1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 La abuela y yo fuimos al cementerio de Oderen para limpiar las tumbas. La tía Eugenie llevó una inmensa maceta de crisantemos a la tumba de su marido y, una vez allí, comenzó a llorar y a rezar.
—Abuela, ¿por qué está llorando la tía?
—Tu tío murió no hace mucho, y llevaban solo tres años casados.
—¿Se ahogó en el río?
—No, murió de tuberculosis.
—Mamá me contó que la muerte es la puerta de entrada al cielo. —Cuando era más pequeña había entrado por error en la habitación del padre de mi abuela. Estaba tumbado con los ojos cerrados y parecía como si estuviese rezando, rodeado de coronas de flores artificiales. Cuatro grandes velas proporcionaban una luz suave, y el olor a incienso llenaba la habitación. Me dijeron que iba camino del cielo. Pero ahora, enfrente de su tumba, me sentía confusa.
—Abuela ¿la tumba es la entrada al cielo?
—También puede ser la entrada al infierno.
—Yo he visto salir del sótano de la fábrica donde trabaja papá el humo del fuego del infierno. Siempre que lo veo doy un gran rodeo.
La abuela sonrió, me cogió las manos y comenzamos a rezar una oración, a la que se nos unió la tía Eugenie.
—¿Por qué rezamos? ¿Acaso pueden oírnos los muertos?
—Por supuesto. Y si no están en el purgatorio pueden ayudarnos.
—Purga… ¿qué?
—El purgatorio es un lugar donde, mediante el fuego, se nos purifica de nuestros pecados o de las cosas malas que hayamos hecho. Solo los santos van al cielo directamente.
—¿Quién enciende el fuego?
—Lucifer, el orgulloso arcángel que fue arrojado del cielo y se convirtió en el guardián del infierno y su fuego y del purgatorio.
—Vámonos, abuela, estoy tiritando de frío.
En Alsacia al cementerio lo llamábamos el “patio de la iglesia”. Cuando nos marchamos, las tumbas quedaron a la sombra de la iglesia, adornadas con muchas macetas de flores. Todas aquellas personas debían de haber sido santas.
Cuando regresamos a casa de mi abuela, mi prima Angele aún no había llegado.
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La familia por fin terminó los preparativos para la víspera del día de Todos los Santos. El tío Germain trasladó la mesa y las sillas a otra habitación. El abuelo trajo varios leños grandes para el fuego. Mi madre y la tía Valentine prepararon las castañas para asar, mientras la abuela encendía una vela grande al lado del crucifijo que se había colocado entre las dos ventanas. Todos nos arrodillamos excepto Angele, para quien todo lo relacionado con la religión carecía de interés. Se dijo el nombre de alguien que había muerto.
—Recemos un rosario por su alma.
Aquellas oraciones sonaban como un murmullo de quejas. El susurro del viento a través de la chimenea y el crepitar del fuego hacían que todo pareciera más melancólico. Me dediqué a observar las caras de cada uno de los allí presentes.
Mirando a hurtadillas vi que el tío Alfred tenía los ojos abiertos.
—Tío, ¿por qué no rezas como es debido?
—No me habrías visto si tú lo estuvieras haciendo bien —respondió rápidamente el tío Alfred.
Pero yo podía hacer las dos cosas al mismo tiempo: rezar y mirar a hurtadillas. La luz de la llama de la solitaria vela bailaba en el techo. ¿Sería el fuego del infierno? ¿O el del purgatorio? En el exterior, la pálida luna aparecía y desaparecía entre las nubes dejando por el camino extrañas y espeluznantes sombras. ¿Serían fantasmas? Un sentimiento de incomodidad se apoderó de mí. Las oraciones parecían no tener fin. Me dolían las rodillas. Se consumió el último leño que quedaba en la chimenea. Las castañas dejaron de estallar. En la habitación cada vez se veía menos. La vela, al igual que yo, empezó a temblar. Una larga columna de humo negro en movimiento dibujaba todo tipo de figuras. La vela estaba consumiéndose y los últimos parpadeos de la llama iluminaban el cuadro de María. Allí estaba, enmarcado con tanto esmero. Tenía en sus brazos al Niño Jesús, con una esfera en sus manos. El pecho de María estaba abierto y se veía su corazón sangrando. Cuanto más miraba el corazón, más parecía estremecerse y sangrar. Finalmente desapareció entre las sombras.
