En poco tiempo la situación llegó a un extremo insostenible. Si el niño mamaba de un pecho, Ignacio exigía mamar del otro. Si lloraba, sujetaba a Laura por una de las muñecas para obligarla a permanecer en la cama junto a él y que dejase llorar al bebé hasta la extenuación; si le suplicaba que la dejara ir a consolarle, se quitaba el pantalón del pijama para obligarla a «cumplir con su obligación matrimonial» y se recreaba en ello mientras Laura aguantaba el dolor sin ser capaz ya siquiera de fingir excitación alguna, tratando de contener las lágrimas, porque si la veía llorar posiblemente sería aún más duro penetrándola. Y después, cuando él terminaba, pedía permiso, se levantaba y tomaba en brazos al niño, temblando, incapaz de controlar los sollozos que se mezclaban con los del pequeño Nacho, que se aferraba a su pecho hiriéndola al mamar con tanta ansia.
Afortunadamente había comenzado por fin la época de ferias y montas, Ignacio estaba fuera de casa muchos días y Laura pudo al fin respirar tranquila. El niño ya tomaba papillas y dormía toda la noche de un tirón, gateaba con energía incansable y todo parecía funcionar un poco mejor. Hasta la noche de domingo en que él llegó de Fonsagrada borracho y con ganas de continuar la fiesta.
Cenó con auténtica glotonería la dorada tortilla de patatas que Laura había terminado de cuajar un rato antes, en cuanto le oyó llegar. Si no estaba recién hecha era capaz de estrellarla contra la pared, no sería la primera vez. Ella comía a su lado, en silencio, esperando no cometer ningún error que la hiciera merecedora de un castigo. Él se sirvió un nuevo vaso de vino tinto.
—¿No me preguntas qué tal me ha ido en la feria?
—Claro, Ignacio —respondió, sumisa—. Perdona, estaba pensando en mis cosas. ¿Qué tal te ha ido la feria, cariño? ¿Vendiste bien los dos animales que llevabas?
—Por supuesto, estúpida. ¿Con quién te crees que estás hablando? Soy el mejor criador y el mejor tratante de la provincia y el negociante con más huevos de todo Lugo. No me podía ir mal.
—Perdóname, cariño. No me expresé bien, no dudaba de ti. ¿Fue agradable la comida con tus amigos? —Laura y su voz se iban haciendo pequeñas en la silla a medida que hablaba. No había querido hacerle enfadar.
—Pues ya que lo preguntas, sí. Mucho. La fulandanga del bar de Castro cocina la ternera bastante mejor que tú. Debí casarme con ella y no contigo, que ni un arroz con leche decente sabes hacer. Además, tiene un culo estupendo, para perderse en él —continuó, mientras hacía con las dos manos un gesto grosero—. No como el tuyo, que estás más escurrida que la mojama.
Laura intentó desviar la conversación; sabía que cualquier cosa que dijera le iba a traer consecuencias, de modo que trató de distraerle cambiando de tema.
—Hoy el niño se puso de pie él solo. Se agarró de una silla, lo intentó varias veces y al fin lo consiguió. Mi madre… —La mujer detuvo en seco la siguiente palabra que iba a pronunciar. Acababa de meter la pata y lo sabía. Él le tenía prohibido ver a su familia si no estaba presente para controlar lo que les decía y lo que no. E Ignacio, aunque estaba borracho, no pasó por alto el error.
—¿Tu madre? ¿Tu madre qué? Ha estado aquí, ¿verdad? Aprovechando que yo no iba a venir en todo el día te ha faltado tiempo para llamar a tu mamá y hacer que viniera para contarle lo malo que es tu marido, ¿verdad? —Se puso de pie violentamente y volcó la mesa de la cocina, con el consiguiente estrépito de vidrios rotos—. ¿A ti cómo hay que decirte las cosas? ¡No quiero que vengan si no estoy yo! ¡Antes que su hija eres mi mujer, y harás lo que yo diga! ¿Entiendes? —tronó.
—No han venido, Ignacio, déjame explicarte. Quería decir que mi madre ya me había prevenido de que en cualquier momento el niño se pondría de pie él solo, no me has dejado acabar la frase —quiso encogerse hasta desaparecer—. No han venido, cariño, no te enfades, por favor.
