–¡Deseos que siempre se cumplen si coinciden con los propósitos que tiene la Inteligencia Suprema para ti! –exclamó una dulce voz femenina que sonaba lozana y dotada de la ternura del terciopelo.
Inmediatamente Anselmo se giró a la derecha, hacia el lugar del que procedía la voz, y vio a Gea. Su cuerpo era el de una hermosa joven de piel tersa como el marfil, aún más alta que Calisté. Su blusa verde de fino tul quedaba abotonada con un gran broche metálico circular y cubría solo sus exuberantes senos, dejando al descubierto un abultado vientre gestante en cuyo interior se percibía un perpetuo movimiento. Sus ojos, de un intenso azul claro, resaltaban en el centro de una maraña vegetal que surgía de su cabeza: porque, en lugar de largos cabellos que caían sobre los hombros, de la cabeza de Gea también brotaba un sinfín de ramitas que aumentaban y disminuían de tamaño, lo cual modificaba continuamente su aspecto. Sobre ellas a veces se posaban las mariposas multicolores que revoloteaban alrededor.
–Salud, Gea –exclamó Calisté dirigiendo su mano derecha hacia la diosa y haciendo una ligera inclinación reverencial–. Te presento a Anselmo. Ha llegado de la Tierra hace poco.
–Salud, A-60X47H –dijo Gea mirando hacia Calisté y luego dirigiéndose hacia el visitante–. Y bienvenido, Anselmo.
–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –añadió ella.
–Ven aquí conmigo, hijo –dijo Gea mientras con sus brazos abiertos atraía a Anselmo. Él se aproximó y se dejó estrechar en un suave abrazo contra el tierno y palpitante vientre, en el que escuchó, amplificado por las corrientes amnióticas, el sonido de un único latido. Sintió ganas de llorar y no lo evitó.
Un dedo de Gea acarició la lágrima derramada sobre el rostro de aquel hombre que parecía haber vuelto a su infancia y después de enjugarla le mesó los cabellos, como lo haría una madre con su hijo para calmarlo o expresarle su tierno afecto. A él se le erizó el vello de puro placer. Se rebulló entre sus brazos para sentirse aún más estrechado, sintiendo que le estaba arrebatando esos momentos a la eternidad. Después ambos empezaron a separarse, lentamente, hasta quedar a una distancia suficiente como para mirarse a los ojos. Simplemente para mirarse porque no era necesario decir nada. Calisté aguardó a que dejaran de abrazarse para intervenir.
–Siempre me conmueve ver tu abrazo, Gea. Yo también llego a sentirlo… Ahora, si te parece, te agradecería que te hicieras cargo de mi acompañado.
–De mil amores –dijo la guardiana, sin dejar de mirar dulcemente a Anselmo–. Acompañadme.
Se encaminaron los tres hacia la pared enmarañada de ramas y hojas. Ninguna puerta quedaba a la vista. Por encima de la estructura únicamente sobresalía una gran te mayúscula, el emblema del pabellón; la letra estaba formada por ramas. Anselmo se preguntaba por dónde entrarían en el edificio. Suponía que tal vez se descruzarían las ramas para permitirlo. Así sucedió. En la pared del nido se abrió un hueco suficiente como para que lo traspasaran holgadamente los tres e inmediatamente después volvió a trenzarse el tejido para recuperar la estructura previa.
La planta del edificio tenía una forma anular que a Anselmo le hizo recordar las roscas que su madre freía cuando él era un niño. Una agradable luz cenital que atravesaba la gran claraboya central inundaba el espacio. Otros pequeños rayos adicionales se iban filtrando desde la sección del techo que cubría el anillo, pero su ubicación iba cambiando según se iban aflojando o tupiendo los nudos vegetales que coronaban la inmensa estancia. Un delicado aroma a musgo y frutos silvestres contribuía a dotar al ambiente de un carácter realmente acogedor. Mientras caminaban, Gea empezó a explicarle al visitante la función del pabellón.
–Anselmo, aquí ayudamos a que cada ser humano pueda cumplir su propósito esencial, su programa de vida. ¿Sabes de qué te hablo?
