Vivian Idreos Ellul - Los últimos hijos de Constantinopla

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Basada en hechos reales, es la odisea de la familia Ellul que emigra desde Malta en 1854 a Constantinopla, donde asiste a las últimas convulsiones de la caída del Imperio Otomano y la llegada de Ataturk, hasta que finalmente en 1941 durante la segunda guerra mundial se ve obligada a abandonar su hogar, iniciando así un periplo que la llevará a la diáspora en un relato sorprendentemente actual.Son los nacionalismos, la xenofobia, la limpieza étnica, la desigualdad de género, la ruina material y moral que, por conveniencias de los poderes del momento, llegan a convertir a inocentes seres humanos en víctimas desprovistas de la más mínima dignidad. sin papeles ni identidad.Se trata de una entrañable novela, de un relato profundamente humano y de un documento histórico imprescindible para entender el drama humanitario que actualmente podemos presenciar en el Mediterráneo.

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Hortense tenía ya 18 años y se sentía muy mayor ahora que estaba a punto de terminar el cuarto año en la escuela de diseño. En realidad, ni ella ni Joanna sabían lo que iba a ocurrir después. Siendo de temperamento tranquilo, esto no preocupaba a Joanna, pero Hortense ya estaba dándole vueltas a la cabeza y empezaba a sentir cierta insatisfacción. «Algo tendré que inventarme», pensaba ella.

IV

Mientras tanto, seguían produciéndose altibajos en la política y en la economía otomana. El reinado de Abdul Hamid II comenzó en 1876 y se prolongó hasta 1909. Lejos de liberalizar el Imperio, organizó su centralización para asegurarse un mejor control. Continuó desarrollando el ejército y la administración. Creó la gendarmería, fomentó las comunicaciones introduciendo el telégrafo y el ferrocarril y poniendo en marcha un elaborado aparato de espionaje, todo lo cual le permitía monopolizar el poder y aplastar a la oposición. Por otro lado, también introdujo avances en la educación y renovó la universidad.

Sin embargo, la tarea del sultán rozaba lo imposible. Para gobernar tenía que mantener la mirada fija en Europa, África, Asia, y tener contentas a diez religiones, cincuenta etnias y un centenar de sectas. La avalancha de acontecimientos adversos le hacía perder cada vez más el control de la situación. El mapa del Imperio Otomano estaba cambiando constantemente. Constantinopla había perdido autoridad sobre Túnez en 1881, invadida por Francia, y sobre Egipto ocupada por Gran Bretaña en 1882. Eran años llenos de incertidumbre y temores para los extranjeros de Constantinopla, que presenciaban con aprensión cómo la balanza se inclinaba a veces hacia un lado y a veces hacia el otro. El Imperio Otomano no lograba ponerse a salvo de las aspiraciones de Rusia, Inglaterra, Francia y Austria, que le acechaban como buitres a punto de caer sobre su presa. Prusia tampoco era ajena a estas maniobras.

Antonio Ellul mantenía largas conversaciones sobre la situación con su íntimo amigo, Giuseppe Infante. Después del trabajo en la oficina, se reunían para fumarse una pipa e intercambiar impresiones. Era el año 1887 y la visita del káiser Guillermo II era inminente.

—El acercamiento del Imperio a los alemanes es preocupante —comentó Antonio.

—Desde luego. Más que preocupante, es peligroso. Pero el sultán hace bien. Europa está despedazando lo que queda de su Imperio y él intenta defenderse —aclaró Giuseppe.

—Amigo mío, nadie lo discute. Tienes razón. Conviene ver el otro lado de la moneda, pero somos súbditos británicos. ¿Qué será de nosotros si Inglaterra pierde terreno? —Se produjo un largo silencio—. Somos meros títeres de un futuro imprevisible. Además, va a haber un gran desfile militar para dar la bienvenida al káiser a la entrada de Dolmabahçé. Dicen que desfilará una guardia de honor de cien hombres. Sin embargo, lo que más le impresionará será el interior del palacio —dijo Antonio imaginándose aquel mundo de esplendores.

—Por supuesto —asintió Giuseppe—. Las dos o tres veces que el sultán me hizo el honor de llamarme, me quedé maravillado por las fantásticas alfombras de Esmirna, los ornamentos gigantes de plata maciza, los enormes y magníficos jarrones de China y de Japón y las pinturas del ruso Aivasovski. Pero volviendo a la bienvenida al káiser, por lo visto se está preparando una cena para cuatrocientos invitados en la sala Baïram, con cubertería y candelabros de oro… Y seguramente el café se servirá en tacitas de oro y diamantes…Y todo esto cuando el Imperio está a punto de desaparecer —murmuró Giuseppe con amargura.

