Por un lado, se trataba de concesiones a las potencias europeas, que no dejaban de ejercer una fuerte presión y, por otro, había que preservar lo que quedaba del Imperio Otomano movilizando todos sus recursos a favor de la modernización.
Por citar algunos ejemplos, la educación nunca había sido responsabilidad del Estado, sino de los Millets y Ulamia, que controlaban la formación de los musulmanes. En 1846 el Estado había empezado a hacerse cargo de la educación y en 1869 declaraba la gratuidad y obligatoriedad de la educación primaria. El progreso, aunque lento, esbozaba el desarrollo de un sistema secular. Las ideas avanzadas del sultán se reflejaban no solo en sus reformas, sino también en su vida personal, lo que no dejaba de inquietar a los círculos conservadores del islam, que desaprobaban su apertura de espíritu. Últimamente, el sultán había descubierto que una de sus mujeres se había enamorado de otro. En lugar de seguir la costumbre de ordenar que la encerraran en un saco y la tiraran al Bósforo, la permitió casarse con su amado y además le dio una dote, hecho inédito en la historia de los otomanos o incluso en la de los monarcas europeos.
Paolo iba así averiguando que todo lo que le había contado Sir William Reid era verdad. Entonces ¿por qué el Imperio Otomano estaba en peligro? Esa era la duda que no dejaba de torturarle.
Con 9 años de edad a su llegada a Constantinopla, el joven Antonio Ellul, hijo de Paolo, había conocido ese mundo repleto de cambios paulatinos y significativos. Sus recuerdos de la querida Malta se hacían cada vez más lejanos y, por ello, borrosos, aunque la comunidad maltesa en Constantinopla, además de formar una piña, seguía una vida anclada en las costumbres y tradiciones traídas de su isla, una herencia cultural que era aún más valorada por el hecho de que les permitía preservar su identidad en lo que era un auténtico hervidero de razas.
Ya habían pasado diez, quince y veinte años. No se sabe en cuál de las escuelas extranjeras de las que entonces existían cursó el joven Antonio Ellul sus estudios, pero muy probablemente lo hizo en una de las mejores y más religiosas. Por su condición de hijo único hubo de ser introducido de forma temprana en la empresa de su padre. Tras haber conseguido notable éxito en los negocios y una sólida fama como profesional durante los veinte años transcurridos desde su llegada a Constantinopla, Paolo Ellul deseaba ahora asegurar el futuro de su hijo, que parecía prometedor. Y mientras que el padre se afanaba en situar bien al hijo, María, su madre, pensaba que ya iba siendo hora de casarle y asegurar, así, una buena hornada de nietos, pero ante todo una compañera que pudiera servir de apoyo a su hijo en cada momento. A pesar de sus esfuerzos, ninguna de las jóvenes elegidas por María era del gusto de Antonio, aquel joven intrépido que todavía guardaba algo de la rebeldía de su infancia y adolescencia.
El tiempo no pasaba en balde y Antonio pronto podría compartir el mando de los negocios familiares. Lo más importante ya se había conseguido: abrirse camino en la cosmopolita ciudad de Constantinopla y establecer una empresa que llevaba el nombre Ellul, cuya fama no dejaba de crecer. Las relaciones eran de máxima importancia. Paolo no solo había sido introducido en los círculos comerciales de distintas naciones, sino que había logrado mantener y fortalecer sus contactos con el sultán y las autoridades otomanas. Sus oficinas estaban cerca del centro comercial de la Torre de Gálata y lindaban con el puerto. Esta parte más oriental de la ciudad estaba enlazada por barcos a la parte occidental, donde se encontraba Santa Sofía, la mezquita del sultán Ahmet, el célebre bazar y el mercado egipcio de especias. El lado occidental era más antiguo, mientras el lado oriental era más moderno y en plena expansión. Muy previsor, Paolo prefirió establecer su empresa en pleno centro de los negocios y dejar todo bien preparado para cuando Antonio tomara el relevo a su debido tiempo.
