El efecto de la pandemia es cargar de dramatismo nuestro tiempo; como si todos los problemas –lo que constituye un peso que parece abrumador– se conjugaran y aceleraran y todas las decisiones nos golpearan la puerta al mismo tiempo (no es cierto, en ese sentido, que la coexistencia con la pandemia estribe en una procrastinación generalizada). Es muy probable que esto sea sólo aparente; pero no cabe duda de que mucho de lo que hagamos o dejemos de hacer hoy, en términos estrictamente políticos, ha de tener efectos de largo plazo. No podemos sustraernos a este imperativo.
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Vicente Palermo (Buenos Aires, 1951) es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, ensayista y escritor. Fundó el Club Político Argentino; en 2012 ganó el Premio Nacional de Cultura y el Premio Konex de Platino en 2016. También recibió la Beca John Simon Guggenheim Memorial Foundation y el tercer Premio Nacional de Cultura en 2012. Sus obras publicadas incluyen más de 14 ensayos; muchos en compañía de Marcos Novaro.
Sobre las perspectivas nuevas del lenguaje público y estatal
Por Horacio González
Acepto la noción de futuro para aludir a un futuro más o menos inmediato, donde obviamente se consideren las consecuencias económicas, morales y políticas de las grandes operaciones de la seguridad estatal y de las instituciones médicas, de las comunicaciones públicas para asegurar el aislamiento masivo de la población. Es decir, el futuro que será una secuencia más o menos larga, pero más que eso, estará seguramente muy caracterizado por discusiones sobre la naturaleza del trabajo, de la producción, de la vida en común y del puesto del orden biológico en las decisiones generales sobre la política y la ética. Esta última tomada como forma última del juicio sobre el mundo social.
Presupongo entonces que estas cuestiones significan, en todos los casos, instancias de discusión colectiva que deberán contar con la participación de distintos impulsos organizativos. Desde luego, grupos de acción diversos tratarán estos y otros temas por simple promoción autónoma, pero indudablemente, la Universidad, las instituciones científicas estatales o privadas y el conjunto de los núcleos del sistema educativo nacional deben verse involucrados. Como son niveles diferentes, en casi todos los casos, de la específica vida estatal, la participación del Estado en estos ámbitos de discusión -los llamaré provisoriamente ámbitos de encuentro de ideas operativas de urgencia, aeiou-, debería tener la elasticidad de proveer más espacios físicos que financiamiento, más estímulos para la publicitación de eventos que disponerles sobre el hilo temático fijo, más vocación de introducirse él mismo en una nueva alfabetización ético-política que coordinar los debates.
El Estado debe estar en todas y en ninguna parte de un evento de estas características, pues es su oportunidad de recrearse y de decir al mismo tiempo que puede influir sobre cualquier tema siempre que los temas más inesperados influyan sobre él. Es un modo, entre otros, de rehacer la lengua pública estatal, diluyéndola en una vastísima comunidad de hablantes para reconstituirla luego de otro modo y con su potencialidad acrecentada en la medida que se compone ahora en la potencialidad de lo que antes estaba a la intemperie. Pero ahora el Estado que lo recoge no es sólo un refiguro inmune sino otra forma eficaz y productiva de la intemperie.
En primer lugar, es preciso observar con más detenimiento las cuestiones novedosas que se presentaron durante la experiencia de la gran reclusión. Abundaron las paradojas que es necesario desentrañar. Los llamados al cuidado y a la solidaridad convivieron con la desconfianza y el miedo. La aceptación de discusiones rigurosas por parte de los planificadores estatales del aislamiento se respetó con muy pocas excepciones, pero la expresividad que tuvieron recorrió varias instancias según los sectores sociales donde se protagonizó la experiencia. Por el hecho de cantar en los balcones, el empleo del streaming , el uso de tecnologías celulares de teleconferencias, el ámbito domiciliario, el domus , mostró la necesidad de expresarse fuera de sus paredes y con ella, instituía la necesidad de ciudad.
