Mi sugerencia es: si no pudo tomar distancia antes de llegado el punto de ebullición, invoque el Tiempo fuera. Las tormentas siempre se pueden poner peor innecesariamente.
Descanse
A menudo a estas alturas ya hay un cansancio físico considerable. Y dado que en estos momentos la sensibilidad es la primera que brinca para ponerse a cargo del timón, lo mejor que puede hacer para bajar la presión es descansar.
Tome media hora, una hora, lo que le sea posible; todos los días, o cuando pueda, para hacer algo que usted disfruta. Lo que sea. Y descanse sin culpa. La culpa nunca sirve para nada, pero en estos momentos es como una chinche, molestosa e inútil.
De igual modo, haga lo imposible por dormir bien.
Si la pérdida de salud es la causa de la tormenta, la Clave es la misma. Pero el mensaje tiene especial dedicatoria si es usted quien cuida.
La persona cuidadora suele descuidarse a sí misma. No hay tiempo ni energía ni cabeza ni corazón para cuidarse. Entonces, debemos estar muy conscientes que descansar no es un lujo, es una prioridad.
En la medida de lo imposible busque con quien compartir los cuidados. Descansar permitirá que reponga energía y tenga claridad para lo que sea que deparen las siguientes horas o el siguiente día.
Para dormir bien, tomé un té, haga yoga, medite, oiga música relajante, o todo junto. Si es necesario consulte a su especialista y recurra a medicina natural, homeopática o alopática.
Haga lo que necesite hacer. La Clave es tener periodos regulares de descanso y dormir bien. Porque las tormentas son como pruebas de resistencia, no de velocidad. Así que necesitamos estar en las mejores condiciones mientras dure la tormenta.
Flote
Mi amiga Tere decía que en épocas de crisis había que flotar, como un corchito, y dejar que la corriente de agua nos llevara a la salida.
Su Clave a mí me ha sido útil muchas veces en la vida. Pero en este proceso aprendí algo más al respecto.
Flotar no significa desfallecer. Flotar requiere suficiente esfuerzo para no hundirse y, a la vez, para permitir que la corriente de agua haga su trabajo.
Flotar implica aguzar los sentidos, pero desde un estado más calmo.
Flotar permite escuchar la voz interior, escuchar la intuición.
Flotar exige soltar. Reconocer que en las tormentas hay aspectos que están en nuestras manos, y muchos otros que no. Y si ya nos hacemos cargo de lo que sí está en nuestras manos, entonces debemos soltar todo lo que no lo está, pero que cargamos como si lo estuviera.
Y flotar también obliga a confiar. Confiar en que saldremos de la tormenta. En que “esto también pasará”, como señala el mensaje del cuento Sufi.
La tormenta terminará. Sin duda. Aún no sabemos cómo ni cuándo. Pero terminará. Por eso hay momentos en que la Clave es sólo flotar.
Cuando llueve sobre mojado:
• Tome distancia
• Descanse
• Flote
Las horas más oscuras
A veces, la tormenta pasa después de hacerle un gran boquete a nuestra barca; pero no hay naufragio, o no tendremos problemas para llegar a la playa. Otras, lo ya vivido sólo fue el anticipo de horas más oscuras.
Las horas más oscuras llegan cuando estamos en pleno duelo. No es una anticipación. La pérdida es un hecho. Hemos perdido una relación valiosa e importante. Nuestro patrimonio se ha evaporado. Nuestro ser amado ha muerto.
Las pérdidas son como haber naufragado.
Decía al principio que hay quienes llegan a este punto de golpe.
Un día antes o un minuto antes todo parecía estar bien y, de pronto, todo se derrumba.
Entonces, todas o algunas de esas etapas en que yo dividí el paso por la tormenta se suceden de golpe, o se transita sin mayor trámite del hoyo negro a la noche más oscura.
