Por lo tanto, se sabe que Paolo Ellul había terminado aceptando la invitación del Gobierno británico para trasladarse a Constantinopla y pasar al servicio del sultán con el fin de llevar a cabo obras portuarias y misiones de rescate sobre barcos hundidos en el mar de Mármara y el Mar Negro. Paolo había sucumbido así a la tentación de nuevos horizontes intentando olvidar la situación tan precaria por la que entonces atravesaba el Imperio Otomano, en definitiva, a la tentación de un futuro poco menos que deslumbrante pero tampoco exento de incertidumbres. El 4 de julio de 1854 Paolo se presentaba en la Embajada de Su Majestad Británica en Constantinopla, y el salvoconducto antes mencionado fue nuevamente registrado en dicha embajada el 16 de enero de 1854.Volvamos un momento al trascendental viaje de Malta a Constantinopla. La suerte estaba echada, pero Paolo sentía, sin duda, un fuerte apego hacia Malta, de la que nunca se había separado excepto para ir a Italia como estudiante, y por eso aquel viaje transcurrió con tristeza. Tras la pérdida de su segundo hijo y el consiguiente dolor, a duras penas la familia pudo convencer a María para que siguiera a su marido. Durante el trayecto encontraron mal tiempo, así como varias tormentas repentinas que reforzaron las premoniciones de María. El matrimonio iba acompañado por su único hijo, Antonio, de espíritu explorador y aventurero, como todos los niños de su edad. El peligro de lo nuevo, lejos de despertarle aprensión, le fascinaba. Mientras, tanto Paolo como María tenían la fuerte sensación de estar viviendo una especie de pesadilla de la que ambos deseaban despertar y encontrarse a salvo en su casa. Hubo una tormenta tras otra. Los pocos pasajeros estaban casi todos enfermos y postrados y los que se valían por sí mismos intentaban ayudar a los demás.
Entre estos últimos se encontraba Paolo, acostumbrado desde joven a navegar y trabajar en el mar. Temía por la frágil salud de María y se arrepentía de haber emprendido un viaje tan arriesgado. Ella, a pesar de sentirse mal, era de espíritu fuerte e intentaba poner buena cara al mal tiempo.
—Pronto llegaremos a nuestro destino, querido. Dicen que Constantinopla tiene un clima muy sano. Allí me podré reponer. —Una leve sonrisa se dibujaba en su cara delgada, con profundas ojeras alrededor de unos ojos que tenían un brillo extraño. Él estaba a su lado, intentando aliviarla todo lo posible y profundamente preocupado por lo que podría ocurrirles en tierras desconocidas.
El mal tiempo cambió una vez hubieron entrado en el mar de Mármara, donde ante sus ojos comenzaron a revelarse paisajes de singular belleza. Tan acostumbrados a los campos secos y áridos de su querida isla, quedaron maravillados al distinguir a lo lejos bosques frondosos contra un horizonte de montes bajos recubiertos de la más variada vegetación.
Su barco llegó al anochecer a Constantinopla, cuando las siluetas de las mezquitas y sus minaretes contrastan suavemente contra un cielo límpido e inyectado de mil matices de rojo, naranja y amarillo. Todo aquello les pareció una visión fantástica, un velo delicadamente teñido y colgado del cielo como una aparición exquisita a punto de desvanecerse en un instante. Milagrosamente, ¡todo era real, sobrecogedor! De repente, el hechizo de aquella ciudad de ensueño que se acercaba borró el recuerdo de todas sus últimas tribulaciones.
Paolo Ellul se había hecho amigo del capitán del barco. Este iba ahora indicándole los monumentos más señalados de la antigua capital de Bizancio. Estaban pasando al lado de una minúscula isla con una casa construida sobre ella.
—¿Para qué servirá esta casa en medio del mar? —tuvo que preguntar Paolo.
—¡Ah, la Torre de Leandro! —suspiró el capitán—. Tiene una larga y confusa historia. Fue construida durante el reinado de Ahmet III. Se supone que era el lugar donde antes se levantaba una fortaleza bizantina de los tiempos del emperador Manuel Comneno, que a su vez sustituyó a una torre construida en el mar en el año 410 a. C. por el famoso comandante ateniense Alcibíades. Ahora dicen que podría utilizarse como faro. En realidad, es un extraño recuerdo de un hombre todopoderoso que quiso oponerse al destino y de cómo fracasó. Del destino non se fugere —terminó diciendo el capitán, citando un conocido dicho italiano.
