“¡Ahora vuelves al trabajo!”, se obligó.
Al cabo de media hora llegó el tercero, pero no cedió. Trabajó más, hasta alcanzar la sensación de que los mareos estaban ya superados.
Siempre pensó que ese tipo de pequeñas muertes se produce cíclicamente a lo largo de la vida, asociadas a la vieja máxima de morir para nacer de nuevo, que procede de los más remotos parajes de la historia de las religiones.
YA ÉL LO HABÍA EXPERIMENTADOvarias veces en el camino de su vida: las tenebrosas noches del niño que pensaba en el Hêr Jesús que se llevaba a los hombres a la tumba; su caída en la rejilla que daba a la cascada del Rin en la que estuvo a punto de perecer ahogado cuando paseaba con la criada:
“Mi madre me contó que una vez fui con la sirvienta a Neuhausen por el puente sobre la cascada del Rin, caí de repente y mi pierna resbaló bajo la barandilla. La muchacha pudo aún agarrarme y sacarme a rastras. Estas circunstancias indican un impulso suicida inconsciente, relativo a una fatal aversión a la vida en este mundo”.
Después de algunas semanas volvió a la escuela y allí no experimentó mareo alguno. El encanto había desaparecido, era él mismo quien había embrollado la historia. El compañero que lo empujó no había sido más que un instrumento de su arreglo diabólico, de su primera cita con la neurosis, su secreto, su fracaso; el que lo llevó al vigor de la verdad y al respeto por ella.
A partir de entonces se levantaba a las cinco para trabajar, y a veces trabajaba desde las tres de la mañana hasta las siete, antes de irse a la escuela. La naturaleza le parecía llena de milagros en los que quería profundizar. Cada piedra, cada planta, todo se ofrecía animado e indescriptible.
Entonces ahondó en la naturaleza.
Y ERA MUY NIÑO AÚN, todavía no había nacido Trudy, su hermana, cuando se las arreglaba para jugar en solitario. Frente a la pared del jardín, en la pendiente, había una piedra empotrada que destacaba un poco. Muy a menudo, cuando estaba solo, el niño Carl se sentaba sobre ella e iniciaba el siguiente juego:
“Yo estoy sentado sobre esta piedra. Estoy encima y ella está debajo”.
Pero la piedra también podía decir:
“Estoy aquí en esta pendiente, y él está sentado sobre mí”.
Entonces surgía la pregunta:
“¿Soy yo el que está sentado sobre la piedra, o soy la piedra sobre la cual él está sentado?”.
Y, dudando de sí mismo, se levantaba, cavilando acerca de quién era quién.
De los siete a los nueve años le gustaba jugar con el fuego. En el jardín había una pared integrada por grandes bloques de piedra cuyos intersticios formaban cavernas. En ellas procuraba mantener un fuego que debía arder siempre. Él y los niños que le ayudaban empleaban todas sus fuerzas en recoger la leña necesaria para avivarlo.
“Pero solo mi fuego permanecía vivo y poseía un deje inconfundible de santidad”.
Una mañana soleada de fin de año se encaminó hacia las playas del río, después de la celebración del día de Navidad, cuyo árbol le había deparado la caja de acuarelas en la que iba pensando, mientras en la mente sonaba la canción “Este es el día que hizo Dios…”, que tanto le había gustado porque, al cantarla, podía sentir que el paraíso era también la cascada del Rin, resonando todo el tiempo. La vida era el rumor de las aguas que se precipitaban y el edén estaba en las nieves lejanas de los Alpes, tanto como en los guijarros lisos de las playas del río.
“Este es el día que hizo Dios…”, iba cantando mentalmente, y quería seleccionar unos guijarros para pintarlos de rosado y blanco. Púrpura, rojo y azul cobalto.