Tarde. El mecanismo de la furia ya estaba en marcha. El primer golpe lo recibió en la boca. Sintió de nuevo el sabor metálico de la sangre. No se atrevió a llorar.
—¿Te crees que soy imbécil? ¿Cómo cojones voy a confiar en ti si le abres la puerta a cualquiera en cuanto me doy la vuelta? ¡He dicho que aquí no entra nadie si no estoy yo, y nadie es nadie! —Otro golpe, esta vez sobre la oreja izquierda. Laura sintió el estallido de dolor y un zumbido sordo que se apoderaba de su oído. El zumbido subía y bajaba de intensidad con el bombeo de sangre de su corazón, que latía desbocado por efecto del pánico. Pensó en su hijo—. Hoy han sido tus padres, ¿y los otros días? ¿A quién más le abres la puerta? —La cogió del pelo para obligarla a levantarse de la silla en la que permanecía acurrucada para después empujarla contra la pared de azulejos de la cocina. Una mancha de sangre de su boca quedó impresa, como una flor aplastada, sobre el alicatado blanco—. Seguro que te follas a todo el que se acerca por aquí. Al repartidor de los piensos —el puño contra el pómulo, los huesos rotos—, al del camión cisterna que viene a por la leche —el puño contra el costado, la respiración entrecortada, las rodillas ya en el suelo lleno de trozos de vajilla, restos de comida y vino mezclados con su sangre—, al veterinario…
El pequeño Nacho se despertó y comenzó a llorar llamando a su madre. Ella, en el suelo, trataba de cubrirse inútilmente de la tormenta de golpes que Ignacio, ciego de cólera y celos, soliviantado por el alcohol y espoleado por el llanto del niño, dejaba caer sobre ella como una granizada furiosa y destructora. Mientras, él seguía bramando, completamente descontrolado. «Puta, más que puta, seguro que todo el mundo se ríe de mis cuernos y tú te los follas a todos riéndote también, eres una maldita guarra, mira en qué me has convertido, en un jodido cornudo de mierda al que nadie respetará nunca más, inútil, zorra, puta, mentirosa, te vas a pudrir en el infierno, traicionarme a mí, que te hice mujer, te hice madre y te mantuve, me las vas a pagar, zorra de mierda…». Ella casi no le oía ya. Su salmodia era como un eco lejano que apenas le llegaba al cerebro. Se asfixiaba por efecto de las patadas, que le habían fracturado varias costillas. Los huesos clavados en el pulmón le llenaron las pleuras de líquido y sangre, tenía la nariz también rota y ensangrentada, no había forma humana ya de respirar. El dolor era monstruoso, pero intuyó que terminaría pronto. Él, mientras tanto, ciego, sordo, fuera de sí, continuaba pateándola con saña. El oxígeno ya no llegaba al cerebro, el corazón bombeaba a toda velocidad sangre envenenada por todo su cuerpo. Las neuronas morían por millares cada segundo. Pensó en su niño con los últimos hilos de lucidez que le quedaban. Intentó pronunciar el nombre de su hijo, de su amado trocito de vida, pero de su boca solamente salió un vómito de sangre seguido de un agónico gorgoteo.
Ignacio Besteide tardó un rato largo en darse cuenta de que ya no estaba golpeando a su esposa, sino a un cadáver. Solo cuando tuvo la certeza de que la había matado fue cediendo en la intensidad de sus patadas hasta detenerse. Después se sentó en el suelo junto al cuerpo, hiriéndose con un trozo del plato de su cena. Desorientado, enterró la cara entre las manos y se echó a llorar. «¿Ves lo que me has obligado a hacer, puta? ¡Todo esto es por tu culpa! ¡Por tu culpa!». Pasados los primeros minutos de desconcierto, el hombre se fue a dormir la borrachera al sofá, dejando el cuerpo de Laura tirado en la cocina en la misma postura en que había quedado después del último golpe, haciendo caso omiso del niño, que no dejaba de llorar agarrado a los barrotes de la cuna. Por la mañana, cuando se hubo despejado, se duchó, se afeitó y se vistió. Pensó en darle algo al crío, pero no sabía qué, de modo que cerró la puerta de la habitación y lo ignoró. Ya se haría cargo de él alguien más tarde. Él tenía que ir a ordeñar las vacas, como todos los días.
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