Fernando González - Pensamiento de un viejo

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Joven es, con fresquísimo rostro y delicadas maneras de adolescente, el novel autor, y muy suyos y como tales por él mismo declarados, los pensamientos que llenan las páginas del libro. Lo que hay es que el autor se cree prematuramente envejecido, y que quienes no le conozcan de vista se lo pueden imaginar en efecto, cuando lean, como sujeto de veras provecto, tanto por las extensas y variadas lecturas que descubre haber hecho, cuanto por lo mucho que ahonda cuando piensa, por la intensidad y diversidad de los sentimientos que revela haber experimentado o imaginado vivamente, por la sutileza que gasta cuando analiza, por lo fácil y correcto de su dicción general, por la segura posesión del estilo que se ha creado, por la destreza con que da forma a lo más abstruso o más sutil, y sobre todo, por el amargo pesimismo de su concepto sobre la vida y sobre los bienes que muchos creemos posible hallar en ella, así como por la faz de escéptico que pone cuando parece que va a dar con una verdad, siquiera sea ésta de las crueles y acerbas que, a fuer de pesimista, parecen atraerle y fascinarle.

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Pero no es sólo del amor de quien espero yo la restitución de González a su edad, naturaleza y condición verdaderas: aguár dola también de la evolución de su espíritu, ya iniciada en las hojas mismas de este libro, y cuando así lo aguardo, no fantaseo poéticamente, ni como supersticioso del amor vaticino, sino que, fundado en razones, deduzco y anuncio.

Vese, efectivamente, en los PENSAMIENTOS de González, o por lo menos creo yo ver, que el escéptico alojado en ese espíritu busca con afán entre las mismas nieblas y sombras de sus dudas y negaciones senderos que le lleven a una fe —no me refiero a escepticismo y fe religiosos, sino a estos dos estados de alma respecto de ideas de otro orden— y vese de igual modo que el pesimista también hospedado en aquel espíritu se encamina a un optimismo, raro por cierto, pues que consiste en hallar sosiego en su propia inquietud, conformidad en su inconformidad misma, goces y alegrías interiores en la consolidación del dolor intelectual que le atormenta y domina. Por entre nublados y tinieblas va Fernando derecho a creer en algo, cuando menos en la vida como en un bien digno de ser guardado y aprovechado, como en un depósito merecedor de acrecentamiento, como en una misión que reclama ser cumplida y cuyo fiel desempeño es por sí solo galardón valiosísimo de quien llena el deber de vivir. De modo semejante, por los páramos y eriales del pesimismo irá a conocer y confesar la bondad de la existencia, la posibilidad de ser feliz el hombre, la efectividad misma de la dicha, aunque sea ésta limitada y fugaz; y como llegue a sentir aquella fe y a gustar de este bien, la verdad se le entrará en la mente, y la felicidad en el corazón. Así sea.

La idea de la limitación de nuestro ser, de nuestras facultades y del tiempo de que disponemos para ejercitarlas en la tierra, le posee ahora como una obsesión, le tortura y le desalienta. A causa de ella no se va con ardor tras de una verdad o un grupo de verdades, ni en persecución de una esperanza de ventura; al principiar de una y ora senda, aquella obsesión le paraliza, le enclava en el suelo entre las zarzas y las sombras, y él, por cuanto así no logra alcanzar —¡qué ha de alcanzarlos!— los bienes que llegó a columbrar un momento, niega que existan o los declara fuera del alcance humano. Pero ya tiene reconocida y registrada como verdad aquella atormentadora limitación de nuestro ser, y el catálogo interminable de las verdades crece seguramente desde que en él se inscribe una como primera, a ver por qué no es la más cruel y amarga, la más triste y sombría. Las consoladoras y alentadoras vendrán en pos, más tarde o más temprano. Verdaderas son las tinieblas de la noche, pero también la luz del sol es verdadera, así como su nuncio, la suave claridad del alba.

La consideración de cuán efímeros son los goces y dichas humanas atormenta tenazmente a nuestro joven pensador envejecido, y le ha vuelto pesimista; pero de ahí mismo ha sacado su alma sedienta de felicidad una consolación, una especie de goce doloroso que consiste en mirar como un tesoro subsistente y bien guardado el conjunto de nuestros deseos no satisfechos, de nuestras ilusiones no realizadas, de nuestros más hermosos sueños vueltos humo. Tanto más rica es un alma —dice Fernando— cuanto mayor es el número de deseos que conserva vivos; y ya le tenemos complacido, casi dichoso, en la posesión de la suya, donde ansias y anhelos viven a millares por falta de satisfacción, que es —según él mismo piensa— muerte segura de unos y otros. Quien ya goza en padecer, quien en su misma sed se abreva, no me parece muy distante de poder gustar los dulces contentos de la vida, que suelen ser los que ésta nos ofrece en más sencillas y modestas copas. Aprender a libar nuestras amar guras no es refinamiento o perversión de bebedores de ajenjo, sino valor y conformidad que nos enseñan a hallar delicias en los manantiales de aguas frescas y limpias.

