Cuando queremos conocer a alguien, una de las primeras preguntas que nos hacemos es de dónde viene, cuál es su origen, su procedencia. Lo mismo sucede con un libro: conocer cómo y por qué ha nacido nos abre, casi de inmediato, al horizonte que nos propone.
Estas meditaciones de Adviento y Navidad nacen de la amistad con las benedictinas del Sagrado Corazón de Montmartre, concretamente con la comunidad del Priorato de Béthanie, que, en tres ocasiones diferentes, me invitó a preparar la celebración del nacimiento del Señor a través de la predicación de un retiro.
Esto explica la insistencia en la liturgia de la Iglesia como escuela de oración y puerta principal para entrar en el misterio del nacimiento del Mesías en Belén. Una insistencia que encuentra en la tradición benedictina una expresión paradigmática para toda la Iglesia. Vaya, por tanto, mi agradecimiento a las BSCM.
De la mano de la liturgia seremos introducidos, por las dos primeras meditaciones, en la custodia del asombro y en la acogida de aquel que no se hace esperar: Jesús, el Pobre que nace para enriquecernos. En la tercera meditación, la contemplación del don de la pobreza que Jesucristo nos trae con su encarnación ocupará el puesto central.
No hay predicación vana si el primer destinatario del anuncio es precisamente quien lo lleva a cabo. Esta ha sido también la experiencia de quien escribe. Es imposible ayudar a prepararse para celebrar la Navidad sin ponerse en juego en primera persona. Así lo he querido hacer, y esto es lo que pretendo ofreciendo ahora a los lectores este camino de oración.
Madrid, 8 de septiembre de 2019,
Natividad de la Virgen María
I
CUSTODIAR EL ASOMBRO
1
APRENDER A ORAR
Durante la última semana de Adviento, la Iglesia nos invita a intensificar nuestra oración en la espera del Señor, que viene. No podemos olvidar, sin embargo, que san Pablo nos recuerda que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene» (Rom 8,26). No se trata –atención– de un reproche; se trata de una simple constatación que hace crecer en nosotros el deseo de aprender a rezar.
Cada uno de nosotros, a lo largo de su vida, revive la misma experiencia que vivieron los apóstoles cuando estaban con Jesús: «Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar”» (Lc 11,1).
LA LITURGIA COMO ESCUELA DE ORACIÓN
Y como hizo con ellos introduciéndoles a la oración del Padrenuestro, hoy el Señor responde a nuestra petición abriéndonos un camino de oración. Un camino sencillo, cotidiano, siempre a nuestra disposición: es el camino de la liturgia de la Iglesia.
La verdadera escuela de oración es, sin duda, la liturgia de la Iglesia. En ella recibimos del mismo Señor las palabras, los gestos, los silencios con los que dirigirnos a él; en ella aprendemos que no hay circunstancia de la existencia de un hombre –el gozo, la tristeza, la desesperación, el deseo, la esperanza, el cansancio...– que no sea ocasión de diálogo con el Padre. Es impresionante recitar todos los días los salmos y darse cuenta de la gran variedad de situaciones que reflejan: esta simple riqueza nos enseña que siempre es posible dirigirse al Padre. En la liturgia somos acompañados a conocer y a amar al Señor: él mismo se da a conocer, nos dice quién es y, de este modo, empieza a revelarnos a nosotros mismos quiénes somos. Cuando en la liturgia aprendemos a llamar Padre a Dios –y se nos revela así el abismo del misterio–, empezamos a reconocernos como hijos. En la liturgia, además, aprendemos a «osar»: ella pone en nuestros labios palabras que nunca nos habríamos atrevido a pronunciar; la liturgia, obra del Espíritu, ensancha nuestro corazón –que es siempre un tanto mezquino– y, poco a poco, lo hace a la medida del corazón de Cristo, que se dirige al Padre.
EL DIÁLOGO DE LA IGLESIA CON CRISTO
El camino de la liturgia, en fin, es un camino que no tiene término ni límites, un camino inagotable que nos conduce hacia el cielo, haciéndonos gustar ya en la tierra el sabor de la vida eterna. Es un camino que no se agota, porque es la expresión de un diálogo eterno de amor: el diálogo del Padre con el Hijo en el Espíritu, y la participación de la Iglesia en dicho diálogo, pues ella ha sido llamada –como Esposa del Hijo– a entrar en este diálogo filial con el Padre, un diálogo que el Espíritu suscita constantemente. Un diálogo de amor es siempre nuevo; no porque sea original, sino porque quien ama crece en el amor, y así el amor que se nos dona llega a ser cada día más verdadero y más nuestro.
PARTICIPAR DE ESE DIÁLOGO
El objeto de esta meditación es ayudarnos a entrar en el diálogo que la Iglesia establece con Cristo que viene; y a hacerlo a través de la intensidad de la liturgia de la última semana de Adviento que encuentra en las llamadas «antífonas de la O» –antífonas del Magnificat en la oración de Vísperas– una de sus expresiones paradigmáticas. Se trata de ser ayudados a situarnos en el centro de este diálogo de la Esposa con el Esposo que viene, para hacerlo nuestro, y de situarnos a partir de la circunstancia, del paso del camino en el que cada uno de nosotros se encuentra en ese instante.
Meditar las antífonas mayores, en las que se nos muestra de modo privilegiado la relación de la Iglesia con Cristo, se nos ofrece como una luz resplandeciente para comprender mejor nuestra vocación, y para hacerlo concretamente, en el hoy de nuestra existencia, es decir, para comprender mejor y amar más el paso del camino en el que nos encontramos cada uno de nosotros; también para comprender qué deseamos y, sobre todo, para comprender y amar a Cristo, que viene a nuestro encuentro.
2
LAS «ANTÍFONAS DE LA O»:
EL DIÁLOGO DE LA IGLESIA CON CRISTO QUE VIENE
LA «O»: EL ASOMBRO AGRADECIDO
Todos los comentarios de teólogos y autores espirituales, a lo largo de los siglos –normalmente el origen de las antífonas se atribuye a san Gregorio, a inicios del siglo VII–, comienzan deteniéndose en esta «O». También las versiones en lengua vernácula han querido mantener este inicio. Se trata de una expresión de «asombro agradecido», de admiración ante el misterio que se contempla. «Se cantan siete antífonas “O”, más como admiración que como invocación» (Gemma animae III, 5), dice Honorio de Autun, un autor del siglo XII.
En efecto, no es posible entrar en el misterio de la Navidad a través del camino del Adviento más que a través del asombro agradecido. No se trata del asombro que puede suscitar algo que acontece de repente y que no esperábamos: sabemos por experiencia que lo que se presenta de improviso muchas veces nos provoca temor. El asombro de la «O» de las antífonas es un asombro ante el misterio que se ha revelado, es decir, que por gracia hemos conocido. En efecto, es un asombro agradecido ante la inmensidad del Dios hecho hombre, ante Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que viene a nuestro encuentro.
Pidamos la gracia de este «asombro agradecido»: un asombro que habitó el corazón, ante todo, de María y de José, pero también de los pastores y de los magos. ¿Cómo es posible que Dios haya querido hacerse niño? ¿Cómo es posible que el Creador de todo el universo haya querido ser recogido en un pesebre, haya querido ser mecido entre los brazos de una jovencita en una aldea desconocida del último de los reinos de la tierra?
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