De repente hubo un silencio general. Se habían oído unos disparos que venían del cercano Banco Imperial Otomano, un edificio de mármol y bronce que dominaba desde lo alto los barrios de Pera y Gálata. La puerta del restaurante se abrió bruscamente.
—¡El banco está siendo atacado! —anunció un desconocido antes de desaparecer.
Los comensales salieron precipitadamente del restaurante. La gente se dirigía hacia el banco, aterrorizada y sin embargo atraída como por un imán. Giuseppe y Antonio se habían acercado lo suficiente como para ver numerosos cadáveres en las escaleras, en todo alrededor y en las calles vecinas al importante edificio.
—¿Y nosotros qué debemos hacer? —La pregunta de Giuseppe reflejaba su desesperación y constante preocupación por la suerte de su familia.
—Esperar —contestó Antonio mirando fijamente al vacío y sin apenas convicción—. Si nos marchamos a Malta, lo perderemos todo.
—¡Vámonos a casa antes de que se extienda la lucha! —gritó Giuseppe, sintiendo el peligro de cerca.
—¡Sí, vámonos antes de que sea tarde!
Sin más, los dos se separaron pensando ambos que tal vez no volverían a verse y con la preocupación de la familia.
Los días que siguieron fueron inolvidables. Los comercios y oficinas permanecieron cerrados y toda la ciudad estaba paralizada. Se decía que el atentado contra el banco había sido organizado por los armenios. Se creó un contramovimiento que organizó a los carniceros en el Comité de la Masacre. Primero señalizaron las puertas de los armenios en su barrio y luego fueron casa por casa sacándoles y llevándoles a las carnicerías, donde les cortaban las manos.
—¡Patas de cerdo a la venta! —bromeaban los carniceros entre sí.
Los armenios que podían huir lo hacían al barrio griego de Tatavola buscando refugio. Allí los griegos declararon que protegerían a los refugiados y colocaron barricadas en las calles.
La ciudad necesitó tiempo para recuperar su aspecto normal. Antonio Ellul y Giuseppe Infante por fin volvieron a abrir sus oficinas y no tardaron en buscarse el uno al otro.
—¿Crees que los criminales fueron unos mandados del sultán? —preguntó Antonio a Giuseppe.
—Esa es la pregunta que nos hacemos todos. Yo me inclino más bien por pensar que Abdul Hamid ya no controla la situación y es, en gran parte, victima de las circunstancias y de las constantes intrigas que le rodean —opinó Giuseppe.
—Bien puede ser… —corroboró, reflexivo, Antonio—. Lo peor es que si el Sultán Rojo llega a ser destronado, no se sabe si su sucesor no resultará aún peor.
Poco después, a pesar de lo acontecido y para demostrar a las grandes potencias que el sultán no agachaba la cabeza, Abdul Hamid organizó fiestas espectaculares para celebrar el jubileo de su reinado. A pesar de llamarle el Sultán Rojo, los extranjeros invitados a sus suntuosas fiestas se empujaban y agolpaban para disfrutar del espectáculo mágico que ofrecían las cúpulas iluminadas de la ciudad, los infinitos minaretes, los grandes palacios y embarcaciones de toda clase adornadas por farolas venecianas.
Desgraciadamente, la alegría que llenó los corazones de los cansados habitantes de la ciudad duró bien poco. Creta se había sublevado, lo que derivó en sangrientos enfrentamientos entre otomanos y griegos. Cuando se firmó la paz en 1897, los otomanos fueron obligados a devolver casi todos los territorios que habían recuperado de Grecia.
Aun así, curiosamente, Constantinopla, lejos de ver paralizarse el flujo de visitantes extranjeros, seguía ejerciendo una gran atracción. Acudían por el famoso Orient Express, inaugurado pocos años antes, y se alojaban en el Pera Palace, reconocido como uno de los hoteles más lujosos del mundo. Entre otras muchas maravillas, venían a visitar el Museo Arqueológico en el viejo Sarail (o palacio) que había añadido a sus colecciones valiosos sarcófagos, estatuas y bajorrelieves de la antigua Grecia, Roma, Egipto, Sumer y Bizancio.
