Dicha dificultad surgía cuando ya se había acabado la escritura del día. Era entonces cuando empezaba a pensar en ello, y al hacerlo me sentía abrumada. Mi mente se esforzaba por comprender lo que estaba ocurriendo, e incluso lo que se estaba diciendo, y le invadía una dolorosa frustración al no conseguirlo. Mi mente era incapaz de aceptar la novedosa experiencia. No la comprendía, era incapaz de explicarla, y tampoco tenía nada con qué compararla.
Mis sentimientos tampoco salieron mejor parados. En cuanto me apartaba del trabajo que estaba realizando, me sentía como un peón en un iceberg envuelto en la inmensidad. Me sentía rodeada de la fuerza más poderosa del universo, como si me encontrara en el ojo de un huracán.
Y sin embargo, allí estaba, sentada ante el escritorio, a un solo momento de la cena. Me resultaba difícil creer que seguía siendo capaz de comer. Al escuchar el sonido de la televisión o del teléfono, me encontraba de vuelta del iceberg en el espacio de un nanosegundo. El cambio de ambiente era tan fuerte que sentía que me mataría.
Así de extremo era el contraste entre la unión y la separación. Sabía que no podía seguir sintiendo la unión únicamente cuando estaba realizando el trabajo. No podía seguir sintiéndome abatida en cuanto paraba. Sabía que Jesús no me abandonaba cuando yo dejaba el escritorio, y sin embargo no me sentía capaz de extender mi conciencia de la unión mucho más allá de los límites físicos del mueble.
No por ello dejaba de intentarlo. Creía que si me esforzaba lo suficiente, podría aprender a hacerlo. Si tan sólo fuera capaz de alcanzar un entendimiento claro, de comprender definitivamente lo que estaba ocurriendo, entonces “lo conseguiría”. Podría “alcanzar” la unión. Persistía en simular que ésta era como otras experiencias de las que había aprendido y que había aprendido a reproducir, experiencias de las que siempre había tomado distancia, observándolas desde la perspectiva de una mente, o de un ser.
No fue por medio del esfuerzo de mi mente, sino a través de la quietud mental, como al final llegué a darme cuenta de que no era una cualidad milagrosa del “trabajo” lo que hacía que la unión fuera posible y la separación intolerable. La unión era lo que surgía de forma natural cuando se despejaban los obstáculos que me impedían experimentar la presencia del amor. Esto es lo que ocurría mientras recibía el Curso. La barrera de mis pensamientos separados se esfumaba y Jesús estaba conmigo sin ser “distinto de mí”. Estábamos en relación sin estar separados.
En la unión no hay un “yo” que da un paso atrás para observar la experiencia. Sin una consciencia (3) separada, no hay pensamiento. Sin pensamiento, hay unicidad del ser.
Al darme cuenta de esto, supe que podía experimentar la unicidad en la vida, que había tenido estas experiencias en el pasado, y que las sigo teniendo. Lo que pasa es que no eran experiencias de la mente pensante.
Sólo después de una experiencia así era cuando me llegaba la percepción consciente de que “algo había ocurrido”. Entonces pensaba: “Oh, Dios mío, eso ha sido inmenso. Quiero volver a tenerlo”. Y una vez más retomaba el trabajo de darme cuenta de que la unidad no era algo que podía “tener”, y que es quien soy cuando no estoy siendo “otra” para mí misma, cuando no estoy siendo separada.
Cuando pienso, estoy presente para esta “otra” que es el ser que creo que soy. “Ella” está ahí entre mis pensamientos, al igual que cualquier otra persona, cosa o situación que ocupa espacio en mi mente. No estoy a solas con Dios ni estoy en unidad.
Tener un “yo”, y todo lo que no es “yo”, es la manera de pensar. Éste no es el camino del corazón al que nos llama Jesús. Este Curso (Libro I) concluye diciendo: “No pienses” (C:32.4).
Pasar de la experiencia de la separación a la experiencia de la unión es experimentar el poder de Dios y la fuerza del amor. Es una experiencia impensable.