Había dibujado un hombre de unos seis centímetros para acostarlo en la caja amarilla que usaba para guardar las plumas caligráficas. Un hombrecillo con sombrero, levita y zapatos negros. Ya tenía cama en el plumero en el que también había un pequeño castillo. Lo había pintado con tinta china en un extremo de la regla y lo había recortado para guardarlo, e incluso le había hecho un abrigo con un trozo de lana y ahora iría a buscarle compañía entre los guijarros.
“A escondidas llevé la caja con el hombrecito al piso de arriba (prohibido porque las tablas del suelo estaban apolilladas, y por eso eran frágiles y peligrosas) y lo oculté colocándolo sobre una de las vigas del techo. Al hacerlo, experimenté una gran satisfacción, pues nadie podría verlo. Yo sabía que en aquel lugar ningún ser humano sería capaz de hallarlo. Me sentí seguro; el inquietante sentimiento de hallarme en conflicto conmigo mismo había sido eliminado”.
EN LAS SITUACIONES DIFÍCILES, cuando su sensibilidad había sido herida, o cuando la irritabilidad de su padre o la enfermedad de su madre, Emilie Jung-Preiswerk, lo agobiaban, pensaba en el hombrecillo escondido y en su piedra lisa y pintada.
De vez en cuando subía al altillo en secreto. Trepaba a la viga, abría el estuche y contemplaba al hombrecillo y a la piedra. Dejaba, además, un pequeño rollo de papel en el que había escrito algo. También esa escritura era secreta, inventada por él; las cartas significaban para el hombrecillo una especie de biblioteca.
Ese fue un primer intento de dar forma a lo secreto.
“Siempre esperaba que se podría encontrar algo, quizás en la naturaleza, que diera la clave o me mostrara dónde o qué era lo secreto. Entonces creció en mí el interés por las plantas, los animales y los minerales. Estaba siempre tratando de descubrir algo enigmático. ¿Qué sucede con lo que está bajo la tierra?”.
ESE EPISODIO CONSTITUYÓla culminación y el final de su infancia:
“Duró aproximadamente un año. Luego olvidé por completo este acontecimiento hasta los treinta y cinco años. Entonces, de las nieblas de la infancia resurgió este recuerdo con claridad diáfana cuando, ocupándome en preparar mi libro Wandlungen una Symbole der Libido ( Transformaciones y símbolos de la libido ), leí acerca del ‘Cache’ [Un tipo de escondrijo], de piedras conmemorativas en Arlesheim y de los churingas australianos.
Descubrí de pronto que me hacía una imagen perfectamente concreta de una tal piedra, aunque nunca la había visto reproducida. En mi imaginación veía una piedra lisa pintada de tal modo que se distinguía una parte superior y otra inferior. Esta imagen me resultaba familiar en cierto modo y entonces recordé un plumier amarillo y un hombrecillo tallado en madera. Era un dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un Telésforo que se encuentra en varias representaciones junto a Esculapio, a quien lee un pergamino. De este recuerdo me vino por vez primera la convicción de que existen elementos anímicos arcaicos que pueden inculcarse en el alma individual sin que procedan de la tradición. Cuando estuve en Inglaterra en 1920 tallé dos figuras parecidas en una rama delgada sin recordar lo más mínimo la experiencia de mi infancia. Una de ellas la hice ampliar en piedra, y esta figura se encuentra en mi jardín de Küsnacht. Solo entonces el inconsciente me inspi ró el nombre. La figura se llamó ‘Atmavictu’ – breath of life . Constituye un desarrollo ulterior de aquel objeto casi sexual de la infancia que se presentaba entonces como el breath of life como un impulso creador. En el fondo todo ello es un Cabir, cubierto con la capa, oculto en la ‘caja’, dotado de un gran acopio de fuerzas vitales, la piedra negra y alargada. Sin embargo, estas son interrelaciones que solo me resultaron claras muchos años después. Cuando era niño, me sucedió del mismo modo como más tarde observé en los indígenas de África: simplemente lo hacen y no saben en absoluto lo que hacen. Solo mucho más tarde se medita sobre ello”.
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