Los conocimientos históricos del capitán sorprendieron y agradaron a Paolo, que se quedó reflexionando en silencio mientras María se agarraba a su brazo con más fuerza que nunca, como para escapar de los malos espíritus que todavía parecían rondar por la Torre de Leandro.
El pequeño Antonio había vivido el viaje de Malta hasta Constantinopla como una fascinante aventura. Era inteligente e intrépido, causando no pocos disgustos a su madre. Ella hubiera querido que se quedara sentado al lado de su cama durante los largos días de tormenta, cuando se había sentido tan enferma, pero él tenía el don de desaparecer de pronto en busca de nuevas experiencias. Cuando por fin su padre le encontraba, el chico le contaba con tanto entusiasmo sus descubrimientos que se sentía incapaz de castigarle. En vano María reclamaba más disciplina. Sin embargo, Antonio conocía a su madre. En lugar de justificarse, corría a abrazarla y en ese momento ella lo olvidaba todo. Los tres se miraban sonriendo, felices.
Paolo y su esposa pusieron pie en tierra, apoyándose el uno al otro como si intentaran darse mutua protección en este nuevo mundo. Les resultaba difícil sentirse felices a pesar del entusiasmo e impetuosidad que mostraba el pequeño Antonio. Fueron acogidos por un representante de la Embajada de Su Majestad Británica, quien llevaba instrucciones sobre el lugar en el que serían alojados provisionalmente y todas las formalidades que había que cumplir.
El ambiente cosmopolita de Constantinopla les había llenado de ilusión. La pareja no tardó en organizar su casa e incluso en rodearse de nuevas amistades, mientras que Antonio se encontró en una de las mejores escuelas privadas, donde se prepararía para un futuro prometedor.
Constantinopla rebosaba de ciudadanos extranjeros: además de malteses, griegos, italianos, rusos y, sobre todo, franceses e ingleses, entre otros. Ciudad universal donde las hubiera, el gran esplendor de Constantinopla apenas reflejaba la pobreza de los campesinos y de los pueblos circundantes que todavía formaban parte del Imperio Otomano.
El ritmo de vida era vertiginoso y Paolo Ellul encontraba oportunidades de oro para hacer negocios. Su familia fue haciéndose paulatinamente más acomodada. María, fortalecida por el buen clima y con su vivacidad habitual, había sabido rodearse de otras damas maltesas que, obviamente, conocían Constantinopla mucho mejor que ella, mujeres que además le abrían todos sus pequeños secretos, como dónde encontrar las mejores telas, sobre todo sedas de la más fina calidad traídas de Asia, las mejores modistas, las mejores escuelas para su hijo, los acontecimientos sociales a los que no debía faltar y un sinfín de recomendaciones y menudencias que terminaban por dar un toque especial a la muy placentera vida de los extranjeros en aquella época.
Aunque ocupado intensamente en sus nuevas actividades, Paolo no dejaba de interesarse en la política. Si bien a cierta distancia, estaba atento a los cambios que venían produciéndose. Ávido lector de historia, aprendió que Mahmud II había muerto en 1839 tras haber establecido «la respetabilidad del cambio»; y que ya en 1828 el turbante había sido reemplazado por el fez.
Continuando en la misma línea, sus hijos habían comenzado —entre los años 1839 y 1876— a promulgar una serie de reformas llamadas Tanzimat. El Tanzimat, que significaba «reorganización», fue emprendido por Abdul Medjid como continuación de las reformas iniciadas por su padre, Mahmud II. Tenían que ver con la seguridad ciudadana en los núcleos urbanos, el reclutamiento del ejército, la centralización del poder y el código penal. Abdul Medjid había prometido, además, una justicia libre de corrupción e igualdad para todos. Se llegó así a prometer igualdad para los súbditos cristianos, aunque no siempre se logró llevarla a la práctica. Ya en 1839 se habían adoptado los principios de libertad individual, libertad contra la opresión, igualdad ante la ley, así como los derechos de los cristianos.
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