Alguien se levantó y encendió la luz. El tío Germain puso la mesa y las sillas en su sitio. Se trajeron tazones de leche, mientras mi madre y la tía Valentine pelaban las castañas asadas, que no me supieron a nada.
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DICIEMBRE DE 1936
Mientras yo estaba subida a una silla, mi madre, arrodillada, me ponía alfileres en las costuras del vaporoso tul blanco de mi disfraz de ángel con alas a la espalda. Yo ensayaba una y otra vez mi papel. Mademoiselle había pedido a mis padres si podía ingresar en un grupo de jóvenes católicas llamado las “Alondras”. El párroco me escogió para representar al arcángel Gabriel en la obra de teatro de Navidad. Poco a poco me metí tanto en la obra que las pesadillas de la víspera del día de Todos los Santos sobre el infierno se desvanecieron. De nuevo me sentía alegre.
La noche del 24 de diciembre, cuando venía el Niño Jesús, apenas pude dormir de los nervios. Me había propuesto permanecer despierta. A media noche, mi madre me sacó de la cama. Una luz suave provenía del comedor. Mamá me atusó el pelo, me puso la bata y dijo:
—Ya vino el Niño Jesús, veamos qué te trajo.
¡Casi no podía creerlo! En la esquina de la habitación había aparecido un pequeño abeto cubierto de resplandecientes guirnaldas y adornado con pequeñas velas encendidas que se reflejaban en las bolas de cristal. En la base del árbol, bajo las ramas, había naranjas y nueces. Cuando me aproximé, encontré un carrito de bebé y una preciosa muñeca.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad! ¡El Niño Jesús sabía exactamente lo que quería!
Cuando nuestra curiosa vecina me había preguntado con anterioridad qué le iba a encargar al Niño Jesús, mamá había acertado al contestarle:
—¡Un regalo no se puede encargar, y el Niño Jesús sabe perfectamente lo que Simone quiere y merece!
La muñeca estaba sentada con los brazos abiertos llamando a su mamá. Y el Niño Jesús sabía cuánto deseaba una hija. Cogí mi muñeca e inmediatamente le puse de nombre Claudine.
Al día siguiente era la representación de Navidad. El telón cayó tras el primer acto. Más que los aplausos del auditorio, fue la enhorabuena del profesor lo que me dio la confianza que necesitaba para el largo acto que todavía restaba. ¡Cuántas veces había soñado que me quedaba con la boca abierta y sin voz en el escenario!
Durante la pausa, la tía Eugenie vino a buscarme.
—Deja tus alas aquí y ven conmigo. Tenemos tiempo de sobra.
La tía Eugenie trabajaba como institutriz para la familia Koch.
—Los Koch quieren conocerte. Están con tus padres esperándote en uno de los palcos.
La luz era tan tenue que apenas podía ver el palco. Era diminuto. Tenía un extraño olor a humedad y butacas de terciopelo rojo. El señor Koch se levantó y, con una inclinación, me extendió su mano derecha.
—Me siento honrado de conocer a una pequeña señorita tan agradable y capaz —dijo. Me cogió la mano y me la besó con delicadeza.
No sabía cómo reaccionar. Afortunadamente, la señora Koch intervino:
—¡Y qué bien vestida va!
—Sí, ¡mi mamá me hizo este vestido! —Me encantaba mi vestido de terciopelo negro con una guirnalda de pequeñas rosas alrededor de la chaqueta, y quería que todo el mundo lo supiera.
De repente, la puerta del palco se abrió. Henriette, una pobre niña retrasada mental, estaba de pie a la entrada con una cesta colgando del cuello. Temblaba de arriba abajo. Con ojos implorantes puso la cesta ante las narices de alguien.
—Compren un número, por favor, por favor. Seguro que toca.
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