José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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Mientras Arturo conducía, Vicente llamó por teléfono a Córdoba. Le dio el nombre y dirección donde se encontraba el vehículo. La orden de traslado del coche a dependencias policiales estaba en marcha. Llamaron a Juan Carlos por teléfono indicándole que se encontraban en la puerta del garaje.

Al momento, la puerta del garaje se abrió y Juan Carlos salió junto a un joven.

—Podéis bajar con el coche al garaje.

Una vez dentro, vieron a Durio al fondo. Se aproximaron y aparcaron en una plaza libre junto al coche que este custodiaba, un Mágnum azul oscuro. Cuando salían sonó el móvil de Vicente.

—¿Dígame jefe? —contestó.

—Vicente, escúchame atentamente —hablaba despacio, mascando las palabras—. El padre de Alberto Poncel es Jaime Poncel Peña. ¿Le conoces?

—Pues no, jefe. ¿Debería conocerlo?

—No necesariamente. Estamos hablando de gente muy influyente. Todo el edificio donde te encuentras es de su propiedad; en varias plantas tienen instalado el despacho de abogados más importante de Valencia, por lo menos uno de los más importantes, en el cual trabaja su hijo. Es también accionista mayoritario en varias empresas. Para rematar la historia, tiene conexiones en política. Además, le conozco personalmente.

—¿Qué quieres decirme? ¿Me disculpo por haberles molestado y nos vamos?

—No me malinterpretes, coño. Lo que pretendo decirte es que tengas precaución, que actúes con mucho tacto.

Mientras hablaba con el Comisario, se aproximó a la parte trasera del coche, se agachó y observó el trocito de piloto que faltaba.

—Jefe, o mucho me equivoco, o el fragmento de piloto encontrado en el lugar del suceso coincide con el que le falta a este coche.

Las palabras dinero y política eran la combinación perfecta para tocar los cojones a cualquiera. Seguro que el Comisario estaba pensando en las implicaciones políticas de este caso, en las consecuencias para su carrera. Era pronto para recibir presiones, pero seguro que no tardarían en llegar. Tuvo el presentimiento de que este caso se iba a complicar.

—Necesito que este coche sea trasladado al laboratorio forense y que Alberto Poncel me acompañe a dependencias policiales para interrogarle y realizar un registro de su vivienda. —La voz imperiosa de Vicente transmitía que por mucho pez gordo que fuera, no estaba dispuesto a transigir.

—Vicente, jugamos en el mismo bando. Ahora mismo tramitamos el traslado del coche. Tráetelo a comisaría y después de interrogarlo, decidimos si procede el registro de su vivienda.

—De acuerdo. Pero no quiero que el individuo nos joda el registro. Métales prisa a los del laboratorio, porque no le voy a dejar salir si tengo dudas.

—He dicho que luego lo decidimos —sentenció el Comisario.

—Dejo un agente junto al coche y otro fuera en la calle, esperando la grúa. —Necesitaba meter presión—. Que no tarde.

—Vale —terminó el Comisario y colgó.

—Juan Carlos.

—Dime, Vicente.

—Permanece junto al coche. Nos mandan la grúa para su traslado. Durio, espera en la calle a que llegue. Cuando termine, no quiero que lo perdáis de vista en ningún momento hasta su entrega a los de la científica. ¿Está claro?

—Claro y cristalino, jefe.

—¿Fotografiar cómo nos lo hemos encontrado?

—Están trayendo la cámara. Antes de tocarlo lo fotografiaremos, no te preocupes.

—Gracias. ¿Me acompaña usted a ver al Sr. Poncel? —le dijo Vicente al joven empleado del bufete—. Durio, coloca un tope en la puerta del garaje para que puedas abrirla desde fuera.

—Puede abrirse desde dentro —contestó.

—No quiero que Juan Carlos se separe ni un metro de este coche.

—¿Me acompaña, señor?

—Claro, majete. ¿Cómo te llamas?

—Ruiz

—Ruiz, vamos a ver a tu jefe.