La necesidad de ciudad es un reclamo permanente no siempre bien satisfecho. Las ciudades amuralladas feudales han dado paso a megalópolis que son marcas del habitar técnico sobre amplios territorios, pero se refeudalizan continuamente con signos de clase social y segmentaciones distritales que producen una plusvalía que diseña artificiosamente espacios urbanos con criterios de diferenciación trazados por grandes fuerzas económicas que dominan la renta urbana y el lenguaje de los símbolos de una estratificación escénica. Es el “sistema de la moda”, como alguna vez se lo llamó, que se ubica como simbología consumista del capitalismo financiero, tipifica la banalización de las ciudades. La ciudad futura entraña un nuevo trazo de debates arquitectónico habitacionales, desligados del capitalismo inmobiliario y la feudalización de la ciudad.
El conocimiento y la educación serán un campo de proliferación de discusiones que hay que recoger y estimular. Pues también este paréntesis selectivo de las fuerzas del trabajo -servicios esenciales trabajan, pero por el momento no industrias no vinculadas con ellos, y tampoco la educación-, ha permitido que se realizasen distintas experiencias vinculadas al aprendizaje, en especial, las sustitutivas de las clases presenciales. Hace décadas, la idea de la presencia se ha debilitado, no en los espectáculos teatrales, pero sí en los ambientes de enseñanza filosófica bajo el dominio de llamado deconstruccionismo. Puede observarse que, desde hace décadas, esas filosofías consideran la voz como un soliloquio ficcional que crea una ilusión del yo.
La crítica a la llamada “metafísica de la presencia“. Esta osada proposición dio paso a hacer de la identidad una falsa construcción de una voz intimista, que sólo se acredita a través de un ilusorio sustancialismo. Corresponde entonces pensar que cada acto, situación o acontecimiento que implica una afirmación yoica, debe contrastarse con que el significado nunca se completa en forma directa y trasparente, uno que se obtiene justamente rechazando esa presencia metafísica, mera síntesis de ahora, cuando es en verdad una acción permanente diferida que se convierte en mera huella de posibles futuros y pasados lineales entre sí. Si describimos bien esta situación, es necesario ahora llamar la atención sobre la acción de las máquinas llamadas de teletrabajo o de acumulación de datos en una inteligencia central sobre un individuo deconstruido en sus gustos, sus enfermedades, su temperatura corporal o sus desplazamientos, y el artificio robótico que computa todas esas “variables” que crean sobre un sujeto realmente existente, otros sujetos no solo deconstruidos sino sometido a un orden que ignora.
No pretendo con esta sumaria observación hacer compatible una de las más interesantes filosofías de nuestro tiempo con lo ocurrido con las respuestas a la pandemia, que suponen grados de sustitución momentánea de las relaciones presenciales por instancias provisorias de reemplazo, el trabajo a distancia o el teletrabajo. Esto será motivo de discusión en lo que me refiero al más alto nivel de la condición humana: el ejercicio vital del trabajo, lo que implica un reconocimiento, tanto de una profesión, de una identidad social como de una remuneración adecuada. Reconocimiento es saber que se nos identifica en singular pero que eso escapa siempre a nuestra capacidad profunda de valorar.
Esto implica una racionalidad crítica, es decir, la posibilidad de elegir la presencia en el ámbito laboral como una elección superior respecto a las metodologías digitales del trabajo. Si esta se impusiera, sería una cosmovisión y no solo un método lo que surgiría como resultado de una revolución evidente en la relación del tiempo de trabajo y la ontología de la presencia que este supone. Habrá mediación de máquinas y computadoras, pero no se quiebra el ámbito social heredado, los contornos productivos diferenciados de los territorios hogareños (con distintos tipos de heterogeneidad respecto a las “aplicaciones” electrónicas que lo comunican con la una supuesta inmediatez de servicios para adquisición de bienes).
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