Susana R. Miguélez - Secretos a golpes

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Hubo un tiempo en que no existían estadísticas acerca de cuántas mujeres morían cada año en España a manos de sus maridos o novios. Hubo una época en que pegar a la esposa era aceptado socialmente, en que anular a la mujer era lo normal, en que matar a la legítima era un «crimen pasional» casi entendible y hasta disculpable porque, seguramente, ella se lo buscó. Hasta hace no muchos años las mujeres eran seres inferiores, dependientes, sin capacidad para decidir nada sin permiso de un hombre. Por no ser, no eran siquiera dueñas de sus destinos.Pero no es de eso de lo que trata esta novela. Los protagonistas de este libro no son los que murieron sino los que lograron sobrevivir. En estas páginas hay mucho más que violencia, más que dolor, más que palizas y lágrimas: hay esperanza. Hay una semilla de libertad que nació entre las manos de una peluquera, hay un grupo de héroes forjados a golpes que desafiaron a su tiempo para luchar contra el monstruo del maltrato. Hay muchas preguntas, pero una sola respuesta: Luchar contra la violencia de género es trabajo de todos cada día.

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No fue hasta los nueve años, la edad en que hizo su Primera Comunión en el mismo lugar reducido y familiar de los rezos y las misas diarios, cuando comenzaron a valorar seriamente su futuro. Aquel verano en que el calor sofocante y el canto de las chicharras lo llenaban todo, las hermanas recibieron la llamada del señor Obispo anunciando su visita, de modo que la comunidad entera se movilizó. Había que limpiar, baldear los suelos, tener en perfecto orden de revista los paritorios, las cunas, las zonas comunes y las dependencias administrativas. Inés no se libró de la vorágine limpiadora; esa fue la primera vez que entró al despacho privado de la Superiora. Allí se registraban los nacimientos ocurridos en la casa, se inscribía a los expósitos y se adjuntaban los expedientes de bautismo, ceremonia que, por rutinaria, había dejado de ser festiva para convertirse en un puro trámite llevado a cabo por el padre Amancio, el sacerdote de rostro serio e incipiente calvicie que atendía las necesidades espirituales de las religiosas. Cada primer domingo de mes se incorporaban nuevos cristianillos a las filas de Jesucristo, siempre con la misma concha venera y en la misma pila portátil de cobre que asentaban sobre un trípode junto al altar mayor. Solamente los que nacían enfermos o defectuosos eran bautizados con urgencia por la hermana Carmen o la hermana Amalia en cuanto nacían; para eso era la jofaina de loza blanca que se guardaba en el dispensario sobre uno de los armarios que contenían el material médico. En aquel despacho tan serio, con sus estantes atiborrados de libros, sus cuadros de la Madre Fundadora, del papa Pío XII y de san Antonio de Padua, el protector de los huérfanos, era también donde se hacían las entrevistas a los padres adoptantes y se decidía la suerte de los niños acogidos. Allí, en aquella penumbra de techos altos, marcos dorados y pesadas sillas de madera oscura, se daban y quitaban oportunidades, se elegía por quienes dormían en las cunas del nido y se les otorgaba un destino u otro dependiendo del criterio y los intereses del poderoso don Dinero y de la Iglesia Católica, madre amorosa y salvadora algunas veces, madrastra otras.

Inés barrió el suelo con su escoba de juguete, tarea que le llevó casi toda la mañana. Después comenzó a quitar el polvo de los lugares que su corta estatura alcanzaba: el escritorio de caoba maciza, los tres primeros estantes de cada armario, los libros, las sillas. Por último, empleando un escabel, consiguió limpiar con su trapo de franela, procedente de un viejo camisón, dos alturas más de aquellos anaqueles. Las lámparas y la parte superior de los armarios los repasaría alguna de las monjas más jóvenes de la casa. Las hermanas de más de cincuenta años, las dos que ejercían de matronas y la hermana Clara, cuyos dominios comenzaban y acababan en las cocinas de las que era enteramente responsable, eran las únicas que estaban dispensadas de las labores de limpieza ordinarias; el resto de religiosas hacían aquel trabajo respetando rigurosos turnos que la propia Superiora elaboraba semanalmente.

