—De acuerdo, así lo haremos —sentenció la hermana Mercedes—. Pero auguro problemas. Si decide irse y no profesar no podrá hacerlo así, por las buenas. Las mujeres necesitamos un tutor legal, un varón de la familia, y ella no tiene padre ni hermano ni nada. Tendrá que marchar como sirvienta a alguna casa donde se hagan responsables de ella, o irse ya casada, y ya me dirás cómo le vamos a encontrar un novio. Si se marcha sola las dos sabemos cómo acabará: en brazos de algún gañán que le dé techo y comida a cambio de que le caliente la cama.
—Tenemos en casa una criatura extraordinaria, Mercedes. Si la educamos bén non será difícil encontrarle marido si se da el caso, pero creo que será más fácil inculcarle la fe para que decida tomar os hábitos. Mais complicado es encontrar padres para algunos nenos y lo conseguimos, ¿non ? Faremos della una muller sensata, buena e con cultura, y verás que al final ingresará en la Orden y todo irá bien.
—Eso espero. Ojalá no tengamos que arrepentirnos de no haberla dado en adopción cuando se pudo. Mientras tanto, durante los días que el señor Obispo esté aquí y para evitar problemas, podemos enviar a Inés a casa del farmacéutico, si te parece bien. Su mujer está a punto de dar a luz otro niño, ya no sé si es el quinto o el sexto. Le vendrá de perlas una ayuda.
—Muy bien. Esta noite preparamos el hato de la chica. Ángela le dirá adónde va y para qué, e mañana la llevamos a primera hora, antes de que llegue don Benedicto. Si la ve aquí preguntará, e non conviene.
Finalizada la conversación, las dos religiosas se marcharon para continuar con sus tareas. Inés, con las manos todavía asiendo el carrito de la comida, temblaba en la penumbra del pasillo. Su corazón galopaba descontrolado, tuvo que hacer un serio esfuerzo para encerrarse en sí misma, arrullarse para calmarse y poder pensar con claridad. Casi deseaba no haber escuchado aquello, pero ya no tenía remedio. No lo había entendido todo pero sí algunas cosas, suficientes para responder algunas de las preguntas que siempre se había hecho y que nadie había querido contestarle. Por su bien o por conveniencia, las monjas la estaban engañando. No habían llegado unos padres que la adoptasen, como había pasado con muchos de los otros, porque ellas no habían querido entregarla, no porque fuera distinta de los demás niños, que era la respuesta evasiva que siempre recibía de ellas. Tanto tiempo deseando que esos papás llegasen, tanto tiempo soñando con que alguien la quisiera y se la llevara como ocurría con los demás, para enterarse ahora de que eso no pasaría nunca porque las que siempre creyó que eran su única familia preferían retenerla y meterla a monja. ¿Por qué? ¿Por qué no le preguntaban a ella? Claro, era muy pequeña para tener sueños, para tener deseos. Era muy pequeña para decidir y había que decidir por ella. No dudaba de que la hermana Carmen, Ángela o la Superiora la quisieran, podía percibir su cariño cuando las abrazaba. Pero ese amor no era desinteresado e incondicional como el suyo. Era un vínculo que disfrazaba de generosidad cristiana el egoísmo. Inés dudó seriamente que Dios estuviese de acuerdo con aquello. El pequeño mundo emocional de la niña acababa de venirse abajo por primera vez. Luchando por conservar la calma y no dejar salir las lágrimas que le llenaban ya los ojos, Inés intuyó que no debía confesarle al padre Amancio que había escuchado aquella conversación.
La niña acababa de sufrir una de las decepciones más grandes de su vida, un golpe que le hizo tomar la primera de las grandes decisiones conscientes de su existencia: nunca sería una monja. Saldría de la casa cuna en cuanto le fuera posible y lo haría como mujer seglar. Le daba igual el modo, pero se marcharía, formaría su propia familia, tendría hijos y no los abandonaría jamás, ni tampoco decidiría su futuro de forma interesada. No haría nada, nada en absoluto de lo que habían hecho con ella. Pero hasta que ese día llegase nadie podía saber que estaba al tanto de los planes de las religiosas. Debía aprovechar, aprender, crecer y hacerse la tonta. Y, llegado el momento, ya diría lo que tenía que decir.
