Susana R. Miguélez - Secretos a golpes

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Hubo un tiempo en que no existían estadísticas acerca de cuántas mujeres morían cada año en España a manos de sus maridos o novios. Hubo una época en que pegar a la esposa era aceptado socialmente, en que anular a la mujer era lo normal, en que matar a la legítima era un «crimen pasional» casi entendible y hasta disculpable porque, seguramente, ella se lo buscó. Hasta hace no muchos años las mujeres eran seres inferiores, dependientes, sin capacidad para decidir nada sin permiso de un hombre. Por no ser, no eran siquiera dueñas de sus destinos.Pero no es de eso de lo que trata esta novela. Los protagonistas de este libro no son los que murieron sino los que lograron sobrevivir. En estas páginas hay mucho más que violencia, más que dolor, más que palizas y lágrimas: hay esperanza. Hay una semilla de libertad que nació entre las manos de una peluquera, hay un grupo de héroes forjados a golpes que desafiaron a su tiempo para luchar contra el monstruo del maltrato. Hay muchas preguntas, pero una sola respuesta: Luchar contra la violencia de género es trabajo de todos cada día.

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Lo de ser ganadero le había venido por herencia: era el único hijo varón que había tenido su padre. El establo, el tractor, los campos, la casa y los animales, todo le fue dado a él porque lo natural era que fuera él quien lo heredase. Su progenitor ya se había encargado de casar a sus hermanas para dejarlas bien colocadas. Evidentemente, si se hacía una valoración objetiva de lo que había recibido Ignacio respecto de lo que heredaron ellas, lo suyo era mucho más. Pero ellas eran mujeres y las mujeres podían trabajar con las vacas y en los campos, pero ni mucho menos soñar con ser sus propietarias. Ellas están para faenar, fregar, guisar y abrir las piernas, no para mandar. Para eso fue creado el hombre, lo decía la Biblia, lo decían los curas, lo decía el Generalísimo y era más que sabido. Solamente de pensar en una mujer haciendo tratos con los otros ganaderos para vender un animal o para organizar una monta con el semental, le entraba la risa. Era de todo punto ridículo.

Con el fajo de billetes en el bolsillo de su americana de paño, Ignacio fue a buscar su coche. Él fue uno de los primeros del pueblo en tener automóvil propio. Lo compró bien llamativo, amarillo con dos rayas grises longitudinales que le daban un aire deportivo. Era un Seat 1400 que había hecho traer de Barcelona el año anterior, en 1955, apenas las primeras unidades de ese modelo salieron de la fábrica; no encontró automóvil más adecuado a su carácter ostentoso y prepotente. Así, por allá por donde pasara todos sabrían que Ignacio Besteide había salido de feria, de copas o de putas. En toda la provincia de Lugo le conocían bien, era generoso invitando en los bares, tanto más cuanto más borracho estuviese, y no había club de alterne donde las chicas no supiesen de él. Las mujeres más expertas avisaban a las nuevas pupilas cuando le veían entrar: «ojito con Besteide. Si te vas con él trátalo bien porque tiene la mano larga». Por eso cuando asomaron su mentón prominente y sus ojos vidriosos por la puerta de El Cisne, su local favorito, la madame trató de endilgarle un par de whiskies más antes de que subiese para montar torpemente a la chica que estuviese libre: cuanto más ebrio y confuso, menos daño a la mercancía.

Al ser domingo, a pesar de lo temprano de la hora, el local estaba lleno. Todas las lámparas rojas, con sus flecos igualmente carmesíes, esparcían luz mortecina sobre las mesas lacadas en negro y ocupadas por los clientes. Camareras semidesnudas pululaban entre las butacas con las bandejas llenas de copas de coñac de garrafón y falso bourbon con mucho hielo. Los parroquianos no se relacionaban entre ellos aunque se conocieran. De hecho la mayoría se conocían. Apenas se saludaban con un ligero gesto de la cabeza al pasar unos junto a otros en el salón. Allí se iba a lo que se iba, para hablar estaban el bar y las partidas de mus, no la casa de putas. Y lo que pasaba allí dentro no se contaba fuera, era una norma no escrita que todos aquellos «caballeros» respetaban. Muchos de los presentes aquella tarde eran también ganaderos que venían del recinto ferial con los bolsillos llenos de billetes frescos, ávidos de disfrutarlos antes de volver a sus hogares con sus esposas. El ambiente, sórdido y lleno de humo, casi se podía cortar.