—¡Quién pensaría que estamos viviendo el final de una gran época! —se lamentaba Giuseppe.
—Tienes razón. No debemos dejarnos engañar por las apariencias. Los que vivimos aquí desde hace varias décadas sabemos que nuestros días están contados. Y también lo saben los extranjeros que vienen de visita. El Imperio todavía guarda parte de su esplendor y quieren contemplarlo antes de que desaparezca de una vez para siempre. Por eso Constantinopla todavía tiene visitantes tan ilustres como el shah de Persia, el presidente americano Grant, el presidente francés Poincaré o los príncipes japoneses. Esta mañana, el periódico habla de la llegada inminente del káiser Guillermo II, que vuelve a Constantinopla por segunda vez. Dios sabrá por qué… —terminó diciendo Giuseppe.
—Otro mal presagio para nosotros —contestó Antonio con un gesto de preocupación.
—Lo que vemos aquí es solo una parte de la situación. Por supuesto que la capital se ha modernizado con sus calles pavimentadas y su alumbrado de gas. La agricultura ha pasado de la etapa medieval a la moderna y se están conservando y manteniendo los recursos forestales. Hay cada vez más inversiones extranjeras y se ha mejorado el sistema fiscal. Se ha introducido el telégrafo y el cinematógrafo. Constantinopla tiene bien poco que envidiar a las capitales europeas. Sin embargo, el Sultanato depende cada vez más de las potencias europeas y, para intentar compensar, ha centralizado todo el poder en sus manos, se ha vuelto Abdul Hamid déspota y ha provocado una oposición cada vez más fuerte —finalizó Giuseppe.
Un clima de enorme tensión pesaba sobre los extranjeros que vivían en Constantinopla a finales del siglo xix y veían que el futuro se hacía cada vez más incierto. Aunque la comunidad maltesa continuaba teniendo buenas perspectivas, sabía que el final de aquella bonanza estaba cerca.
Pese a este paisaje de claroscuros, a principios del siglo xx los Ellul tuvieron un motivo de gran satisfacción. Habiendo servido con éxito durante tantos años al gobierno del sultán Abdul Hamid, habían obtenido un firman, un tipo de concesión para efectuar obras especiales en el puerto de la ciudad. Así, los Ellul pasaron a ser los responsables de la construcción del muelle de Sarail Burnu y del rompeolas frente a Haydar Paça, entre otras obras de las que hoy no tengo una constancia exacta. Aunque la familia era poco dada a las fiestas y celebraciones, por primera vez Argento logró convencer a Antonio y a sus suegros para organizar una gran recepción.
Hortense acababa de cumplir 18 años y había diseñado uno de sus magníficos modelos, que habría de lucir en aquella ocasión. A pesar de todo se sentía algo vacía e indiferente a su entorno. Ya había terminado los cursos de la academia de Madame Olivier. Hubiera querido seguir acudiendo, pero fue su propia maestra quien le dijo:
—Querida niña, tú ya lo sabes todo. No quiero que te quedes aquí para aburrirte. Seguramente el destino te reserve ahora otras oportunidades. —Con lágrimas en los ojos le había dado un fuerte abrazo y se había despedido de la joven.
Mientras se preparaba para asistir a la recepción, estas palabras todavía resonaban en sus oídos. El timbre de la casa rompió bruscamente el hilo de sus pensamientos. Habían llegado sus tías Nata y Notsi. Hacía algún tiempo que Nata se había separado de su marido. Nadie hablaba de ello y no había que hacer preguntas indiscretas. Una separación estaba mal vista. Al contrario, Notsi y su marido maltés estaban muy unidos y orgullosos de sus tres hijas, Violeta, Antoinette y Catherine, que aparecieron espléndidamente vestidas con modelos diseñados por Hortense. Zacarías, su hermano, las acompañaba con su habitual alegría. Él no parecía sentir vocación alguna por ningún oficio que estuviera relacionado con el mar. Al contrario, su sueño era llegar a ser bombero y estar siempre corriendo de un extremo a otro de la ciudad con su equipo contra incendios; un sueño que, curiosamente, se haría realidad pocos años después.
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