Se había casado con aquel hombre porque «era un buen partido», según su padre. Con lo que había heredado y sabiendo trabajar con las vacas desde niño, amén de su capacidad de relaciones públicas, parecía el marido ideal para una joven como Laura. Ella era la hija de Antonio, el del colmado, un comerciante hecho a sí mismo y con unas inmensas ganas de medrar; casar a su hija mayor con un ganadero de renombre como Besteide le reportaría múltiples beneficios. Por eso se la ofreció. Ella no dijo nada, la habían educado para pensar que el amor no es estrictamente necesario antes de pasar por el altar sino que también puede llegar a través de la convivencia. Así fue entre sus padres y así sería para ella. Además, las órdenes de un padre no se discuten: se obedecen y punto. El día que se lo presentaron incluso llegó a resultarle atractivo: era alto y fuerte, moreno, de pelo en pecho, la piel cetrina, bien plantado y curtido por el trabajo. Tenía fama de ocurrente y gracioso, era conocido en toda la provincia y no había nadie del negocio de las vacas que no gustase de compartir mesa y un trago de vino con él. Fuera de casa era un hombre encantador. Lo malo comenzaba cuando llegaba al hogar y cerraba la puerta tras de sí, pero cuando alcanzase a descubrir eso ya sería demasiado tarde para ella.
Solo tenía veinte años cuando la vistieron de novia, y para Laura Marín, que no había estado a solas con ningún hombre en su vida, que no había tenido ningún novio antes de Ignacio Besteide y que nunca había salido de su pueblo ni de la sombra de su madre, el verse convertida en una mujer casada la llenaba de ilusión, pero le daba un poco de miedo. La habían criado para ser esposa y madre, sabía coser, guisar, era piadosa y obediente. Se había esforzado en mantenerse delgada, en protegerse del sol para conservar la piel blanca y en tener una melena larga y sedosa, como hacían las hijas de buena familia de Madrid que había visto en el periódico a veces. Era una de las muchachas más bonitas y discretas de la zona, y con eso y la dote que su padre podía aportar sería suficiente para cazar al que creían el «soltero de oro» del lugar. Creyó que podría llegar a enamorarse de Ignacio, creyó que todo iba a ser como en los meses en que él la cortejó, siempre en compañía, jamás sin luz ni sin carabina. Sabía que tendría que atenderle a él, aprestar su ropa, limpiar su casa, cocinar sus comidas y darle hijos, sabía que tendría que cumplir con su «obligación matrimonial» en la cama (aunque tuviera una idea un poco vaga de ello porque nunca nadie le había explicado la mecánica del asunto) y ser paciente con él, ayudarle con los animales en caso de necesidad, y creyó que él correspondería a sus cuidados con amor. ¡Con amor! ¿Qué menos? Pero no fue eso lo que encontró cuando él la empujó a la cama y le levantó la falda del vestido de novia. Ni siquiera esperó a que ella se preparase ni a que se pusiera el camisón que con tanto esmero había bordado para estrenarlo en la «mágica» noche de bodas. No le dio opción a tomar un simple vaso de agua para apaciguar los nervios ni le dedicó un beso, una caricia, una palabra tierna. «Llevo meses aguantándome las ganas con tu madre pegada al culo como una ladilla para vigilar que no te tocara. Ignacio Besteide no está acostumbrado a esperar». Desde aquella negra ocasión en que se quitó sola el vestido y se lavó los restos del apresurado asalto, tan alejado de lo que ella había soñado, mientras él ya roncaba la borrachera del banquete nupcial tumbado de bruces sobre la cama de matrimonio, Laura no pasó un solo día sin llorar.