Casi todas las «otras» chicas, las que no servían copas, estaban trabajando arriba, en los dormitorios, de modo que apenas había ninguna en el salón. Mencía, la prostituta de los grandes pechos y los lunares en la barbilla, hizo una mueca de desagrado cuando vio a Ignacio, con su pelo negro y su puro maloliente entre los dedos, la corbata de rayas aflojada y el cinturón desabrochado, sentado en una de las butacas rojas de terciopelo. Lanzó una mirada suplicante a la madame , a la que esta contestó con un enérgico gesto que quería decir «te toca, no hay discusión». La última vez que tuvo que subir a hacerle un servicio él estaba tan bebido que ni siquiera consiguió una erección aceptable. Se empleó a fondo, con toda su experiencia de puta curtida en mil batallas, pero fue inútil. Frustrado y herido en lo que más estimaba, es decir, su virilidad, Ignacio había orinado sobre la mujer. Solo de pensarlo a Mencía se le erizaba el vello. «Zorra inútil, tú tienes la culpa. Si no sabes complacer a un hombre dedícate a otra cosa o métete monja», le había dicho. Aún recordaba con asco su aliento apestoso y etílico sobre ella, sus movimientos torpes y sus insultos. Con un suspiro de resignación, la meretriz se soltó la bata de rayón que la cubría para dejar entrever su ropa interior negra y se acercó a él. Hedía a alcohol y a farias, a mierda de vaca y grasa rancia tapada con loción de afeitar, pero aun así le pasó el brazo sobre los hombros y se sentó en sus rodillas.

—Hola, guapo. ¿Qué tal te han ido los negocios hoy?

—De cojones, rapaza. Vamos arriba y pórtate bien que a lo mejor te doy propina. Y dile a tu jefa que no me eche tanta agua a los whiskies , que no estoy tan mamado como para no darme cuenta de que siempre trata de estafarme.

Después hundió el hocico en el escote de Mencía mientras esperaba a que otro cliente dejase una de las camas libres.

Cuando salió de El Cisne se puso de nuevo al volante de su coche para ir a casa. Debían ser más de las nueve de la noche y llovía con fuerza. Laura seguramente tendría la cena ya preparada. Apenas se tenía en pie cuando llegó; la esposa había acostado al pequeño Nacho, que aún no andaba, y se había sentado a esperar a su marido. Tenía hambre, pero no se habría atrevido a cenar antes de que llegara él, aunque fuese a una hora indecente; la última vez que lo había hecho se había ganado un castigo difícil de olvidar. Aquella fea noche de escalofriante recuerdo también había bebido, venía con la bragueta abierta y el pelo revuelto, eran más de las doce y ella, cansada de esperarle, había cenado y se había acostado. Estaba ya tan avanzada en su embarazo que apenas se veía los pies, pero él la hizo levantar de la cama a empujones. «A tu marido le pones la cena caliente en la mesa y le esperas a cenar. A tu marido le sirves porque para eso te casaste, holgazana asquerosa, si no estuvieras preñada te metía una paliza que te ibas a enterar, vaga de mierda. ¡Aquí antes que yo no come ni el perro! ¿Me has entendido?» Laura, sumisa y obediente, se había levantado con dificultad, había calentado la cena, había puesto la mesa y le había servido. Después había recogido el plato y los cubiertos, los había lavado, y antes de poder acostarse le había tenido que hacer una felación tratando de disimular el asco que sentía: él no quería penetrarla por si dañaba al niño, pero sin su ración de sexo no se iba a quedar, que para eso se había casado. A Laura ya le daba igual: con no recibir ningún golpe se daba por contenta, pero cuando él eyaculó en su boca sintió una poderosa arcada y vomitó sobre el mismo suelo en el que estaba arrodillada. Ignacio estrelló su puño cerrado contra el ojo derecho de su mujer, rompiéndole el pómulo y produciéndole un derrame que hizo que en dos semanas no se atreviese siquiera a salir de casa. «¿Te da asco tu marido? ¡Puta! ¡Lo que yo te dé a tragar, te lo tragas! Maldita seas, ¿quién me mandaría a mí casarme con semejante burra? Seguro que te follas hasta al cartero, pero tu marido te da asco, ¿verdad? Ya te enseñaré yo a ti lo que es estar casada y obedecer. Y por tu bien espero que la criatura que llevas dentro sea un varón, porque como sea otra guarrilla como tú, por mis cojones que os mato a las dos, ¿está claro?» Después de aquella noche jamás habría osado cenar antes que él. Por eso en cuanto oyó la llave en la puerta todos sus sentidos se pusieron en alerta, se levantó aprisa para que la encontrase en la cocina y no sentada (eres una puta holgazana), se puso el delantal (ponte el uniforme de trabajo, a ver si vas a manchar la ropa que yo te compro) y fingió una sonrisa para él (a tu marido ponle siempre buena cara si no quieres que te la parta) mientras rezaba para que no quisiera besarla.

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