Una lección muy importante fue que el proceso de aprendizaje no tenía fin, pues uno regresaba a los principios básicos una y otra vez. Esta lección por sí sola guiaría prácticamente casi todo mi futuro trabajo en el ámbito de la economía. En el análisis de costo-beneficio, en los costos de eficiencia de la política fiscal, en economía del bienestar aplicada, y también –en buena medida– en la macroeconomía de economía abierta y el estudio del tipo de cambio real. En todos estos campos, mi trabajo comenzó desde los principios básicos en lugar del último grito de la literatura más reciente de los journals . Y hasta donde puedo decir, la inspiración y ejemplo para esta forma de hacer las cosas provino de las clases de Friedman.
Diferente, pero relacionado con lo anterior, es la imagen que desarrollé a partir del curso de Teoría de Precios, pero que se prolongó por varias décadas, respecto de cómo funcionaba la mente de Friedman en lo que se refiere a la Economía. Mi percepción era que Milton tenía toda una enciclopedia en su cabeza. Pero esta no consistía en un estudio de piezas separadas, organizado desde la A hasta la Z. Era más bien como un círculo, o mejor aún, como una esfera, en la que cada uno de los puntos puede ser vinculado a todos y a cada uno de los otros puntos. Una vez más, las ideas contenidas en esta esfera fueron todas construidas sobre los principios más básicos. Y fue esto, en mi opinión, lo que constituía la capacidad de reacción casi instantánea de Friedman a cualquier observación o afirmación que tuviera algo que ver con la economía.
En mi visión, la esfera de Friedman contenía no solo todos los trozos de teoría económica básica y sus interrelaciones, sino también muchos de los hechos o evidencia esencial para sustentar la estructura y sus diversas partes.
Friedman creía profundamente en el método científico y enfatizaba una y otra vez en que ninguna declaración científica –afirmación sobre la manera en la que el mundo o naturaleza funciona– puede considerarse como verdad absoluta. Todos estos planteamientos pueden ser cuestionados por los datos. En este sentido, solía decir que la matemática, cuyas propuestas son de hecho irrefutables, debía ser considerada una rama de la Filosofía y no de la Ciencia. Por supuesto, Milton reconoció en la matemática una gloriosa y a menudo vital servidora de la ciencia.
La enciclopedia interconectada que Friedman cargaba en su cabeza, junto con su increíble agilidad mental, ayuda a explicar la rapidez con que reaccionó a todo tipo de afirmaciones económicas. No importaba si era en respuesta a los estudiantes en el aula, a los asistentes a una de sus conferencias, o a un co-panelista en algún programa. En todos esos casos, solía responder con algo como: “No puede ser en serio lo que usted acaba de decir”, para posteriormente respaldar su declaración con una elegante demostración de su validez.
Durante mi permanencia en Chicago circulaba la historia de un profesor, de otra universidad, que había trabajado la mayor parte de un año desarrollando un argumento en contra de una de las propuestas principales de Friedman. De acuerdo con esta historia, él aguardaba con interés el momento para enfrentarse a Friedman con su demostración en la próxima reunión anual de la American Economic Association . Cuando llegó esa fecha, rápidamente buscó la manera de encontrarse con él, y alegremente explicó su argumento mientras Milton lo escuchaba. Esto puede haber tomado entre diez y quince minutos. Pero cuando llegó el turno de Milton, no le tomó más de dos o tres minutos demostrarle a su contrincante que “¡no puede ser en serio lo que acababa de decir!”. Así, el rechazado profesor se retiró del encuentro, prometiendo hacerlo mejor la próxima vez. Esto dio lugar a otro año de trabajo, desarrollando un “nuevo y mejorado” argumento para demostrar la equivocación de Milton. Todo esto llevó a un nuevo encuentro el año siguiente en la reunión de la AEA, pero, una vez más, Friedman tardó solo dos o tres minutos en mostrar las deficiencias en la nueva línea de ataque del profesor.
