Vivian Idreos Ellul - Los últimos hijos de Constantinopla

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Basada en hechos reales, es la odisea de la familia Ellul que emigra desde Malta en 1854 a Constantinopla, donde asiste a las últimas convulsiones de la caída del Imperio Otomano y la llegada de Ataturk, hasta que finalmente en 1941 durante la segunda guerra mundial se ve obligada a abandonar su hogar, iniciando así un periplo que la llevará a la diáspora en un relato sorprendentemente actual.Son los nacionalismos, la xenofobia, la limpieza étnica, la desigualdad de género, la ruina material y moral que, por conveniencias de los poderes del momento, llegan a convertir a inocentes seres humanos en víctimas desprovistas de la más mínima dignidad. sin papeles ni identidad.Se trata de una entrañable novela, de un relato profundamente humano y de un documento histórico imprescindible para entender el drama humanitario que actualmente podemos presenciar en el Mediterráneo.

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Paul, este hijo mayor, había heredado toda la seriedad y bondad de los Ellul. Atento, cariñoso, estudioso, lo reunía todo. Desde el primer momento, Argento se sintió muy unida y compenetrada con él. Se pasaba horas leyéndole literatura infantil francesa, las Fábulas de La Fontaine, Les lettres de mon moulin y, más tarde, todas las novelas clásicas francesas.

El pequeño Paul maduró muy pronto y se enriqueció del entorno tan internacional en el que había nacido. En casa se hablaba maltés, francés e italiano. Paul acudía a una escuela inglesa donde también se aprendía turco y tenía además amigos griegos. A finales del siglo xix había todavía muchos griegos en Constantinopla, y en el mundo de los negocios era útil conocer su idioma.

Paul era un niño feliz con sus abuelos y padres, quienes le adoraban, y tenía además un gran número de amigos. Se relacionaba con facilidad y su casi insólita generosidad hacía de él un máximo defensor de los débiles y los pobres. Siendo muy pequeño, a menudo volvía a casa descalzo. Su madre, desesperada, exclamaba:

—Aquí tienes a tu hijo, que vuelve otra vez a casa sin zapatos.

Ya no hacía falta preguntarle por qué. Se sabía que Paul no podía aguantar ver a otro niño sin zapatos, especialmente si estaba enfermo o herido. A pesar del aparente esplendor de la ciudad, había una considerable miseria. Al principio, Paul fue castigado por estas inocentes fechorías. Viendo que él aceptaba cada castigo con nobleza, con resignación, pero también con la inquebrantable voluntad de no variar su comportamiento, su familia terminó aceptándole como era. Fue este su único signo de rebeldía, si se le puede llamar así, y el que mostró durante toda su vida.

Bernard, o Bernardino como todos, excepto su madre, le llamaban, tenía tres años menos que Paul y era muy diferente de su hermano mayor. Ya desde muy pequeño daba muestras de celos y de astucia. Devolvía las caricias de Paul con puñetazos y sufría profundamente al ver cuánto quería su madre a su hijo mayor. Ella intentaba mostrar el mismo cariño hacia Bernardino, pero este tenía, en realidad, un carácter difícil, y solo se sentía satisfecho cuando conseguía sacarle a su madre más que Paul. Y como Paul era demasiado noble para quejarse de lo que al principio fueron pequeñas injusticias, la cosa fue irremediablemente a más. Así, sin darse apenas cuenta, Argento comenzó a ceder, a mimar, a estropear y finalmente a hacer de Bernardino un parásito social que sacaba el máximo provecho de cualquier situación. El encanto natural que también tenía lo utilizaba casi siempre para engañar a los demás. Desde el momento en que comenzó a ir a la escuela empezaron también los problemas, problemas que fueron agrandándose con la edad.

En 1887, como decíamos, nació Eugène, un bebé muy tranquilo que no daba problemas y que se hacía querer fácilmente. Más tarde se vio que no tenía la inteligencia del mayor pero tampoco el carácter del segundo. Era un niño bastante normal al que no le gustaba nada estudiar. Sí tenía, en cambio, aptitudes manuales para el dibujo y diseño de máquinas y construcción de pequeños barcos, lo que, pasado el tiempo, iba a resultar de especial utilidad.

En 1893 nació, por último, Alexis, a quien Argento llamaba Alexandre, el benjamín de la familia, y precisamente el único de los cuatro que yo llegué a conocer, exactamente en 1974, unos años antes de su muerte. Alexis había heredado el trato elegante y la inteligencia de los Ellul, aunque podía ser frío y calculador.

