—¡Como si él supiera verdaderamente por qué estoy enfermo! Ya son muchos años, hijo mío —le decía a Antonio mientras le apretaba la mano e intentaba sofocar las lágrimas que le caían. Reunidos alrededor de la cama del anciano, todos lloraban en silencio, excepto María, la abuela. Ella solo protestaba:
—¡Parece que queréis enterrar vivo al abuelo! No quiero más lágrimas ni más tristeza. Vuestro abuelo —añadía—, necesita vuestra alegría para recuperarse.
Aun en estas tristes circunstancias, no perdía su compostura y su sangre fría. Pero nadie lograba arrancarla del lado de su marido, el compañero con el que había sufrido y gozado tantos años.
Por aquellas fechas ocurrió algo extraño y totalmente inesperado. Ya había comenzado el otoño y el viento del norte empezaba a soplar trayendo lluvia y mal tiempo. Era una noche en que aullaban los perros en las calles desiertas, cuando se oyó un ruido que procedía del exterior. Era como el llanto de una criatura desconsolada que cada vez iba haciéndose más fuerte y que luego desaparecía. Antonio se había despertado y bajó para abrir la puerta y averiguar la procedencia del ruido. Últimamente el abuelo estaba un poco mejor, y aquella noche tampoco él conseguía dormir. Encontró a su hijo delante de la puerta, atraído por el extraño ruido. Antonio abrió y algo que había estado apoyado contra la puerta cayó a sus pies. La luz de la lámpara que llevaba reveló un cuerpo envuelto en una capa negra y sucia, y una capucha que ocultaba la cara vuelta hacia el suelo.
El lamento había cesado y la persona bajo la capa ni siquiera se atrevía a respirar. Antonio y Paul se habían quedado atónitos. De pronto, reaccionando, Antonio se agachó para levantar aquel cuerpo inerte. Llamó enseguida a los criados.
Era una joven con la cara y las ropas cubiertas de sangre. Estaba casi inconsciente, pero comenzó a recuperarse mientras la colocaban en una silla y empezaron a limpiar sus heridas. Había corrido la alarma por toda la casa y ahora la familia al completo se encontraba alrededor de la joven. El abuelo, ya muy débil y afectado por el extraño suceso, había insistido en sentarse frente a la misteriosa muchacha.
—Hay que llamar a la policía —propuso uno de los nietos.
—¡No! —contestó el abuelo—. Corren tiempos peligrosos. Primero tenemos que descubrir su identidad y al autor de su desgracia. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.
La joven estaba recuperándose, pero todavía no le salían las palabras. Esperaron en silencio, hasta que una voz temblorosa y apenas perceptible, contestó:
—Eugénie.
—Vamos a ayudarte, Eugénie, pero tú tienes que decirnos quién te ha atacado —dijo el abuelo con una voz casi tan temblorosa como la de Eugénie.
Ella empezó a llorar. Quería decir algo, pero se atragantaba con sus lágrimas. Argento le dio tila e intentó calmarla. Por fin dijo:
—Me ha pegado mi padre. Él no sabe lo que hace… bebe… —Y empezó a llorar con más fuerza que antes.
Paolo se puso en pie con no poca dificultad. Sus ojos brillaban con las lágrimas. Y dijo despacio, como si estuviera dictando su última voluntad:
—Vamos a adoptar a Eugénie. María, Eugénie será la hija que nunca hemos tenido.
Todos temblaban de emoción. De pronto, la joven había cesado su llanto y les miraba con sus grandes ojos inocentes, llenos de sorpresa.
—Ustedes no conocen a mi padre. No les dejará sin que le paguen mucho dinero —dijo Eugénie desesperada, volviendo a la realidad.
—Entonces te adoptaremos según la ley y le pagaremos lo que nos pida.
Zanjado así el problema, el anciano, exhausto, fue ayudado a volver a su cama.
Paolo Ellul no volvió a levantarse más, y murió plácidamente el mismo día en que Eugénie fue declarada legalmente hija suya y de María, con la satisfacción de saber que al final habían realizado un viejo sueño.
