Laura Emilia Pacheco - El infinito naufragio

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Poeta consciente de que el paso del tiempo es inexorable y todo lo devasta, José Emilio Pacheco es también un narrador que vislumbra lo fantástico aun en lo más cotidiano y explora la presencia del pasado que nos asedia. Crítico y ensayista, aplicó la agudeza de su mirada para describir las distintas realidades humanas y su condición siempre falible.El infinito naufragio reúne poemas, relatos e «inventarios» que dan cuenta de las inquietudes literarias que José Emilio Pacheco exploró e interrogó a lo largo de más de medio siglo de escritura. El lenguaje, la Historia como figura de reverencia y terror, la música, la naturaleza, la capacidad humana para la destrucción, la memoria, los naufragios —ancestrales y ordinarios— se dan cita en un volumen que muestra, tanto a los más experimentados como a las nuevas generaciones de lectores, que la de Pacheco es una obra llena de pasión por el mundo y de asombro ante su fugacidad. Siempre renovada por obra del lector, la suya es una de las voces imprescindibles y entrañables de la literatura en lengua castellana.

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El método de gobierno que observan los sultanes megáridos asombraría a los europeos. Tienen prohibido sentarse y reflexionar. Nunca están quietos, van de un lado a otro profiriendo gansadas que los trompeteros del reino divulgan como si fueran perlas de sabiduría. A menudo se reúnen largas horas con otros hablantines a quienes nadie escucha, pues se les pide su opinión acerca de algo ya resuelto de antemano. El sultán hace su espejo de toda Megaria: dondequiera contempla su efigie ampliada y embellecida. En la última noche de su mandato los megáridos queman en grandes hogueras expiatorias todo lo que adoraron. Postrados de hinojos ante la imagen del que llega, musitan alabanzas y lo cubren de baba.

Los megáridos son personas extrañas. Dicen las peores cosas acerca de Megaria y de sí mismos. Sin embargo se ofenden cuando el extranjero no las refuta. Como a los irlandeses, alguien les indicó hace siglos que eran gente que nació para callar, obedecer y ser perseguida, despreciada, aplastada, arruinada, atormentada y extirpada de la faz de la tierra. Los megáridos aún no han sido capaces de sobreponerse a esta infamia aunque, a mi juicio imparcial, tienen todo lo necesario para lograrlo.

Hallé otra similitud entre Irlanda y Megaria. Este país también fue colonia. Sefaris, la metrópoli, enviaba como virreyes a hombres eficientes y honrados. Pero durante la travesía los piratas más sanguinarios y ladrones asaltaban los barcos, mataban a los virreyes y tomaban su lugar. De modo que Megaria fue devastada para beneficio de otros sin que nadie se preocupara por dejarle algo con vistas a un mañana que, al parecer, no llegará nunca.

Contra lo que ellos mismos dicen, no son los megáridos el mayor problema de Megaria sino la cercanía de una gran isla llamada Argona. Su relación es más o menos la misma de Inglaterra con Irlanda. Ellos creen odiar a los argones pero en realidad los admiran hasta la locura y tratan de imitarlos en todo: su habla, sus comidas, su sexualidad, sus escuelas, sus espectáculos, sus vestimentas, sus ambiciones, la disposición de las ciudades que arrasan de continuo para abrir paso a sus vehículos.

Como los ingleses a mi país, primero Sefaris y después Argona le impidieron a Megaria producir todo aquello que pudiera afectar la industria y el comercio metropolitanos. La obligaron a traficar exclusivamente con ellas y al hacerlo arruinaron la agricultura megárida. Ahora tienen que importar hasta los alimentos esenciales. Las consecuencias en Megaria son las mismas que en Irlanda: riqueza inconcebible de unos cuantos, hambre crónica para el pueblo, desempleo, mendicidad, crimen, violencia, prostitución y servilismo.

Para colmar las asombrosas semejanzas con Inglaterra e Irlanda, el dinero de Argona invadió a Megaria e hizo desaparecer prácticamente su unidad monetaria. Este ejército de ocupación probó ser más eficaz y poderoso que las legiones imperiales de Londres y los colonos anglicanos que oprimen a la mayoría papista irlandesa.

Argona, por supuesto, se lava las manos: ella no obligó a nadie a adquirir sus piezas de cobre. En su ceguera y egoísmo los propios megáridos—atraídos por una especie de linterna mágica o teatro de sombras que en este archipiélago llaman “visión a distancia”— horadaron el suelo en que apoyaban los pies. Ahora son como ardillas que se persiguen en una jaula redonda y para subsistir imploran a los argones préstamos usurarios que no terminarán de pagar jamás.

