En esos mismos barrios, el escritor narra su primera aventura con una mujer: una hermosa rubia de trenzas le vende una miel del mismo color que su cabello. El futuro poeta desfallece de entusiasmo. Los amigos lo conminan a simular un tropezón y, desde el suelo de tierra, mirar por debajo de las faldas. «Después, los muchachos me averiguan si tenía muy bonitas las medias, arriba, y el escalofrío del espinazo me iba corriendo de pies a cabeza», explica avergonzado.
Claro, no todo era pellejerías callejeras y irteos inocentes. A eso de los doce años, sus padres deciden enviarlo de interno al Seminario San Pelayo en Talca. El adolescente que ya se sentía grande, heredero de la sabiduría de la tierra y con un pasado lleno de aventuras, se con esa confundido frente a los niños urbanos: «Me dan soledad a mí que soy tímido y audaz, desenfrenado, oscuro, apasionado, bestial y absorto simultáneamente, pero por dentro», con esa moqueando mientras ve alejarse a sus padres que se separan de él por primera vez. Con el ingreso al seminario, se le acabaron las caminatas diarias y los paseos a caballo y se impuso, en cambio, un estricto régimen escolar que generó enfrentamientos diarios con los compañeros mayores que se reían de su pasado huasteco.
«–¿Cómo lo llamamos? –se preguntan sus camaradas, mientras uno, dos,quince, treinta, le dan patadas y cachetadas en el suelo. Pablo de Rokha, todavía un infante Carlos Díaz de Loyola, patea, muerde y responde.
–Eres valiente –le dice el cabecilla.
–¿Cómo lo llamamos? –repite el coro de abusadores.
–Es tu bautismo, no te enojes, son nuestras bromas –y dirigiéndose a todos los muchachos, palabra por palabra, añade–: el Amigo Piedra».
Peor que el acoso juvenil es el régimen carcelario al que tiene que habituarse. A las cinco de la mañana, debe estar en pie, con un frío terrible y padeciendo hambre a todas horas. «Agua muy turbiosa de leche amarga y plan blanducho y mojado»; «bisteque seco y duro como zapato de soldado, claveteado», recordará. Otra vez el frío, el insomnio, la masturbación culpable, los profesores canallas y Dios, Dios, detrás de todas las puertas. Pese al tormento que representó el paso por las aulas del seminario, fueron aquellos años de soledad, introspección y dudas cruciales para que el autor desarrollara otro tipo de amor en su vida: la literatura. El poeta se aísla en los textos de Blake, Rimbaud, Lautréamont, Whitman, Nietzsche, la tragedia clásica de los griegos y la Biblia. «Abandono la pólvora, la escopeta, el morral, la tabaquera, el puñal, el cocaví y me lleno de libros, emborrachándome en desorden desarticulado de páginas y páginas y la colección de monedas de mi padre y mi madre va a naufragar a la melosidad del español que comercia La Ilustración Artística y esos libros bellos, encuadernados en pellejo de becerro joven, con grandes láminas. Para el verano, los caballos y el libro de invierno».
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