Vivian Idreos Ellul - Los últimos hijos de Constantinopla

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Basada en hechos reales, es la odisea de la familia Ellul que emigra desde Malta en 1854 a Constantinopla, donde asiste a las últimas convulsiones de la caída del Imperio Otomano y la llegada de Ataturk, hasta que finalmente en 1941 durante la segunda guerra mundial se ve obligada a abandonar su hogar, iniciando así un periplo que la llevará a la diáspora en un relato sorprendentemente actual.Son los nacionalismos, la xenofobia, la limpieza étnica, la desigualdad de género, la ruina material y moral que, por conveniencias de los poderes del momento, llegan a convertir a inocentes seres humanos en víctimas desprovistas de la más mínima dignidad. sin papeles ni identidad.Se trata de una entrañable novela, de un relato profundamente humano y de un documento histórico imprescindible para entender el drama humanitario que actualmente podemos presenciar en el Mediterráneo.

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Entre peñones de rocas gigantescas, divididas por fallas, brotaban algunas fuentes rodeadas de escasas extensiones de tierra milagrosamente fértil, con pequeñas huertas que producían excelentes hortalizas y frutos. Estas visiones, algo más tranquilizadoras, ayudaban a Paolo Ellul a recuperar su optimismo. Además, el año 1845 había sido más lluvioso que los anteriores. Paolo recordaba cómo su abuelo le había contado que a comienzos del siglo xviii no era infrecuente que el Gran Maestre de la Orden de San Juan pidiera rogativas para la llegada de las lluvias.

—Dios no nos olvida del todo —suspiró Paolo. Muy aficionado al estudio de la Antigüedad, conocía a fondo la larga historia de Malta, que se remontaba a 5.000 años a. C. Sus primeros habitantes, que habían llegado de Sicilia, eran agricultores neolíticos que trajeron con ellos conocimientos sobre la agricultura y comenzaron a modificar las islas, que entonces estaban recubiertas de bosques. «Nos dejaron más cerámicas que árboles». Paolo no podía evitar ser cínico. Pese a todo, se resistía a la idea, incipiente, de tener que abandonar tan inhóspita tierra. Todavía recordaba con la fascinación de un niño las veces que sus padres le habían llevado a Zebbug para contemplar los restos de los templos, y especialmente los de Tarxien, que eran la culminación de una evolución cultural que aún hoy no se sabe si fue debida a la influencia local o importada de otro lugar, y que tuvo su inicio aproximadamente en el año 4.100 a. C.

Tarxien estaba muy cercana a Cospicua y Paolo encontraba siempre algún pretexto para convencer a sus padres de organizar una pequeña excursión a las ruinas o al museo para ver las esculturas de las «mujeres gordas» que en su tiempo se encontraban en los templos, en cámaras donde seguramente los sacerdotes hacían el oráculo. «Qué lástima no disponer de tiempo y tranquilidad para seguir mis estudios de arqueología», pensó Paolo con cierta nostalgia. Su familia, mucho más pragmática y pegada a la tierra, consideraba esta afición suya una pura extravagancia. Por lo tanto, necesitó de un carácter fuerte y resuelto para seguir investigando en su escaso tiempo libre. También era su manera de escapar de la realidad y buscar refresco antes de reemprender la lucha de todos los días.

Un timbre le arrancó de sus pensamientos. Era la hora del almuerzo. Durante la comida, servida en una sala adornada de muebles antiguos, preciosos relojes y un magnífico candelabro, su esposa le informó detalladamente de las telas y lanas compradas para hacer la ropa del futuro bebé. Él la escuchaba divertido y en parte contagiado por su entusiasmo.

En el fondo, Paolo estaba ausente pensando en la entrevista que su suegro había concertado para él con el gobernador de Malta, Richard More O’Ferral. Su suegro, por su condición de arquitecto y por su interés por los temas locales, había llegado a establecer muy buenas relaciones con las autoridades británicas. Cuando sugirió por primera vez que Paolo fuese a ver a O’Ferral, el joven Ellul se negó. Para él, los ingleses eran los nuevos ocupantes de Malta. Evidentemente, se había dejado influir por los vientos republicanos que soplaban de Italia, y además había hecho muchos amigos entre los refugiados italianos que habían llegado a la isla. Sin embargo, las súplicas continuas de su suegro, quien le veía cada vez más preocupado por la falta de trabajo, acabaron con su resistencia y finalmente la entrevista se había fijado para aquella misma tarde. Ya no podía echarse atrás. El encuentro tendría lugar en la residencia del gobernador y, aunque había sido convocado, tuvo que pasar por varios puntos de control. Paolo estuvo tentado a dar media vuelta y marcharse cuando, después de haberse quedado casi olvidado en una pequeña y lujosa sala de espera, apareció un oficial, quien, tras una inclinación rutinaria y una mirada vacía e indiferente, le condujo finalmente hasta el propio gobernador.