Estas pinceladas del carácter de cada uno se han dado a posteriori, es decir, después de conocer la historia completa de cada uno de ellos. Hay que advertir que quizá carezcan de imparcialidad, dado que soy nieta de Paul. Pero mi cometido es continuar escribiendo y dejar al lector juzgar a cada personaje a la luz de los hechos. Lo cierto es que tanto sus abuelos como sus padres criaron a estos cuatro niños con todo el amor, dando a cada uno de ellos las mismas oportunidades para desarrollarse y prepararse para la vida.

Paolo y María y Antonio y Argento no podían, es lógico, adivinar los futuros acontecimientos y, afortunadamente, pudieron tener muchos momentos de felicidad con aquellos cuatro niños. De pequeños ellos siempre jugaron juntos, acudían juntos a los mismos sitios, vestían de la misma manera y daban la mejor imagen de una familia unida. ¡Cuántas veces los domingos habían tomado un coche de caballos para dar una gran vuelta o paseo hasta la estación de barcos de Moda! Desde allí cruzaban en barco hasta Karaköy para pasear por la Torre de Gálata, atravesar el Cuerno de Oro o acercarse desde fuera a Santa Sofía, que todavía continuaba siendo una mezquita. Llegar hasta allí era un peregrinaje obligado para cada cristiano que, aún sin poder penetrar en la que había sido la mayor iglesia de la cristiandad, sentía un enorme respeto al contemplarla desde fuera.

Sin embargo, los mejores recuerdos que conservaron los pequeños Ellul de aquellos años dorados eran sus vacaciones en las famosas y bellísimas Islas de los Príncipes, que hoy llevan nombres turcos. Precisamente, fue en estos lugares donde Antonio comenzó a enseñar a nadar a sus hijos, una habilidad muy importante para su futuro como buceadores. Paul, el mayor, empezó muy pronto a nadar como un pez bajo la cariñosa mirada del abuelo y del padre.

—Este va a ser el futuro jefe de la empresa. Parece que ha nacido para ejercer nuestro mismo oficio.

Todos asintieron excepto Argento, siempre temblando por la vida de su marido y previendo que su hijo iba a exponerse al mismo tipo de existencia azarosa. Muchas veces había discutido sobre el tema con Antonio, quien siempre terminaba convenciéndola de que era una auténtica locura intentar cambiar de actividad cuando habían logrado tener una de las pocas compañías especializadas en el sector. Además, repetía siempre que «nunca se sabe dónde está el verdadero peligro», una especie de sentencia que acabaría haciéndose verdad.

Bernardino, por el contrario, no quería saber nada del agua. Se escondía hasta que su padre lo encontraba y lo lanzaba al mar.

Pero el niño no poseía la aptitud ni el gusto de nadar y salía llorando y corriendo hacia Argento en busca de consuelo y protección. Eugène estaba siempre dispuesto a mojarse y seguir los pasos de Paul, y a Alexis le era completamente indiferente. Él aprendió a nadar porque no deseaba hacer el payaso como Bernardino y tampoco quería llegar el último en las carreras que su padre organizaba en el agua. Curiosamente, Bernardino logró justificar su presencia apuntando el resultado de cada carrera y proponiendo que cada uno apostara por aquel que creía que iba a ganar. Ese fue, quizá, el principio de su afición por el juego, una afición que llegaría a desarrollar hasta el extremo durante su vida adulta.

Al trasladarse al nuevo barrio de Moda, los Ellul se habían alejado del centro de la ciudad, y también de la residencia de los Infante, quienes se habían quedado en Harbiyé. Sin embargo, María Ellul seguía viendo a su íntima amiga Concetta Infante, aunque ya no podía acompañarla y ayudarla como antaño.

Entre el momento en el que los Infante llegaron a Constantinopla y 1872 transcurrieron unos años en los que María estaba al lado de Concetta cada vez que esta iba a dar a luz. María, al principio, no tenía nietos y estaba encantada de organizar los preparativos para el nacimiento de cada uno de los Infante y ayudar a Concetta a recuperarse. La ayuda era sobre todo moral, puesto que los Infante disponían de sobrados medios y contaban con todo el servicio que deseaban. Así fue que cada bebé, al nacer, tenía ya su aya, y una vez mayores, las niñas tenían su chaperon o carabina para acompañarlas en sus salidas.

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