—¿Qué te pasa, María? ¿Te sientes mal?
—¡Me siento perfectamente, gracias! Pero tú, como siempre, solo piensas en tus negocios y no ves lo que se está tramando delante de tus propios ojos.
Su pobre marido la miraba confuso y boquiabierto. Sospechaba que María fuera a contarle el último escándalo de la vecindad. Suspiró profundamente y con su habitual paciencia y ternura invitó a su mujer a contarle su aflicción. Pero María apenas podía hablar debido a la emoción. Empezó a sollozar y a quejarse de tal manera que Paolo tocó el timbre para pedir que le trajeran una tila calmante. Su mujer tardó en serenarse y al fin pudo contarle su dolor.
—Se trata de Antonio —comenzó diciendo.
—¡Que yo sepa, nuestro hijo goza de buena salud y no podemos quejarnos de nada! —espetó él, empezando a perder la paciencia.
—Serás tú el único que no sabe que Antonio está locamente enamorado de una joven frívola y que de un momento a otro va a pedir su mano? Hay que hacer algo para impedir esa tragedia.
Como siempre, Paolo tuvo que reflexionar un poco antes de contestar.
—Estoy seguro —empezó diciendo con su tono imperturbable—, de que primero consultará con nosotros antes de tomar una decisión tan importante. —Y con una sonrisa que reflejaba su comprensión hacia el carácter de María, añadió—: Me imagino que ya habrás intentado poner toda clase de trabas e impedimentos para disuadir a Antonio de sus propósitos.
María tuvo que asentir, aunque con cierta mala conciencia.
—¿Y has hablado con él sobre el tema?
—No —contestó la pobre María ruborizada y sintiéndose totalmente incomprendida—. En Malta los padres siempre organizan los matrimonios de sus hijos, consultando con ellos, por supuesto…
—¡María! —tuvo que interrumpirla Paolo—. ¿Será que estamos haciéndonos viejos y que ya no recuerdas que nosotros nos conocimos en un parque?
Estos recuerdos tan lejanos y tiernos ayudaron a romper la tensión creada y ambos terminaron riendo y abrazándose. Así, Paolo Ellul acabó consolando a María y prometiéndole que hablaría con Antonio sin más tardar.
A pesar de su gusto por la aventura, Antonio tenía toda la seriedad de su padre y, además, la virtud de saber sacar provecho de las circunstancias. Sabía que su madre estaba intentando disuadirle de sus propósitos y que no lo había conseguido. Así, el paso siguiente sería contárselo a su padre. Antonio adoraba a su madre, pero sabía que ella se alteraba con facilidad y que no había manera de razonar con ella. Su padre, al contrario, era mucho más perspicaz, y viviendo, como muchos, en su pequeño mundo de negocios, con poco tiempo para otras cosas. Antonio siempre se había entendido bien con él.
Paolo era un hombre de pocas palabras, con una mente abierta, buscando encontrar siempre la mejor solución a los numerosos problemas con que se había enfrentado en su propio país y después en el extranjero, donde todas las buenas oportunidades tenían también un revés. En Constantinopla, el gran desafío había sido aprender a convivir con distintas culturas y nacionalidades. Además, hacer negocios en un entorno políticamente tan inestable y cambiante le había enseñado a ser comedido, paciente, tolerante y flexible. Prácticamente cada semana le esperaba un nuevo desafío, que podía llevarle a él y a su propia familia al triunfo o al desastre.
María intuía su difícil situación y era, además, juiciosa administradora de la fortuna que iban acumulando. Hasta entonces, ellos se habían conformado con una casa cómoda, pero sin grandes pretensiones. Sin embargo, tenían el gran proyecto, después de casar a Antonio, de trasladarse a vivir a un nuevo barrio más espacioso y tranquilo, con magníficas vistas sobre el Mármara.
Moda era el nombre del anhelado barrio que prometía convertirse en el futuro en la zona de residencia de los extranjeros. De hecho, ya habían visitado varias parcelas donde iban a construirse nuevas casas mansiones y habían reservado una de ellas en Badem Sokak.