A continuación, Arturo y Vicente acompañaron al joven del gabinete. Subieron en ascensor a la tercera planta y cuando las puertas se abrieron, se encontraron directamente en una gran sala de recepción. Las paredes pintadas en un tono salmón pálido, lienzos al óleo que imitaban grandes obras del barroco, muebles macizos, transmitiendo poder. Frente a ellos, dos secretarias que personificaban la eficacia. Se acercaron a una de ellas, se identificaron y solicitaron hablar con Alberto Poncel.

—No sé si podrá atenderles, está en una reunión —les dijo la secretaria—. Tomen asiento, por favor, y ahora mismo les digo algo.

—Perdone, señorita. —Por la edad, tenía más pinta de señora que de señorita, pero Vicente siempre pensaba: «si no va acompañada de su marido, siempre hay que dirigirse a una mujer, como señorita»—. Creo que no me he expresado correctamente cuando le he preguntado si podíamos hablar con el Sr. Poncel. Quería decir que necesitamos hablar inmediatamente con él. ¿Me ha entendido ahora?

La mujer sufrió una especie de sobresalto, como si por debajo de la mesa le hubieran dado una pequeña descarga eléctrica.Miró fijamente a Vicente; le estaba evaluando, mientras éste se apoyaba con las manos sobre la mesa en una clara actitud intimidatoria. Descolgó el auricular y marcó dos dígitos. Se giró sobre su silla para mantenerse lo más apartada posible del inspector, habló en voz baja y colgó. Se puso de pie.

—Acompáñenme, por favor —dijo mientras se dirigía por el pasillo.

—Muchas gracias —contestó Vicente, encantador.

Avanzaron por un pasillo situado al fondo con puertas a ambos lados; se dirigieron a una de ellas, la secretaria dio unos golpecitos y abrió.

—Pasen —dijo mientras se apartaba para que los inspectores entraran.

Tras una mesa de madera oscura, sentado en un sillón les esperaba un hombre con semblante serio, «demasiado para ser el primer contacto con los inspectores», pensó Vicente. Mientras se acercaban, el hombre se levantó, se identificaron y entonces Vicente observó que si la primera impresión al entrar era de seriedad, ahora veía con absoluta certeza que su rostro reflejaba preocupación, una gran preocupación. El inspector tomó nota.

El despacho no era demasiado grande, por lo menos ese era el efecto al entrar. Destacaba el hecho de que las paredes fuesen unas librerías repletas de tomos, dándole al despacho esa áurea de respeto y dignidad que únicamente proporcionan los libros. Únicamente la pared situada detrás de la mesa se encontraba sin libros. En ella un gran ventanal que iluminaba la habitación y en ambos lados del ventanal, dos lienzos. Vicente dedujo que de gran valor. No se equivocaba, uno era del pintor Vasco Ignacio Zuloaga y el otro de Ramón Casas, dos extraordinarios pintores españoles. Los cuadros pertenecían a la pinacoteca privada del poderoso Jaime Poncel, padre de la persona que les estrechaba de forma bastante fría la mano.

—Perdonen que no les haya acompañado a ver mi coche, pero estoy algo ocupado.

No se molestó en bordear la mesa para recibirlos, creando un espacio físico entre ellos. Les menospreciaba con la pedantería de lo muy ocupado que se encontraba.

—No se preocupe —contestó Vicente.

—Ustedes dirán qué ocurre. ¿Qué le pasa a mi coche?

—Tiene el piloto trasero derecho roto.

—¿Cómo dice? —preguntó, perplejo.

—¿No sabe que tiene el piloto trasero derecho roto? —repitió Vicente.

—Pues, créame. No lo sabía —se excusó, sonriendo—. Ahora comprendo la urgencia de su intervención. No se preocupen, lo solucionare inmediatamente. ¿Me van a multar? —contestó con sarcasmo.

—¿Conoce usted a esta joven? —le preguntó Vicente, mostrándole la foto de Mónica y sin inmutarse por la ironía del prepotente abogado.

Este cogió la foto, la miró y se la devolvió al inspector.

—No la conozco.

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