A estas alturas del relato ya no podía contener mis lágrimas. Fue peor lo que siguió. Los megáridos me dijeron que la isla del sur perdió su gran oportunidad cuando todas las naciones del archipiélago necesitaron grandes cantidades de estiércol como fertilizante y combustible. La naturaleza dotó a Megaria con una raza de vacas y toros capaces de transformar interiormente medio kilo de pastura en una tonelada de boñiga. De pronto el excremento que se desperdiciaba resultó una gran fuente de riqueza para Megaria.

Como en la fábula de la lechera, los megáridos hicieron grandes proyectos sin recordar que todos los cántaros se rompen. Enloquecidos de vanidad y entusiasmo por esa lotería, se olvidaron de cuanto no fuera la bosta. A las multitudes hambrientas se les prometió el paraíso. El estiércol excrementó la economía megárida. En una operación de egoísmo suicida los ricos dilapidaron la abundancia estercolera en comilonas, orgías y baratijas, o bien compraron ostentosas mansiones y guardaron su dinero en Argona.

Mientras los argones llenaban sus establos con grandes cantidades de boñiga para producir una repentina baja en el precio y poner nuevamente de rodillas a los ensoberbecidos habitantes del sur, los megáridos convertían en bisteces sus productivas vacas y exterminaban a sus toros en bárbaras ceremonias que llaman “corridas”.

Un día amanecieron con el precio del estiércol por los suelos, sin ganado y sin moneda, porque toda la que hubo los ricos la cambiaron y la invirtieron en Argona. Un gran pleito estalló entre los beneficiarios de la boñiga. Todos los hombres del sultán —visires, emires, sátrapas y jerifes— pelearon a muerte entre sí y contra los barones de la usura. Entretanto los innumerables pobres de Megaria tuvieron que importar de Argona carísimos cereales. Entonces, como en Irlanda, aparecieron los que nosotros llamamos arbitristas o aritméticos políticos. Es decir, los autores de proyectos abstractos para mejorar el destino colectivo, planes que siempre terminan en el fracaso pero no sin antes causar a millones todos los sufrimientos que trataron de impedir.

No pude más. Bañado en llanto me despedí y me eché a caminar por Megaris. Al poco tiempo sentí que me asfixiaba y comprobé que la nube negra observada desde el mar era producto de los espantosos vehículos que liberaron a los houyhnhnms a cambio de esclavizar a los propios yahoos y a sus semejantes humanos. Para colmo, en Megaris, ciudad dantesca en forma de embudo montañoso, el veneno de los transportes se liga al humo de sus fábricas y a la pulverización de toneladas y toneladas de mierda.

Traté de escapar de este sitio infernal. Pero es muy difícil movilizarse en él. Me dirigí al poniente con la esperanza de que encontraría el mar y mi frágil embarcación. En el camino se desplegó ante mis ojos la más extraña capital que he visto nunca. Horrible en su conjunto y totalmente deshecha para abrir paso a sus carruajes y enriquecer a sus gobernantes con el nuevo valor que adquiere el terreno, Megaris tiene entre tanta fealdad algunos de los mejores edificios que he hallado en esta parte del mundo.

Contra lo que parece, no todo es maldad, corrupción, estiércol y rapiña en Megaris. En ella florecen las ciencias y las artes. Hay muchos megáridos, hombres y mujeres, que se preocupan por algo más que su egoísta beneficio. En la inhóspita capital del sufrimiento, amor y solidaridad existen junto al odio, la violencia y la pugna entre los bribones por humillar y explotar a su prójimo.

Atravesé regiones de una miseria tan sórdida y oprobiosa como la que ha traído la industria a los pobres de Inglaterra y la opresión a los parias de Irlanda. Después llegué a una zona en que se concentra cuanto en Gran Bretaña está disperso. Era como ver al mismo tiempo Windsor Castle, Balmoral y las grandes manor houses . Los megáridos, pensé, engañaron al extranjero: la suya, y no Argona, es la más próspera de las tierras. La ostentación de su riqueza se me volvió aplastante. Acaso, me dije, he cambiado de país sin darme cuenta.

Una muchacha que pasaba por allí me explicó que yo no había salido de Megaris. Estaba en la misma capital doliente, sólo que en la parte reservada a los hombres de los sultanes, a los barones de la usura y a los procónsules e intermediarios de Argona. Tanto esplendor sería imposible si no existieran las cuevas y las chozas de lámina y cartón que yo acababa de ver.

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