Los temores de Giuseppe eran bastante fundados, pero todavía no había llegado el momento.

Después de la ilustre visita llegó a reconocerse que el káiser había ofrecido una alianza y ayuda militar. Además se firmó un acuerdo para desarrollar el ferrocarril en Asia Menor y Mesopotamia y conectar las ciudades santas de Meca y Medina, todo lo cual desconcertaba a las demás Potencias.

Dos años más tarde, en 1889, Antonio Ellul y Giuseppe Infante seguían con sus pequeñas tertulias. Para estar más tranquilos y no preocupar a sus esposas y familia, se reunían en el despacho de Antonio, cerca de la Torre de Gálata, al lado del centro comercial y en las inmediaciones del puerto.

—¿Cómo crees que se van a resolver estos incidentes entre kurdos y armenios? —preguntó Antonio.

Giuseppe tardó tiempo en contestar.

—¡La situación es tan imprevisible! Todos claman por su independencia, en particular los cristianos, que han estado bajo el yugo otomano durante tantos siglos —dijo Giuseppe por fin.

—Pero los kurdos, que no son cristianos, tampoco se entienden con los turcos, que les llaman «la raza diabólica» —repuso Antonio—. Lo que es realmente preocupante es que razas y religiones que antes vivían juntas ahora se vuelvan intolerantes. Tarde o temprano la lucha entre musulmanes y cristianos también se agudizará en Constantinopla. Ese será el día en que tendremos que irnos de aquí.

Hubo un largo silencio en el que cada uno reflexionó con pesadumbre sobre aquel porvenir tan incierto que se cernía sobre ellos y sobre sus familias.

De repente se oyó un rugido sordo que parecía venir de las entrañas de la tierra. Los cuadros y las lámparas empezaron a balancearse de un lado a otro y en cuestión de segundos aparecieron grandes grietas en las paredes.

—¡Salgamos de aquí, rápido! —gritó Antonio, empujando a Giuseppe hacia la escalera.

Solo tenían que bajar una planta pero, con la tierra temblando bajo sus pies, les pareció una eternidad. Sin despedirse, Giuseppe fue corriendo a su casa en Harbiyé y Antonio se dirigió al embarcadero de Karaköy para intentar cruzar a Moda. Era el principio del terremoto de 1889. El Gran Bazar se desmoronaría y en la ciudad se producirían muchas víctimas durante los diez días que duraron los temblores. Desde los minaretes se oía a los almuecines entonando la azora del seísmo, un capítulo del Corán. Desesperada, la gente se aventuraba a pasar por encima de las grandes fracturas que había en la tierra en busca de espacios abiertos que entrañaran un peligro menor.

Antonio y Giuseppe habían logrado llegar a sus casas sanos y salvos. En ninguna de las dos familias había habido víctimas. Sus casas sí que habían resultado afectadas, sobre todo la de los Infante en Harbiyé, pero en tales circunstancias consideraban que no haber perdido a ningún ser querido ya era una gran suerte de por sí.

Esta catástrofe natural fue como un presagio de los desastres políticos que iban a ocurrir en los años venideros. En el verano de 1894 los armenios se levantaron en la región de Sasiun y acosaron a las tribus kurdas. Para apaciguar a los kurdos, en 1889 el sultán los había incorporado en el ejército otomano, creando para ellos un cuerpo especial que llevaba el nombre de la familia del sultán, el Hamidié. Ese mismo cuerpo, que al parecer había sido creado precisamente para reducir la tensión, masacró a dos mil armenios en una iglesia en Urfa. Se culpó a Abdul Hamid de aquel terrible hecho y la prensa internacional le puso el nombre del «Sultán Rojo» por esta hostil represión contra los armenios.

Intensos acontecimientos hacían temblar no solo a los territorios del Imperio, sino también a Constantinopla y a sus habitantes. La masacre de los armenios había creado mucha tensión en la capital. La oposición al sultán crecía de día en día.

Antonio y Giuseppe se reunían a veces en el famoso restaurante europeo Tokatliyan, en Pera, frecuentado por intelectuales y liberales.

—Se rumorea que hay un complot para destituir a Abdul Hamid y volver a colocar a su hermano mayor, Murad, en el trono —le dijo Antonio a Giuseppe al oído. Los dos viejos amigos se habían sentado en una mesa en el medio para poder escuchar las conversaciones de alrededor e intentar atisbar el rumbo de los acontecimientos.

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