El gobernador se encontraba ocupado escribiendo algo y tardó unos instantes en alzar la mirada. Mientras tanto, Paolo se había entumecido por los nervios y casi no pudo contestar al saludo repentino y cálido que de pronto le dirigió el inglés.

—Su suegro me ha hablado mucho de usted —comenzó diciendo O’Ferral.

—Somos muy amigos, ¿sabe? y, por lo que me ha contado, usted es su yerno preferido entre los seis que ya tiene. ¡Qué numerosas son estas familias maltesas!, ¿verdad? Pero como sigan proliferando así, no va a haber sitio entre tantas rocas. —Y aquí se interrumpió casi bruscamente al darse cuenta de que su sentido del humor no parecía gustar demasiado a su joven invitado.

A Paolo Ellul le parecía inaceptable que se hablara con tanta ligereza de las familias maltesas y de su tierra. En Malta todo podía criticarse excepto sus instituciones más fuertes: la familia y la religión, y por este orden, ya que en ocasiones la religión tenía que inclinarse a favor de la familia. Sin embargo, Paolo supo contenerse.

—Perdóneme, su excelencia, ya sabe usted que aquí queremos mucho a nuestros hijos.

—Está usted perdonado, y además soy yo el que debería pedirle disculpas. Ahora pasemos a temas más serios. Su suegro, mi buen amigo, quiere un porvenir brillante para usted. Y quizá yo pueda ayudar en algo. Como habrá observado últimamente, muchos de sus compatriotas buscan su futuro en otras tierras. Algunos han emigrado a distintas ciudades de Italia, de África del norte, a Alejandría, a Constantinopla —seguía diciendo O’Ferral.

Era cierto que la emigración había sido siempre una constante de la historia de la isla. Malta ya había sido conquistada por los musulmanes en el 870 d. C. Es un período del que se conoce poco, e incluso se sospecha que llegó a quedar completamente deshabitada durante algún tiempo antes de ser repoblada por sicilianos y otras corrientes migratorias de África del norte. Fue así como se perdieron todos los nombres que las localidades de la isla tenían antes de la invasión musulmana, nombres que fueron sustituidos por denominaciones árabes que han sobrevivido hasta ahora. Luego, en el año 1090, las islas fueron reconquistadas por el rey normando Roger de Sicilia.

—Constantinopla —dijo a media voz Paolo con cierto rechazo y amargura, evocando la memoria de los dos terribles asedios de los que Malta había sido víctima.

En julio de 1551 la flota otomana había entrado en Marsamxett. Varios miles de turcos habían desembarcado en el puerto y habían atacado cada pueblo hasta Mdina. La ciudadela de Gozo cayó, la isla quedó totalmente despoblada y sus cinco mil habitantes hechos esclavos de los otomanos. Muchos pudientes huyeron a Sicilia en busca de mayor seguridad. Los invasores dejaron devastados el norte de Malta y Gozo. Sin embargo, el segundo y más famoso asedio ocurriría en mayo de 1565, cuando los malteses, con la ayuda militar de la Orden de San Juan de Jerusalén, habían construido fortalezas y se habían preparado para resistir otro eventual ataque. Jean de la Valette, Gran Maestre de la Orden en aquellos años, opuso una fuerte resistencia y casi sin los esperados refuerzos de Felipe II de España, quien no se decidía a socorrer a Malta. Después de muchos avatares, la resistencia maltesa logró rechazar y vencer a los otomanos.

Sin embargo, al tiempo que Paolo sentía una repulsa o rechazo natural hacia los que a punto estuvieron de ocupar y dominar Malta, sentía también mucha curiosidad por el Imperio Otomano que, después de varios siglos de expansión y dominio, sufría en ese momento una crisis general que amenazaba con romperlo en mil pedazos poniendo fin a su hegemonía en el Mediterráneo oriental y sus regiones cercanas.

Grecia había alcanzado su independencia en 1821 a un alto precio y enorme derramamiento de sangre, si bien Creta había vuelto a caer en manos de los turcos. Surgía por doquier una oposición al dominio otomano, aunque todavía no se vislumbraba el final. Emigrar a Constantinopla en tiempos tan inciertos suponía exponerse a un futuro imprevisible y probablemente peligroso para los emigrantes de unas islas tan insignificantes.

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