A medida que la iba leyendo, no podía evitar exclamar en francés:
—Oh, la, la! Mon Dieu…! —Al terminar por fin la lectura, Hortense, exhausta por tanta emoción, se apoyó en las almohadas de su cama y permaneció sentada así cierto tiempo, reflexionando—. Esto va más en serio de lo que yo pensaba y hay que encontrar una solución, cueste lo que cueste.
Hortense volvió a consolar a Joanna besándola en la frente, y finalmente ambas se quedaron dormidas abrazadas la una a la otra.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, el ojo perspicaz de Concetta detectó algo extraño en sus hijas.
—Tenéis mala cara, tanto la una como la otra. ¿Qué os pasa, hijas?
Efectivamente, las dos tenían los ojos hinchados y habían perdido su aspecto sano y sonrosado. En aquel preciso momento, Giuseppe, el padre, irrumpió en el comedor:
—¿Dónde… pero dónde estará mi pipa? —decía mientras la buscaba frenéticamente por todas partes.
—Pero si la tienes en la boca, querido…
Todos estallaron de risa. Esto le pasaba tan a menudo que la historia de la pipa perdida ha sido contada hasta hoy, de generación en generación. En aquella ocasión el incidente de la pipa había ayudado a relajar la tensión. Cuando el padre se hubo marchado al trabajo, Concetta volvió de nuevo la mirada sobre sus hijas y dijo con una sonrisa maternal:
—Ahora creo que tenéis que contarme muchas cosas…
Los Infante tenían un espíritu sorprendentemente abierto y Concetta, como en otras ocasiones, supo crear confianza entre sus hijas y ella, y poder saber así el motivo de aflicción para intentar encontrar un remedio. Escuchó a cada una con atención y comprensión, logró calmarlas y terminó prometiéndoles su ayuda. Mientras tanto, ellas tenían que seguir con sus ocupaciones y tener paciencia…
Concetta no tardó en encontrar un momento tranquilo para hablar con su marido.
—Giuseppe, querido, el tiempo ha pasado tan rápido que ninguno de los dos nos hemos dado cuenta de que ya va siendo hora de que empecemos a pensar en el futuro de nuestras hijas. Han terminado sus estudios y son ya dos jovencitas hechas y derechas… —empezó diciendo, pero fue bruscamente interrumpida.
—Ya sé sobre qué quieres hablarme. ¡De ese joven griego tan creído que vino el otro día a pedirme la mano de Joanna!
—¿Tienes algo contra él? —le preguntó Concetta intentando parecer indiferente.
—Aparte de que es demasiado joven y algo impertinente, sus negocios no van bien. Tiene un taller de reparación de barcos que él mismo ha puesto en pie, aunque no tiene bastante capital para equiparlo con todas las máquinas modernas necesarias. Además, ya sabes cómo son nuestros amigos los griegos. Simpáticos y divertidos, pero todos van en busca de una dote. ¡Y yo no estoy dispuesto a vender a mi hija a nadie! —terminó diciendo Giuseppe en una inhabitual subida de cólera.
Concetta sabía que no debía proseguir sin antes calmarle.
—Tienes toda la razón, querido. Además, no tenemos ningún motivo para querer librarnos de nuestras hijas, que son dos joyas. Las echaremos de menos el día que se casen, porque tendrán que casarse tarde o temprano, lo sabemos. —Concetta se volvió soñadora.
—¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera vez paseando en el parque de Senglia? Aquello pertenece a otra época y a otro mundo, pero fue maravilloso. Aunque nuestras familias estaban pasando malos momentos, nosotros casi no nos dábamos cuenta, tan inmenso era nuestro amor. ¿Te acuerdas de mi tía Violeta, que me acompañaba a todas partes y no me apartaba de su vista ni un minuto? ¡Cómo nos organizábamos para poder escapar de su vigilancia siquiera cinco minutos y hablar sin que nos oyeran! Afortunadamente, nuestros padres no pusieron obstáculos a nuestra unión…
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