Jesús dice: “Empieza con esta idea: la de abrirte a la posibilidad de que una verdad nueva sea revelada a tu corazón, que espera. Sostén en tu corazón la idea de que mientras lees estas palabras –y cuando hayas terminado de leerlas– su veracidad te será revelada. Permite que tu corazón se abra a una nueva clase de prueba de lo que constituye la verdad” (C:7.23).
Este Curso es una revelación, y también lo es la nueva forma de conocimiento a la que invita. Al recibir el Curso, yo recibía revelación. Al pensar en ello, bloqueaba mi capacidad de reconocer lo que recibía.
Lector, lectora, estás a punto de recibir este Curso. Al abrir tu corazón para acogerlo, no confíes en tu mente para reconocer lo que recibes. Cuando cierres el libro y te pongas con el quehacer de tu vida diaria, no hagas como yo, no lo traigas a la mente. Sostenlo en el corazón. Permanece en la presencia del amor. No vuelvas a la separación. Haz todo lo que puedas para dejar de distanciarte de la vida. Empieza por el principio, por quien en verdad eres. No pienses demasiado. Deja que tu corazón te señale el camino.
Entonces verás que en el principio, y antes del principio, y antes del antes, sólo había amor.
Ser una primera receptora puede plantear dificultades. Tanto para Helen Schucman –cuya historia de cómo recibió Un curso de milagros es muy conocida– como para Mari Perron, su nueva condición no buscada les trajo una mezcla extraña de aislamiento, incertidumbre, e incluso notoriedad. ¿Y qué se suponía que tenían que hacer con el material, con sus vidas? No obstante, pese a experimentar episodios de conflicto interno, las dos protegieron con energía la integridad del texto, y sabían que habían recibido un insólito y precioso regalo.
Un curso de amor concede una enorme importancia a su predecesor, diciendo: “El mundo, como un estado de ser, como un todo, ha entrado en una etapa, debido en gran medida a Un curso de milagros, en la que está preparado para encontrarse en un estado mental milagroso. Esto lo ha conseguido ‘al amenazar al ego’ ” (C:P.5).
Un curso de amor está lejos de plantear una amenaza, por lo menos en su estilo. Jesús avanza de manera cuidadosa y metódica del Curso a los Tratados, y de ellos a los Diálogos, empleando la lógica, desarrollando ideas a veces radicales, y sin embargo hablando con delicadeza, y siempre al corazón. A diferencia de Un curso de milagros, este Curso presenta pocos ejercicios; prefiere ofrecer la experiencia de estar en la cumbre de la montaña en los “Cuarenta días y cuarenta noches”. Habla en igual medida a “ella” y a “él”, a las hermanas y a los hermanos, y valida con fuerza los caminos femeninos del saber. Revela un “Modo de María”, que existe en relación simbiótica con el “Modo de Jesús”, que ahora acaba. Hace hincapié en “ser quien eres” de un modo que no anula ni el yo personal ni el cuerpo. Revela cómo la forma humana se puede transformar en “el Ser elevado de la forma” y cómo un mundo ilusorio se transformará en “nuevo” —divino— a través de las relaciones y la unidad.
Como es lógico, quienes conocen Un curso de milagros en un principio quizás duden de la autenticidad de Un curso de amor; sin embargo, reconocerán su continuidad. Y aunque conocer Un curso de milagros ofrece una valiosa preparación y perspectiva, Un curso de amor se sostiene solo. Quienes respondan a su llamada encontrarán un tesoro, sean cuales fueren sus antecedentes religiosos o espirituales.
Con esta edición completa, Un curso de amor pone fin a su relativamente escaso realce. Desde su transcripción inicial, no se ha realizado ningún esfuerzo coordinado por promocionarlo. No obstante, se fue desarrollando un movimiento subterráneo de vivo interés, que incluyó traducciones a distintos idiomas. Ha llegado su momento porque ya son muchos los que anhelan la conectividad del corazón y están desbordantes de pasión por ser quienes realmente son.
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