Durante los primeros meses de su convivencia apenas la golpeó. Era duro con ella, exigente, pero sin demasiadas agresiones físicas graves. Todo en ella parecía molestarle, todo lo hacía mal, nada estaba a su gusto: ni las comidas, ni el planchado de las camisas, ni la limpieza de la casa, pero aún era soportable. Laura, en una visita a sus padres, había aprovechado unos instantes en que se quedó a solas con su madre para preguntarle si aquello era lo normal: que no fuera cariñoso, que a veces la insultase, que hubiese llegado incluso a abofetearla, que no le permitiese ver a su familia si él no estaba delante. «Hija, las mujeres no tenemos más remedio que conformarnos con lo que nos toca. Ya estás casada, hay que aguantarse. Esfuérzate más por tenerle contento, procura no irritarle y así quizá se ablande su carácter. También tu padre, al principio, decía que las comidas no estaban tan buenas como las de su madre, pero luego se acostumbró. Esos roces son normales, de empezar a vivir juntos». Normales. Aguantarse. Esfuérzate. Conformarnos. Exactamente las mismas palabras que escuchó de labios de don Carlos, el cura, cuando fue a confesarse. Nadie pensaba ayudarla. Después, el día a día fue haciendo que su marido subiese, uno a uno, los escalones de la violencia. Un golpe, luego dos, un insulto, otro peor, hasta hacer de cada conversación un violento monólogo, de cada noche un castigo, de cada encuentro sexual una desagradable agresión, de cada día una tortura. A veces, cuando pasaba por la plaza y los hombres que tomaban el sol a la puerta del bar la veían taparse para disimular un ojo morado o un labio roto, comentaban entre ellos: «Besteide ya le ha vuelto a dar lo suyo a la parienta». Lo suyo, qué ironía. Como si fuera lo natural. Estaba sola ante un monstruo contra el que no podía luchar.
Las cosas mejoraron algo cuando ella le dijo que se le estaba retrasando el periodo. Solo entonces el colérico Ignacio sujetó algo su ira para no malograr a la criatura que venía. «Va a ser un machote, seguro. Como su padre. Él me ayudará a llevar el negocio, cuidará conmigo del ganado y, cuando sea mayor, modernizaremos la estabulación y el ordeño con esas estaciones automáticas que han inventado los alemanes. Yo le enseñaré cómo hay que tratar a las vacas y a las mujeres, que son las dos razas de animal más estúpidas que existen». Laura, al oírle, bajaba la cabeza y rezaba para sí misma: «Por favor, Dios, que sea un niño, porque como sea una niña es capaz de matarme». Por fortuna para ella, después de un larguísimo parto atendido en casa por la matrona del pueblo, lo que alumbró fue un varón. Besteide, en cuanto se lo dieron, lo despojó de los pañales para examinar sus atributos. «Así me gusta, con unos buenos cojones, como tu padre». Y sin dar siquiera un beso a su esposa, que yacía en la cama agotada y débil por la brutal pérdida de sangre, se marchó al bar a celebrarlo con los amigos. Tardó dos días en volver.
Laura pensó que quizá la llegada del tan deseado hijo la elevaría a los ojos de su marido, que la respetaría un poco más. Pero fue al contrario. Ignacio comenzó a sentir unos celos terribles del recién nacido y no podía soportar que ella dejase cualquier cosa que estuviese haciendo para ir a darle de mamar, cambiarle los pañales o acunarle. En cuanto el niño despertaba y comenzaba a llorar, su padre detenía el gesto de Laura de ir a atenderlo dando un violento puñetazo en la mesa. Tenía que esperar su permiso si no quería recibir algún castigo. «Irás cuando termines de servirme la comida. El jodido crío tendrá que aprender a esperar a que los mayores acaben de comer». Ella apretaba los dientes y no decía nada. No tenía sentido suplicar, su marido no tenía piedad ninguna. Llegó a dudar que tuviese corazón. Por las noches era aún peor: si el bebé lloraba y le despertaba se ponía furioso, de tal modo que muchas noches las pasó Laura sentada en una silla de la cocina con el niño en brazos para que él durmiera. Era mejor eso que tenerlo de mal humor todo el tiempo porque si él tenía un mal día, no habría loción de árnica suficiente en las boticas de toda la comarca para aliviar la colección de morados que florecerían en el cuerpo de ella.
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