Los Ellul formaban parte de la pequeña comunidad maltesa, que se relacionaba a través de los negocios y también por la iglesia de Saint Esprit (Espíritu Santo), situada en el elegante barrio de Harbiyé, iglesia que con el tiempo fue declarada catedral y que actualmente sigue siendo una pequeña joya de estilo neoclásico. Hoy se accede a ella a través de un patio y tras un muro que parece haber sido construido con el fin de hacerla algo menos visible y proporcionarle así una mayor protección. A apenas unos cuatrocientos metros se encuentra la conocida Plaza Taksim y, tras ella, la iglesia griega ortodoxa. Estos monumentos dominan la mitad oriental de Estambul, en lo alto de unos cerros ondulantes que en aquellos tiempos serían tan exóticos como jardines botánicos, frondosos y sombreados. Siendo un barrio selecto, en él se hallaban escasas viviendas, todas ellas de dos plantas y predominantemente de madera, con grandes ventanales colgantes arriba, según el estilo típico que se ha intentado restaurar e imitar a finales del siglo xx, como, por ejemplo, detrás de la mezquita del sultán Ahmet.
Vista general desde el puente de Gálata y su barrio
Volvamos brevemente a Malta, exactamente a la ciudad de Senglia, donde el 29 de octubre de 1865 se celebró la boda de Giuseppe Infante y Concetta Can, ambos de familias acomodadas y con muchos lazos con las autoridades británicas que gobiernan la isla. Los Infante habían llegado de Italia a Malta unos siglos antes y se habían especializado en la construcción de barcos. En las tertulias de los altos cargos se decía que todavía se necesitaban ingenieros navales en la región del Bósforo y, muy probablemente, gracias a algún salvoconducto parecido al que le fue concedido a Paolo Ellul unos cuantos años antes, los recién casados Giuseppe y Concetta Infante llegaron a Constantinopla, llevando con ellos una parte de su fortuna para iniciar nuevos negocios.
Al llegar, era natural que se instalaran en una mansión en Harbiyé, en una calle cercana a la iglesia de Saint Esprit, que iban a ocupar durante muchos años. Al frecuentar la colonia maltesa llegaron a conocer y hacerse íntimos amigos de los Ellul. Pese a la diferencia de edad entre las dos mujeres, María Ellul se hizo compañera asidua de la joven Concetta Infante, quien se encontraba embarazada de su primer hijo. Y después de este primer hijo, vendrían el segundo, el tercero y el cuarto.
En esta misma época, el joven Antonio Ellul se había enamorado de una francesa, quien, según su madre, tenía todos los defectos. Una de esas mariposas sociales con un encanto que no llegaba a ser belleza, que no se perdía una sola fiesta o baile, ávida lectora de los novelistas románticos y a quien, en ocasiones, se la veía fumar cigarrillos en público… En resumen, una joven atrevida y escandalosa para aquellos tiempos.
Por mucho que María se esforzaba en concertar encuentros entre su hijo y otras jóvenes más recomendables, él tenía cada vez más interés por la joven Argentine Crivillier. Afortunadamente para Antonio, Argentine mostraba por primera vez cierta preferencia por el joven maltés, aunque no podía evitar pensar que su familia era demasiado anticuada, conservadora y religiosa. Le preocupaba, sobre todo, María Ellul, presintiendo que esta se opondría a su relación con Antonio. Paolo Ellul, trabajador infatigable, empezaba a sentir el peso de los años. Paulatinamente había ido delegando cada vez más responsabilidades en su único hijo, en su único heredero. Hacía ya algún tiempo que el propio Paolo se había percatado de las miradas ausentes y soñadoras de Antonio. María, claro, no tardó en ponerle al corriente, esperando además el respaldo de su esposo contra tal nueva aventura. Ella había meditado sobre el asunto mucho antes de comentárselo y, por fin, una noche después de la cena, sentados en el salón, rompió el silencio con un «¡Paolo!» tan cargado de urgencia y de nerviosismo que el habitualmente imperturbable marido dejó caer su periódico y la miró extrañado.
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