Él, nacido en Malta en 1818, había sido la memoria viva del pasado de la familia. Con él se perdía no solo una auténtica institución familiar sino también un pozo de conocimientos sobre arquitectura, historia y cultura en general, que siempre habían sido su pasión y pasatiempo.
La manera tan serena y tranquila en que Paolo Ellul pasó a mejor vida había afectado a toda la familia. La muerte del hombre que había sido la roca en que se habían apoyado todos, y que parecía ser eterno y parte del tiempo, les había dejado desconsolados. Para Argento había sido un suegro perfecto, siempre comprensivo y dispuesto a defenderla en las raras ocasiones en que había encontrado oposición por parte de María o de Antonio. Le lloró más que a su propio padre, un hombre que, al contrario, siempre había sido distante y casi indiferente a su suerte.
Los cuatro nietos se acordaron de su niñez cuando el abuelo jugaba con ellos como si fuera otro niño más. A pesar de su trabajo, siempre encontraba tiempo para contarles cuentos malteses de Hodja, personaje muy popular de los cuentos infantiles que tanto les había hecho reír. ¿Cómo era posible que aquel abuelo de apariencia severa pero tan tierno con los suyos desapareciera de la noche a la mañana? Qué aflicción tan profunda causa una pérdida así, de la que nunca nos recuperamos.
¿Y qué decir de la pobre María? La desaparición de su marido la había dejado sin reflejos, sin lágrimas y sin ganas de vivir. Hablaba poco y miraba a su alrededor como si viera este mundo de lejos.
—Pero ¿qué te pasa, abuela? —le preguntaba Paul, el más preocupado y afectado por estas circunstancias. Ella no contestaba—. Abuela, por favor, di algo —le pedía desesperadamente tomando sus manos entre las suyas.
—Paul —su voz tenía un timbre extraño—, voy a reunirme con tu abuelo.
—¡No digas eso! ¿Y nosotros qué haríamos sin ti? —La miraba a los ojos intentando comprender, pero su mirada estaba vacía.
Un día María no quiso levantarse más de la cama. El médico no le encontraba ninguna dolencia física y la familia estaba realmente asustada.
Eugénie, que se había incorporado a la familia recientemente, se hizo querer pronto por todos. Aunque de aspecto muy joven, ya tenía 28 años, tiempo suficiente para haber padecido muchas desgracias que habían marcado su corazón. A pesar de su vida anterior, siempre tenía una sonrisa, una disposición alegre y afán de ayudar a los demás. Se ponía seria y retraída solo cuando le preguntaban por su pasado. Consolaba a todos en aquellos momentos difíciles, como un verdadero ángel enviado por el cielo. Curiosamente, era con ella con quien María más hablaba en los raros momentos en que volvía a mostrar interés por su entorno. Un día le oyeron que decía a Eugénie:
—Hija mía, yo no sé de dónde has surgido realmente, pero sí sé por qué estás aquí, y me alegro. Cuida de esta familia. Llegarán días en que necesitarán tu ayuda.
Fueron las últimas palabras que pronunció. Eugénie estaba a su lado día y noche, mientras que Argento no sabía qué hacer para levantar los ánimos de la familia. El médico seguía viniendo, pero no podía hacer nada por María. Al salir de su habitación, después de haberla auscultado, sacudía la cabeza y levantaba las manos con desesperación:
—¡Se está muriendo, sencillamente porque ha decidido morir!
Llegó un cura y le dio la extremaunción. Toda la casa estaba inmersa en la oscuridad. Se había perdido ya toda esperanza. Argento, Antonio y los nietos iban y venían como fantasmas atenazados por una pesadilla de la que ansiaban despertar.
Por fin, despertaron un día por la mañana oyendo la dulce voz de Eugénie que les llamaba. Antonio y Argento se levantaron corriendo y, nada más ver la mirada de Eugénie, adivinaron que lo inevitable ya había ocurrido.
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