Vivian Idreos Ellul - Los últimos hijos de Constantinopla

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Los últimos hijos de Constantinopla: краткое содержание, описание и аннотация

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Basada en hechos reales, es la odisea de la familia Ellul que emigra desde Malta en 1854 a Constantinopla, donde asiste a las últimas convulsiones de la caída del Imperio Otomano y la llegada de Ataturk, hasta que finalmente en 1941 durante la segunda guerra mundial se ve obligada a abandonar su hogar, iniciando así un periplo que la llevará a la diáspora en un relato sorprendentemente actual.Son los nacionalismos, la xenofobia, la limpieza étnica, la desigualdad de género, la ruina material y moral que, por conveniencias de los poderes del momento, llegan a convertir a inocentes seres humanos en víctimas desprovistas de la más mínima dignidad. sin papeles ni identidad.Se trata de una entrañable novela, de un relato profundamente humano y de un documento histórico imprescindible para entender el drama humanitario que actualmente podemos presenciar en el Mediterráneo.

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Los primos se abrazaron y empezaron a hablar todos a la vez. Mientras tanto, Concetta dirigía las últimas instrucciones a los criados y daba los toques finales al traje de etiqueta de su marido. Giuseppe, siempre tan distraído, se sentía muy incómodo con todos estos preparativos, pero no se atrevía a quejarse. Concetta tenía un corazón de oro pero no había quien le llevase la contraria. Después de sus diecisiete embarazos, la figurita que había tenido de joven había cedido a la de una señora bien llenita. Ella era la única que no acataba las recomendaciones de Hortense sobre cómo tenía que vestirse. Concetta había elegido un traje que la hacía incluso más bajita y redonda, y había completado su atuendo con un sombrero que resultaba algo grande y sobrecargado de plumas. Hortense estaba mirándola con desaprobación, cuando su madre se volvió hacia ella:

—¿Pasa algo, Hortense? —le preguntó con un tono severo que no admitía réplica alguna.

—No, no, nada —contestó Hortense bajando la mirada.

—Entonces podemos marcharnos. —Y como un capitán pasando revista a su ejército, añadió—: ¿Todos listos? ¿Giuseppe, Emilio, Nicola, Biaggio, Joanna y Hortense?

Todos salieron en fila india y subieron a los coches de caballos que les esperaban para llevarles hasta el barco rumbo a Moda, al otro lado de la ciudad. Así, partieron varios coches de caballos con las familias de Concetta y de Notsi.

El aire fresco del mar y la charla animada de sus primos levantaron el ánimo de Hortense. Era uno de esos deliciosos días de finales de la primavera, cuando soplaba una brisa suave, el sol calentaba agradablemente y la exuberante vegetación alegraba la vista. «¡Qué placer de vivir!», pensó Hortense. Un día como aquel era muy de agradecer después del duro invierno que habían pasado. Casi todos los inviernos eran fríos, con vientos gélidos soplando desde el Mar Negro y el Cáucaso, que a veces traían nieve y tormentas peligrosas en el mar.

El barco ya había llegado a Kadiköy, donde otros coches de caballos les esperaban para llevarles a un restaurante en lo alto de Moda que ofrecía vistas panorámicas sobre el Bósforo y la parte occidental y oriental de Constantinopla. A lo lejos se veían con toda claridad las mezquitas principales, Santa Sofía y Sultán Ahmet, la Torre de Gálata y la mítica Torre de Leandro, testigo cercano y siempre presente de la trayectoria de los Ellul: las construcciones portuarias que llevaban a cabo, así como las salidas y los regresos de sus incesantes expediciones submarinas.

En Moda les esperaba toda la familia Ellul. Paolo y María eran ya muy mayores. Paolo tenía 85 años y casi no salía de casa. Pero seguía aconsejando y ayudando a Antonio a resolver los problemas de la empresa, cada vez mayores, que iban surgiendo. María hubiera sido una abuela completamente feliz si no fuera por la incertidumbre que pesaba sobre el porvenir de la familia. Presentía que sus nietos no iban a tener una existencia fácil. Sentía una gran admiración y cariño por Argento, a pesar de que no era muy buena administradora de la fortuna de la familia. A veces no podía evitar decirle: «¡Cuidado con el dinero, hija, cuidado! Nos esperan malos tiempos». Argento, siempre dispuesta a complacerla, intentaba durante algún tiempo reducir sus gastos.