Tener un periodo de anticipación, de preparación, creo que ayuda en muchos sentidos. Pero no nos ahorra las horas más oscuras. Aquí nos encontramos, de todas maneras, quienes recibimos un aviso y quienes no.
Es posible que mi experiencia le sirva a quienes viven en duelo por pérdidas económicas o por un divorcio devastador o por cualquier otra causa. Confío en que así sea. Pero en este apartado me centraré en la muerte de un ser amado, porque esa es mi experiencia.
Suelen decir que no hay nada peor que la muerte de un hijo. Yo creo que no existe un “dolorómetro”, y que no hay nada más ocioso que medir a quién le duele más.
Cuando se muere un ser que amamos duele. Duele profundamente. Duele como no sabíamos que podía doler. Duele en sitios que no sabíamos que dolían. Duele. Simplemente duele.
Yo solía decir que era como caminar descalza por el infierno. Pero en realidad las palabras no alcanzan a expresar lo que se siente.
Tampoco alcanza el aire que se respira. Ni el ritmo que llevan los latidos del corazón.
La muerte de un ser amado es como un golpe seco en el centro de nuestro ser. Y no por esperada es menos abrumadora.
Mi hijo agonizó cinco días. Fueron muy, muy dolorosos para mí. Si creí que todo lo anterior había sido doloroso, en realidad nada se comparó a esos cinco días.
No obstante, tras su muerte sólo llegó más dolor. Oleadas y oleadas de dolor. Era como el mar. Parecía enorme, imponente, inacabable. Llegaba y se retiraba. A veces llegaba en una ola enorme que parecía un tsunami. Otras, las olas llegaban suave, despacio, casi con sigilo.
La muerte de un ser que amamos mucho, al margen del parentesco, nos rompe. No en dos, sino en muchos pedazos.
Pero en principio, al menos en mi experiencia, tardamos en darnos cuenta que estamos en duelo. Y eso sucede porque tras la muerte de un ser amado hay muchas cosas que hacer y varias decisiones que tomar.
Avisar a familiares y amistades. ¿A quién primero? ¿En qué orden? ¿Velorio? ¿Cremación o entierro? ¿Dejó instrucciones? ¿Cuáles son los trámites? ¿Dónde se realizan? ¿Homenaje de vida? ¿Qué es eso? ¿Qué hacemos con sus cosas, su ropa, sus zapatos? ¿Tomamos esas decisiones ahora o después?
Alex tuvo el tiempo para tomar varias decisiones. Y también dejó mucha flexibilidad, lo cual nos dio margen de acción. Por ejemplo, dijo que quería ser cremado y que sus cenizas se dividieran entre Stefanie –su esposa– y nosotros. Luego, sabiamente, dijo: “Hagan con mis cenizas lo que quieran, total, yo ya no voy a estar ahí.”
Sin embargo, hay muchas cosas no previstas, o no siempre se dejan instrucciones, o no hay mucho margen de acción. Entonces, quienes estamos en duelo tenemos que tomar varias decisiones.
En esos momentos parece que la cabeza funciona por su cuenta y el resto del cuerpo por la suya. Pero un día terminan los trámites, las decisiones, y la cotidianidad vuelve.
Cuando la vida cotidiana se instaló, fue cuando realmente todo mi ser se dio por enterado de que había perdido un hijo.
Mi cuerpo se volvió a conectar, pero era como si las piezas no encajaran, faltaran piezas o sobraran tornillos; nada se acomodaba bien.
Un médico me dijo: “Cuando hay un dolor de ese tamaño, el cuerpo es el último en enterarse. Por eso empiezan a aparecer malestares o enfermedades”.
En efecto. Comienzan a aparecer dolencias. En un duelo el cuerpo se duele. A mí, por ejemplo, me dolía el corazón. Físicamente me dolía. Y en distintos momentos me dolió la garganta, la espalda, el hombro, el pecho, el colon, las manos, en fin, dolencias varias.
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