–Agradecería más detalles, si no te importa –reconoció él con cierta pesadumbre por su ignorancia.
–De mil amores, hijo. No te menosprecies que no es nada malo pedir explicaciones cuando hacen falta. Verás, cada ser humano que baja a la Tierra lo hace con un propósito, digamos que con un plan o programa. Eso es lo que quiere experimentar en su vida y para ello elige unas determinadas condiciones de tiempo y lugar. –Gea se detuvo unos instantes pensativa y luego miró a Calisté–. ¿No habéis estado aún en el Pabellón de los Visionarios?
–Pues no, prefiero seguir el orden dextrógiro –justificó la acompañante.
–Muy bien –retomó Gea–. Lo preguntaba, Anselmo, porque seguro que allí te contarán mucho mejor esto, pero yo ahora te daré un avance para que puedas entenderme bien. ¿Has ido alguna vez a algún desfile o procesión?
–¿Procesión? ¡Pues claro! ¡Buenas procesiones celebramos en Aldea Moret cada cuatro de diciembre en honor de Santa Bárbara!
–Pues imagínate que un tres de diciembre estás tranquilamente en tu casa y piensas que tienes ganas de salir de allí y hacer algo distinto. Entonces te surge la idea de ir al día siguiente a esa procesión de Santa Bárbara…
–Me lo imagino, sí. ¡Vaya que si me lo imagino!
–Perfecto. Entonces ir a la procesión se convierte en tu propósito fundamental para ese día. A lo largo de él pueden suceder otras cosas pero muy pocas son importantes, en el sentido de que muy pocas de ellas podrán afectar al éxito o fracaso de tu propósito.
–No sé si entiendo bien –Anselmo reclamaba más esclarecimiento.
–Sí, a ver si consigo que me entiendas –Gea aceptó la necesidad de explayarse–. Imagina que has quedado con un amigo a las nueve de la mañana de un cuatro de diciembre para ir a ver esa procesión. Digamos, por poner una hora y un lugar, que empieza a las once en un lugar a tres kilómetros de tu casa. ¿Lo tienes?
–Sí, claro. Puedes proseguir.
–Bien. Pongamos ahora un acontecimiento imprevisto. Por ejemplo, tu amigo se queda dormido y no acude, pero era él el que llevaba el vehículo en el que os ibais a desplazar. Si te quedas esperando a que él llegue, te pueden dar las once y te acabas perdiendo la procesión. En definitiva, no cumplirías el propósito fundamental de tu día por una causa ajena a ti. ¡Qué pena perder así el día! ¿No te parece que sería una pena?
–Ya lo creo. ¡No sabes lo guapas y simpáticas que van las mozas de Aldea Moret ese día de festejo…!
–Muy bien –sonreía Gea mientras lo decía–, ya veo que estás hecho un conquistador. A lo mejor tu amigo se ha quedado dormido porque ha pasado una mala noche por culpa de una riña o un tumulto que ha habido de madrugada en su calle, pongamos por caso. Ya te he dicho que los tejedores tienen la misión de ayudar a que los seres humanos cumplan sus propósitos esenciales. Un tejedor haría todo lo posible para que llegaras a ver la procesión.
–¿Y cómo? –preguntó interesado él.
–Pues eso ya depende del arte de tejer… A veces puede ser que baste con influir en las circunstancias que se han originado en la calle alterándolas para que así no se produzca ningún tumulto que pueda mantener en vela a tu amigo por la noche e impida que se despierte a la hora prevista y te recoja según los planes convenidos. Pero también podría ser que lo más adecuado sea no tratar de modificar esas circunstancias ajenas sino las tuyas. Por ejemplo, podría ser conveniente que olvidaras que habías quedado con ese amigo que llegará tarde y en su lugar te fueras con otra persona que pasase por el lugar. A veces incluso no hay una sola actuación posible sino varias. Hay circunstancias complejas en las que se tejen distintas posibles soluciones, aunque al final solo una de ellas prospere. Es un tema complejo pero muy estimulante. Además, para cumplir bien nuestro cometido dependemos estrechamente de nuestra colaboración con los visionarios. Pero de ellos no te voy a hablar yo…
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