Paolo había hecho el esfuerzo de acudir a la recepción para celebrar el éxito de su larga carrera profesional. A pesar de sus muchos años, estaba recibiendo a todos los invitados, tan alto, delgado y erguido como antaño, con sus ojos grandes y expresivos, su bigote bien perfilado, aunque con un pelo gris y unas manos que traicionaban un ligero temblor. Su hijo Antonio, de 59 años, estaba a su lado y parecía un retrato exacto y fiel del padre, con el mismo rostro clásico y elegancia en el porte.

Detrás de ellos se encontraba la tercera generación, cuatro jóvenes altos, hechos y derechos, y con un gran parecido familiar. Paul, el mayor, tenía ya 19 años, Bernardino 16, Eugène 14 y Alexis 10. Paul era ya por entonces la mano derecha de su padre y el gran orgullo del abuelo Paolo. Aunque ellos veían un futuro ensombrecido, Paul les inspiraba confianza y consuelo en su lucha diaria. Poseía una gran prestancia personal y un atractivo especial. Era serio, respetuoso y altruista, y ahora que estaba dando sus primeros pasos como profesional en la empresa familiar, prometía ser un digno heredero de los negocios de los Ellul y buen administrador de la gran fortuna familiar ganada a pulso. Orgulloso de su familia, siempre se sacrificaba para paliar los malos tragos que a veces le tocaba padecer, sobre todo, por culpa del indiferente y mimado Bernardino, que se resistía a seguir el ejemplo de los Ellul como trabajadores incansables y serios. Paul, con su inmensa paciencia, pasaba horas razonando con Bernardino, pero sin gran resultado. Su hermano no quería estudiar ni trabajar.

Paul estaba pensando en estos problemas precisamente en el mismo momento en que Hortense pasaba delante. Viéndole tan alto y atractivo, ella no pudo resistir acercarse a él. Y desarmándole con una de sus más irresistibles sonrisas le dijo:

—Ya veo que no te acuerdas de mí, o no me has reconocido. —Dicho esto, y muy coqueta, hizo una pirueta rápida para exhibir la falda de su nuevo vestido, que se abrió como una campana.

Paul ya estaba familiarizado con los comentarios picantes y provocadores de su vieja amiga de la infancia. Por primera vez se dio cuenta de que, a pesar de haberla visto muy a menudo, casi nunca habían hablado solos, ya que los varones siempre se reunían en un grupo aparte, dejando solas a Joanna y a Hortense. También por primera vez algo dentro de él le estaba diciendo que Hortense había cambiado y que ya no era una niña traviesa y revoltosa, sino una joven con cierta gracia.

Mientras ella seguía con sus comentarios provocadores, él, medio mareado y molesto, casi no encontraba palabras para contestarle. Se sintió ruborizado y tartamudeó levemente. Ella, con su habitual vivacidad y rapidez, se había alejado y estaba saludando a un grupo de amistades antes de que él hubiera podido recuperarse. No sabía lo que le había pasado y se sentía enojado consigo mismo por no haber podido reaccionar a tiempo y con un mínimo de cortesía. Tosió ligeramente para asegurarse de que no había perdido la voz y de que no volvería a atragantarse.

Hortense se había dado cuenta del extraordinario efecto que había producido en Paul y se sentía, curiosamente, satisfecha. Mientras, iba saludando a los invitados, intrigada por el nuevo giro que parecía haber tomado su casi inexistente relación con el joven Paul. Ya hacía algunos años que su interés por el sexo opuesto se había despertado. Eran cosas de las que no se atrevía a hablar, excepto con su hermana Joanna. Las dos encontraban momentos para estar solas e intercambiar impresiones sobre aquel mundo tan desconocido. Leían muchas novelas románticas que Argento prestaba a Concetta. Esta última no era muy dada a la lectura, y eran sus hijas las que devoraban cada página de aquellos libros. La lectura les servía de escuela para la vida en un tiempo y en una sociedad en los que no había otras fuentes de información.

Fue una recepción con todo lujo de detalles, organizada por la mano maestra de Argento, quien había conocido muchos y variados acontecimientos parecidos durante su juventud. Ella se movía entre los invitados como una perfecta anfitriona, luciendo un vaporoso vestido azul medianoche con un collar, pendientes y pulsera de diamantes que Antonio acababa de regalarle. Era la estrella de la noche. De lejos, sus suegros seguían con admiración cada uno de sus movimientos, aunque no podían evitar sentir, inexplicablemente, cierta tristeza.

Paolo ya no salió de su casa. Pocos días después comenzó a sentirse indispuesto. El médico de la familia dictaminó que estaba aquejado de una dolencia cardiaca. A pesar de su grave estado, Paolo se reía del doctor.

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