Fiel a su promesa, Paolo Ellul esperó al día siguiente a que los empleados se marcharan de su oficina antes de hablar con Antonio. Como siempre, su hijo había cumplido su jornada de trabajo y tenía prisa por escaparse.
—Pero ¿qué prisas son estas? —dijo el padre con una gran sonrisa y los ojos brillantes—. Ven aquí, a sentarte un poco conmigo.
—Pero… —interpuso Antonio.
—Ya sé que tienes una cita, por eso no te entretendré mucho.
Antonio asintió y, sabiendo lo que le esperaba, sintió un gran alivio.
—Últimamente, parece que estás muy ocupado y tienes a tu pobre madre desesperada. Has conocido a una joven que no parecer ser el modelo de futura esposa, y eso es lo que nos preocupa a los dos. Sabes que nuestros negocios y nuestro oficio son difíciles y no exentos de cierto peligro. Escoger una buena esposa es indispensable, una mujer dispuesta a afrontar dificultades, vivir en un país que no es el nuestro y criar a sus hijos para un futuro que probablemente sea más difícil de lo que hemos conocido hasta ahora. Preveo que no siempre habrá tantas oportunidades de ganar dinero y seguramente tendremos que acostumbrarnos a una vida más modesta. Puede incluso que tengamos que volver a Malta. Por un lado, las autoridades otomanas nos acogen porque carecen de especialistas con la experiencia necesaria, pero por otro, sigue habiendo restricciones y discriminaciones contra los extranjeros y los no musulmanes—. Se paró un instante.
— Este fenómeno —añadió—, no tiene nada de sorprendente. El país está dividido en grupos que quieren promover el cambio, la modernización y la centralización, y en otros que luchan por lo contrario. Y todo esto en un momento en que el Imperio Otomano está sufriendo cada vez más pérdidas, mientras que las potencias extranjeras vigilan cada uno de sus movimientos, ávidas de nuevas conquistas y de la extensión de sus zonas de influencia político-económica. Por eso repito, Antonio, reflexiona a fondo antes de cometer un grave error.
Mientras su padre hablaba, Antonio había mantenido un respetuoso silencio, sopesando las posibilidades de convencerle. Para tratarse de un joven de 25 años, Antonio era notablemente maduro y comedido. Pese a ello, también tenía cierta inclinación hacia lo original, lo picante, lo novedoso, adjetivos que resumían suficientemente bien el carácter tan atractivo de Argentine Crivillier. Él había decidido dar un toque italiano al nombre de su amada, llamándola Argento, algo que encantó a la joven. Así empezó Antonio la introducción y defensa de su musa:
—Argento Crivillier es una mujer de mundo, ha recibido una educación impecable en la escuela francesa de Nôtre Dame de Sion, de la que tú siempre has dicho que era la mejor escuela para niñas. Habla inglés e italiano, toca el piano y sabe cantar, frecuenta la mejor sociedad, se interesa por la política y la lectura, llena sus tardes con tertulias literarias…
—¡Magnífico! —le interrumpió su padre—. Pero, precisamente, una persona con tantos dones e intereses, ¿cómo va a formar parte de una familia como la nuestra y contentarse con ser solo la esposa de un rescatador de barcos que, además, por su trabajo, a veces tiene que ausentarse del hogar durante largos periodos con el peligro siempre presente de, algún día, morir en el mar durante una de sus expediciones?
Antonio, alegrándose de este nuevo derrotero que le ofrecía su padre, continuó su explicación con un entusiasmo in crescendo.
—Argento y yo hemos hablado de todos estos temas. A primera vista ella da la impresión de ser frívola y superficial, pero eso se debe a que su actual estilo de vida la llena de aburrimiento. Está harta de todos los jóvenes admiradores que la rodean, de tantas recepciones y obligaciones sociales como le impone su familia. Por eso hemos congeniado. Las escasas veces que he podido acercarme a ella hemos terminado criticando la vida superficial. Ella se ha enamorado de mí precisamente porque ve que pertenezco a otro mundo, el de la lucha de todos los días. Además, le encantan las familias numerosas y poder llevar una vida normal.
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