La pequeña miraba todos aquellos estantes llenos de libros y deseaba saber lo que contenían, pero eso no estaba a su alcance: sabía hacer muchas cosas, como cambiar los pañales de un recién nacido, fajar a un bebé herniado, hacer una cama incluyendo los ingletes de las esquinas de la sábana y la colcha, limpiar e incluso coser botones y remendar ropita de niño, labores estas últimas en las que era instruida por la gruñona y obesa hermana Javiera, la que no quiso ni mirarla cuando la recogió del felpudo aquella lejana noche de invierno. Sabía hacer todo eso, además de calmar cólicos y llantos y de pelar patatas y cebollas bajo la atenta mirada de la hermana Clara, pero no sabía leer ni escribir. Eso, para una niña como ella, expósita, hija de nadie, recogida por caridad, no era prioritario. Por esa razón le permitieron entrar en el despacho de la Superiora: no había peligro de que pudiese curiosear nada en toda aquella documentación. Si hubiera sabido leer no habría tenido problemas en localizar su propio expediente en el que, además de la fecha de su abandono, su nombre y sexo y la constancia de su bautismo apresurado, habría visto, escrita en rojo con la pulcra letra de la hermana Mercedes, una anotación: «No adoptable por deficiencia mental manifiesta». Ese era el truco que permitía a las monjas quedársela hasta la mayoría de edad. Una falsedad que nadie cuestionaría ni investigaría nunca.

Al terminar con la tarea que le habían encomendado, Inés se dirigió a las cocinas. Allí trasteaba la hermana Clara entre los grandes pucheros de su reino culinario, removiendo caldos, aspirando vapores y dando órdenes a las religiosas que tenían el turno de comedor esa semana, siempre dos, para que se encargaran de llenar las soperas, partir y distribuir el pan, poner las servilletas y los cubiertos, servir las mesas y después recoger, fregar, barrer las migas y dejar el refectorio en orden. Allí solamente comían las monjas; los niños acogidos usaban otra sala y lo hacían ayudados por Inés y por Ángela. Esta última ya había pasado de novicia a hermana, pero había rehusado adoptar la toca negra del resto de la congregación porque le parecía lúgubre. Vestía, con la dispensa de la Superiora, su bata blanca de siempre. Solamente se ponía el hábito oscuro para las fiestas de guardar.

La pequeña Inés preparó el carro con las raciones de los niños, los baberos de tela y los cestillos de pan. En la bandeja inferior del carrito de madera vio un frutero lleno de peras; aquella semana, con motivo de la visita del señor Obispo, había fruta para el postre de las principales comidas. No era frecuente semejante lujo, de modo que la niña, contenta, comenzó a salivar pensando en el dulce jugo de la pera que se comería en cuanto terminase su trabajo con los pequeños.

Ya salía hacia el comedor de los expósitos cuando la detuvo la voz de la hermana Mercedes, que hablaba con la hermana Carmen en el pasillo. Oyó su nombre en la conversación e instintivamente, y aun sabiendo que no era correcto y que después debería contárselo en confesión al padre Amancio, se detuvo y se ocultó para escuchar.

—…Del problema de Inés ya hablaremos más adelante, no es ahora el momento con la visita del señor Obispo tan cerca.

—Precisamente, Mercedes. ¿Qué vas a hacer? ¿Esconderla para que non la vea? Es evidente que non tene tara mental alguna, es lista como un coello 2, no hay más que verla.

—Lo sé, Carmen. Y tú sabes igual que yo que no deberíamos tenerla aún aquí con su edad, y si está es porque nos resulta útil. Si el señor Obispo se da cuenta de su «don de la calma», despídete de ella.

La hermana Carmen quería demasiado a la pequeña como para dejarla en manos de ningún extraño; era prioritario evitar que el señor Obispo la viese, pero también lo era ir pensando en su futuro. Inés crecía y no podrían retenerla eternamente. A menos que solicitara ingresar en la Orden y tomar los hábitos, como ya había hecho Ángela en su día.

—Independientemente de que la escondamos ahora, temos de ir preparándoa para os cambios que veñen —repuso Carmen—. Pronto comenzará a facer preguntas, y si no se las respondemos buscará quien se las conteste. Por aquí pasan mulleres de todas clases, tú lo sabes. Non querrás que sean ellas las que le digan cómo es o mundo fuera, ¿verdad?

—Muy bien. —La Superiora abrió las manos en señal de rendición—. ¿Qué propones que haga? ¿Se la enviamos a las Ursulinas para que quede interna en el colegio con el resto de hospicianas y dejamos que se malogre su don?

—¿Con las Ursulinas? ¡Desde luego que non ! Inés non saldrá de aquí mientras yo pueda evitarlo —negó la matrona—. Hablemos con o padre Amancio. Quizá pueda enviar un diácono a la casa para que o ensine a ler , escribir y las cuatro reglas. Al convento o como muller casada, esa criatura tendrá que irse cuando llegue a cierta edad. Por lo menos que lo haga un poco preparada, non como una de esas campesinas analfabetas a las que tan fácilmente engañan os mozos da contornada.

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