez cadavérica en contraste con la panza indescriptible del que llamaré mi amigo. Entre risas me susurró al oído que él era muy yahoo y tenía otras cinco familias semejantes. La esposa nos sirvió cuero tostado de cerdo, que se come con limón, sal y un pimiento que hace arder el paladar, así como una especie de vodka o aguardiente que extraen de un agave. Luego, por orden de mi anfitrión, la señora desapareció en la cocina.
Ya bajo la ilusoria camaradería del alcohol los megáridos me informaron que Megaria, si bien papista y mahometana, está gobernada por sultanes. Son designados por un gran elector y duran seis años en el cargo. Bajo la Luna de Aqueronte, como llaman al período final de cada reinado, los megáridos decapitan al sultán y cubren de oprobio su memoria.
Antes de ser ofrendado en sacrificio al nuevo sultán, se inviste al antiguo con la piel de un dios vivo, como a las víctimas propiciatorias en las religiones primitivas. Se le permite acumular fortunas y hacer su voluntad sin que nadie pueda oponérsele. Se le aísla de toda crítica y diariamente es drogado con adulaciones que harían perder la cabeza al más humilde de los santos. Se le dan alimentos sagrados y oro en cantidades inverosímiles y puede disfrutar sin recato a todas las vestales del templo.
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