Varios autores - Guía literaria de Londres

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Tácito fue el primer gran escritor en mencionar Londres y, desde entonces, muchos otros grandes creadores nos han dejado sus impresiones de la ciudad. En este libro Dostoyevski y Boswell nos acompañan por los bajos fondos londinenses, mientras que Dickens, De Amicis, London o Kipling nos hacen de guías y nos dan consejos para manejarnos en la capital de Inglaterra. Otros, como Beda el Venerable, John Evelyn o Samuel Pepys nos cuentan cómo la ciudad superó pestes, incendios e invasiones, mientras que Soseki, Rimbaud o Verlaine ilustran que no es fácil vivir en Londres si no se dispone de dinero. Jane Austen, Mark Twain o Charlotte Brontë son sólo algunos más de los muchos autores que contribuyen a esta guía, que cuenta también con deliciosos grabados que permiten al lector ver lo que es y también lo que fue.Imprescindible como complemento a una guía tradicional, la
Guía literaria de Londres nos permite disfrutar de un triple viaje: en el espacio, hacia los monumentos londinenses; en el tiempo, hacia otras épocas y sensibilidades; y en el espíritu, hacia algunas de las mentes más creativas, divertidas y magníficas que ha dado la Literatura universal.

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Grabado que representa el Gran Incendio de Londres de 1666 visto desde la orilla sur del Támesis. Cruzando el río se puede observar el antiguo puente de Londres, con sus características casas colgadas en el puente, y en la orilla norte, en medio de las llamas, destaca la torre cuadrada de la antigua catedral de San Pablo. Este es el mismo lugar, Bankside, adonde Evelyn va con su esposa y su hijo a ver la magnitud del fuego. El grabado es obra de Robert Chambers, que se basó para hacerlo en un grabado de la época del incendio.

4 de septiembre. El incendio todavía arrecia y ahora ha llegado a la zona de Inner Temple. Toda Fleet Steet, el Old Bailey, Ludgate Hill, Warwick Lane, Newgate, Paul’s-Chain y la calle Watling están en llamas, y la mayor parte de ellas han sido reducidas a cenizas; las piedras de San Pablo volaron como granadas, el plomo fundido corría por las calles como un torrente y las mismas calzadas irradiaban una incandescencia tan intensa que ningún caballo, ni hombre, era capaz de caminar sobre ellas. Los escombros, además, habían bloqueado todas las rutas, de modo que no podía esperarse ayuda. El viento del este seguía impulsando impetuosamente las llamas. Nada excepto Dios Todopoderoso podía detenerlas, pues en vano trataban de hacerlo los hombres.

5. Cruzó hasta Whitehall, pero ¡oh, la confusión que reinaba en esa corte! Su Majestad tuvo a bien ordenarme, como a los demás, que me dedicara a extinguir el fuego al final de Fetter Lane para preservar, si era posible, esa parte de Holborn, mientras el resto de los caballeros ocuparon otros puestos, algunos en unas partes y otros en otras (pues ahora empezaban a darse prisa, y no antes, los que hasta este momento habían estado pasmados y con los brazos cruzados), y empezaron a considerar que nada iba a poder detener el fuego, excepto volar tantas casas como fuera necesario para hacer un cortafuegos, muchas más de las que se habían derruido por el tradicional método de tirar de ellas con los coches de bomberos. Esto lo propusieron unos marineros lo bastante pronto como para haber salvado casi toda la City, pero algunos hombres y concejales tozudos y avariciosos se opusieron, pues sus casas habrían de ser las primeras en caer. Se planteó entonces seguir ese plan y mi preocupación se centró particularmente en el Hospital de St. Bartholomew, cerca de Smithfield, donde tenía a muchos hombres heridos y enfermos, lo que me hizo insistir diligentemente en que se siguiera ese curso de acción, no siendo menor mi preocupación por el Savoy. 8Ahora le plugo a Dios, por el abatimiento del viento y por la industria de los hombres, infundiendo en ellos un nuevo espíritu cuando casi todo estaba perdido, que la furia del incendio empezara a moderarse hacia mediodía, así que no llegó por el oeste más allá de Temple ni por el norte superó la entrada de Smithfield, pero continuó todo ese día y noche impetuosamente hacia Cripplegate y la Torre, lo que nos desesperó. También volvió a prender en Temple, pero el valor de la multitud, que no cejó en su esfuerzo de sofocarlo, y el que se volaran muchas casas creando importantes cortafuegos, unido a lo mucho que ya había consumido en los tres días anteriores, hizo que el rebrote del fuego no ardiera sobre lo que quedaba con tanta vehemencia como antes. Pero aun así no se podía acercar uno a menos de un estadio de las ardientes y refulgentes llamas.