Puede que me engañe en mis pronósticos sobre las futuras sendas de González; pero me parece verlos ya cumplidos, acaso porque los hago con fe nacida de un férvido deseo, de dos férvidos deseos diré más bien: el de ver dichoso al amigo y el de ver realizada —hecha gloria— una esperanza de la Patria. Fernando tiene ya ganado puesto de honor entre los escritores nacionales, con las producciones que en diarios y revistas ha publicado hasta hoy, y es para mí seguro que la aparición de este libro le confir mará la posesión de un nombre distinguido en el escalafón intelectual de Colombia; pero todo esto, con ser muy brillante, no es todavía más que una aurora: el orto de la inteligencia que así se anuncia no tardará, y será espléndido. De ahí mi afán por ver a Fernando lleno de fe en la vida, en la bondad, en la justicia, y enamorado de lo verdadero, también con todo el ardor de un creyente. Cuando así llegue a ser, sus poderosas facultades darán toda la luz que en sí llevan, y aplicadas a fines determinados, altos o útiles, producirán obras que a más de hermosas serán benéficas y con una misma aureola nimbarán la frente del escritor y las sienes de la Patria.

Se engañaría quien pensase que con lo dicho pretendo tildar de dañino o siquiera de estéril este precioso e interesante volumen, o bien de fútiles los temas en él tratados: quiero tan sólo dar a entender que el autor tiene fuerzas para obras de más aliento que la presente, y capacidad para síntesis que ahora no ha intentado o para cuya formación ha ejercido más de humorista que de pensador; que en dejando su criterio de escéptico, puede servir más eficazmente a la verdad, la cual gusta de ser amada y buscada con fe; que cuando se haya librado del prejuicio pesimista con que hoy mira la existencia, sondea sus misterios y trata de resolver sus problemas, sacará para sí mismo y para sus lectores mayor provecho del afán con que la analiza, tal como extraerá miel de las colmenas quien vaya a esa labor creyendo en la dulcedumbre de los panales, y no quien la emprenda en la errada persuasión de hallarlos amargos o desabridos, la cual le hará estrujarlos con repugnancia y arrojarlos lejos con desdén. He querido decir, además, que en varios de los temas apenas tocados en estas páginas, habría materia para otros tantos libros, lo que con mayor razón puede aplicarse a los asuntos que González trata aquí con algún espacio y algo más a fondo, pues respecto de éstos muestra todavía mejor cuán importantes y fecundos son ellos por sí, y cuán rapaz él de dilucidarlos y de añadirles interés y substancia.

Ya que en estas últimas líneas he hecho algunas referencia a la forma fragmentaria del libro que estudio y a lo complexo de su composición, bueno será decir algo relativamente a esa clase de obras, cuya naturaleza puede hacerlas parecer defectuosas a quien no considere los motivos que las que las engendran o los fines que sus autores se proponen. González ha ido recogiendo día por día y a veces hora por hora, las impresiones que le han causado y pensamientos que le han sugerido variadísimos sucesos y aspectos de la vida; tanto como la del autor podría durar ese trabajo, y muchos vo lúmenes harto mayores que el presente se llenarían con ese espigar constante en el campo del propio pensamiento; pero el espigador ha querido cortar su labor y hacer con las espigas recogidas un haz para ofrecerlo al público, no sé si como muestra apenas de lo que vendrá después en igual o semejante forma, o bien como tarea que se da ya por terminada, como cosecha cabal de ese género de frutos. El procedimiento no es de ahora, y el lector recordará sin duda algunos preciosos especímenes de él, tales como El jardín de Epicuro de Anatole France, El mirador de Próspero y otros libros de José Enrique Rodó y, sin ir muy lejos, Ánima expuesta , de Alfonso Castro, obra no publicada todavía en volumen, pero sí saboreada y admirada ya aquí, y aún lejos de aquí, en los diarios que han recogido los hermosos capítulos que la forman. La obra de Castro define admirablemente, con su título, si no todo el género, por lo menos una de las más importantes y nobles especies en él contenidas: la formada por aquellos libros fragmentarios cuyo objeto es mostrar con sinceridad una alma —la propia alma del autor— tal como ella es, sin disfraz para los carnavales de la vida ni uniforme para determinadas o graves circunstancias, en traje casero, a veces casta mente desnuda, sacudida por diversas impresiones no buscadas, puesta a pensar o a sentir de súbito, ante hechos no previstos, ya sana, ya enferma, ora triste, ora alegre, ensimismada o confusa en ocasiones.

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