Aquella misma noche Ángela fue a hablar con Inés. Llevaba en las manos una pequeña maleta de cartón en la que fue colocando cuanto pensó que la niña podía necesitar mientras estuviese en casa del farmacéutico: su camisón, ropa interior, una blusa limpia, dos delantales, el cepillo de dientes. Mientras tanto, fue dándole a la pequeña las instrucciones que le habían ordenado transmitirle.
—«Albaricoque», tienes que ir unos días a ayudar a la mujer del farmacéutico. Es muy buena, ya verás, tiene tantos niños que te parecerá que no has salido de aquí. Está a punto de dar a luz, ya sabes, de tener otro bebé. Como lo que hacen las mujeres que vienen aquí, eso que te he explicado muchas veces pero que las monjas no te dejan ver.
—¿Eso de abrir las piernas y gritar y que salga un niño desnudo? —inquirió Inés. A pesar de vivir en una maternidad, las hermanas nunca habían dejado que entrase en los paritorios, no había visto nunca un parto. Su curiosidad natural acerca del hecho en sí y de los gritos que escuchaba hacían que preguntase frecuentemente, pero solo Ángela, con su falta de malicia, le respondía. Para las demás hermanas el misterio de la vida debía ser para ella eso, un misterio hasta nueva orden.
—Eso. Pero mejor que a las de aquí, porque esa tiene marido y dinero y echará el bebé en su cama, con un médico y toallas limpias. Y no se lo tendrá que dar a las monjas, porque el niño tiene papá y lo querrán mucho, como a sus otros hijos. ¿Entiendes?
—Pero, ¿para qué me envían allí? ¿Tengo que ayudarla a tener el niño? Yo no sé hacer eso, Ángela.
—No, tonta —le respondió la joven dándole un cariñoso cachete en la cabeza—. Solo has de entretener a los otros hijos, darles de comer, hacer las camas y limpiar y eso. Como aquí pero en su casa. ¿Lo entiendes?
—Sí, lo entiendo. Me portaré bien. A lo mejor cuando me conozcan deciden adoptarme y ser mis papás. ¿Tú crees que querrán hacerlo?
La monja soltó una sonora carcajada.
—¿Adoptarte? ¿A ti? No te hagas ilusiones, Inesita. Somos tontas y mayores, y la gente pide bebés pequeños y listos. Nadie nos querrá nunca. Cuanto antes te acostumbres a esa idea más feliz serás. Y anda, acuéstate, que vendrá un coche a buscarte en cuanto toquen a Maitines.
«Somos tontas y mayores». Las palabras de Ángela se quedaron, como un eco, rebotando en la mente de Inés. La querida, la pobre Ángela, con su bendita inocencia, creía todo lo que le decían. Pero ella ya sabía la verdad, sabía que en su caso no había falta de luces. Era mayor para ser adoptada, pero no tonta. Tenía que esperar, esperar el momento oportuno para dejar atrás aquel teatro de secretos, intereses y conveniencias que habían tejido a su alrededor. Algún día saldría al mundo de verdad y entonces su vida comenzaría a tener sentido. Pensando en ello cerró los ojos, con la cabeza morena apoyada en la almohada, y soñó con ser mayor y tener alas. Alas para volar libre.
2 Conejo
CAPÍTULO SEIS
AQUÍ MANDO YO
Ignacio Besteide apuró de un trago su copa de orujo. Formaba parte de su actividad como ganadero y tratante: los acuerdos comerciales se cierran con un apretón de manos en la feria, pero se firman en el bar, frente a una copa y con un buen puro en la boca. Así había sido siempre y así debía seguir siendo. Septiembre era fecha obligada para el negocio: la feria de Fonsagrada reunía los mejores ejemplares de vacuno que se podían encontrar en el país. Las frisonas, fantásticas productoras de leche traídas de Holanda, eran las estrellas del cotarro y él acababa de vender dos buenas vacas, sacando un jugoso beneficio por ellas. Eso había que mojarlo pero, como de costumbre en los últimos años, se le había ido la mano con la celebración. Aunque, claro, no estaba tan borracho como para no poder conducir hasta su casa. Era un hombre, podía aguantar el alcohol, la carretera y lo que hiciera falta. Se vestía por los pies, «tenía cojones», no hacía falta más.
Читать дальше