7. Fui esta mañana a pie desde Whitehall hasta el puente de Londres, a través de lo que fue Fleet Street, Ludgate Hill a la altura de San Pablo, Cheapside, Exchange, Bishopgate, Aldersgate y luego por Moorfields, y de ahí a Corn Hill, etc., todo ello con extraordinaria dificultad, subiendo y bajando por montañas de escombros todavía humeantes y desorientándome a menudo: el suelo bajo mis pies estaba tan caliente que me quemó la suela de los zapatos. Mientras tanto, su Majestad llegó a la Torre por agua, para demoler las casas del Graff, que lo abarrotaban y que, de haberse incendiado, podrían haber llevado el fuego a la Torre Blanca, donde estaba el polvorín, lo que sin duda no solo habría hundido y destruido todo el puente, sino también hundido y hecho astillas los barcos que había en el río y causado una devastación inconcebible en muchas millas de terreno.

A mi regreso me causó la mayor consternación contemplar esa gran iglesia, San Pablo, convertida en una triste ruina y su bello pórtico (por su estructura comparable a cualquiera de Europa, y no hacía mucho reparado por el difunto rey) hecho pedazos, con grandes trozos de piedra partidos y desperdigados y sin nada entero excepto la inscripción del arquitrabe, que decía quién lo había construido ¡y que no tenía dañada ni una sola letra! Era asombroso ver las piedras tan inmensas que el calor había, de algún modo, calcinado, de manera que todos los adornos, columnas, frisos, capiteles y salientes de roca de Portland habían salido volando, incluso hasta el mismo techo, donde la gran capa de plomo que cubría el espacio (de no menos de seis acres) se había fundido por completo. Los escombros de la bóveda del techo, al derrumbarse, cayeron sobre St. Faith, que estaba llena de pilas de libros que los libreros habían llevado allí para ponerlos a salvo y que fueron consumidos por completo y ardieron durante toda una semana. También se observa que el plomo sobre el altar en el extremo este estaba intacto y que, entre los diversos monumentos, el cuerpo de un obispo permaneció entero. Así yacía en cenizas aquella venerabilísima iglesia, uno de los más antiguos ejemplos de piedad de los fieles en el mundo cristiano, de los que apenas quedarán un centenar. El plomo, el hierro forjado, las campanas, la plata, etc., se fundieron; la exquisitamente labrada capilla de los comerciantes de tejidos, la suntuosa Bolsa, el augusto edificio de Christ Church y todo el resto de sedes de colegios profesionales, espléndidos edificios, arcos y entradas, todo convertido en polvo; las fuentes se secaron y derrumbaron, mientras que las aguas que las alimentaban hirvieron durante una semana; los abismos de los sótanos, pozos y mazmorras, que se habían utilizado como almacenes, seguían ardiendo entre un olor nauseabundo y oscuras nubes de humo. Así, en cinco o seis millas de recorrido no vi ni madera que no estuviera consumida ni piedras que no hubieran sido calcinadas hasta volverse blancas como la nieve.

La gente que caminaba entre las ruinas parecía estar en algún lúgubre desierto o, mejor dicho, en alguna gran ciudad arrasada por un cruel enemigo; a ello se añadía el hedor que procedía de los cuerpos de pobres criaturas, camas y otros bienes combustibles. La estatua de sir Thomas Gresham, aunque se había caído de su nicho en la Real Bolsa, seguía entera, mientras que todas las de los reyes desde tiempos de la conquista estaban hechas añicos. También el estandarte de Cornhill y las efigies de la reina Isabel con algunas de su armas en Ludgate habían sobrevivido sin mucho perjuicio, mientras que muchas de las grandes cadenas de hierro de las calles de la City, las bisagras, las barras y las puertas de las prisiones se habían fundido o quedado reducidas a cenizas por el intenso calor. Tampoco pude pasar por ninguna de las calles estrechas, sino que hube de mantenerme en las anchas, pues el suelo y el aire, con humo y fieros vapores, seguían emanando un calor tan intenso que casi se me socarra el pelo, y los pies me dolían insufriblemente. Las callejuelas y pasajes estaban llenos de escombros, así que nadie podía orientarse con precisión si no era por las ruinas de una iglesia o edificio importante en que quedara en pie alguna torre o pináculo notables.

Luego seguí hacia Islington y Highgate, donde se podía ver a doscientas mil personas de toda clase social desperdigadas por las tierras junto a los bultos de los bienes que habían podido salvar del fuego, lamentándose de sus pérdidas. Y aunque estaban a un tris de perecer por hambre y abandono, no pedían ni un penique de caridad, lo que me pareció lo más extraordinario de cuanto hasta entonces había contemplado.

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