Esta historia, quizás apócrifa, me suena muy verdadera, y por eso me siento obligado a contarla aquí. Pero, a la vez, me deja intranquilo porque da la impresión de que Friedman se glorificaba al “dar de baja” a los que le confrontaron. Esto no calza con las muchas décadas de contacto que tuve con él. Vuelvo a Friedman diciendo: “no puede decirlo en serio”. Él nunca dijo “qué estúpido es” o su equivalente. Su respuesta era la de un maestro y amigo, suavemente tratando de llevar a su interlocutor a ver las cosas con una nueva perspectiva, en lugar de despacharlo perentoriamente de su consideración. Su objetivo, siempre y como siempre le vi, no era censurar, sino persuadir.
Otra importante impresión de mis años en Chicago tenía relación con la forma en que Friedman creó un sólido muro de separación entre su actividad académica y su papel como líder de su generación en economía de mercado. En los dos cursos de Teoría de Precios que realicé, nunca tuvimos ni un atisbo del tono polémico de, digamos, su libro Libertad de elegir . Lo que tuvimos fue oferta y demanda y funcionamiento de los mercados. Economía del bienestar aplicada estaba ahí, ciertamente, pero solo en pequeñas dosis, y se explicaba en términos de oferta y demanda, más que en principios filosóficos. Los controles de precios eran analizados como controles de precios, no como invasión contra la libertad. El impuesto a la renta se mostraba como mejor que el establecimiento de impuestos al consumo, por cuanto permitía a los consumidores alcanzar una mayor curva de indiferencia.
Por otro lado, el Capital era un agregado cuya producción global se elevaría al máximo a través de la operación de las fuerzas del mercado. Hacía más sentido verlo como un agregado que como una colección de activos físicos, porque lo que preocupaba a la gente no era el activo en sí mismo, sino la capacidad del activo de entregar un retorno igual o superior al del mercado.
Si aquellos de nosotros que estábamos en las clases de Friedman salíamos más convencidos de las virtudes del mercado que cuando entrábamos, no era porque nos habían predicado, sino porque nos habían llevado cuidadosamente a un conocimiento más profundo de las fuerzas de la oferta y la demanda, y del sistema de mercado como un todo. Más adelante, cuando leíamos las columnas de Milton en Newsweek y veíamos las series de televisión Libertad de elegir , observábamos un lado diferente de la personalidad del que conocíamos de sus clases, pero no existía contradicción entre las partes. La parte analítica de Milton Friedman era el lado que veíamos en el aula. El Milton Friedman retórico, el que veíamos en los medios de comunicación públicos, estaba simplemente aplicando el análisis del aula a toda una serie de problemas de política del mundo real.
La historia de mis relaciones personales con Milton Friedman nunca podría estar completa si se omite una seria discusión sobre la visita de Milton a Chile en 1975 y sus largas consecuencias. El proceso preparatorio para esta historia se remonta a los años 1955 y 1956, cuando el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago firmó un acuerdo bilateral con la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Chile. Este acuerdo –que fue patrocinado por lo que posteriormente se convirtió en la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID)– tuvo su origen en un encuentro casual entre quien era entonces director del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, Theodore W. Schultz, con Albion Patterson, entonces director de la misión de la agencia en Chile. Patterson quedó tan impresionado por el análisis de Schultz sobre la situación económica de Chile y otros países de América Latina, que él, sin informar al profesorado de la Universidad de Chicago, escudriñó el interés de las dos principales universidades chilenas en ingresar a un acuerdo de este tipo. La facultad de economía de la “otra” universidad líder en este país –la Universidad de Chile– estaba sumida en ese momento en una batalla para determinar quién sería su nuevo decano; por lo tanto, la consulta de Patterson no recibió respuesta. En contraste, la respuesta de la Universidad Católica fue inmediata y entusiasta. El resultado fue un contrato de cinco años de colaboración entre las dos, el que fue seguido por una renovación de tres años más. Como consecuencia de este acuerdo, alrededor de treinta chilenos llegaron a la Universidad de Chicago como estudiantes de posgrado, siendo aproximadamente dos tercios de ellos de la Universidad Católica y el resto de la Universidad de Chile.
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