1 ...7 8 9 11 12 13 ...24 Todos los que estaban en el palco le compraron uno, tras lo cual salió corriendo. Fue al siguiente palco donde estaba un hombre solo que, sacudiendo la mano y la cabeza, dio a entender que no quería nada. Henriette se ruborizó y huyó. ¡Pobrecilla! ¡Qué horror! Sentí tanta pena por ella… Mi madre decepcionada clavó sus ojos en aquel hombre. Seguí la mirada de mamá y reconocí a nuestro párroco.
El timbre sonó para avisar que iba a comenzar el siguiente acto. Tenía que marcharme. Las luces se apagaban lentamente. Me crucé con Henriette que bajaba del vestíbulo. El párroco la había llamado para que volviese al palco.
La obra fue un éxito. El telón cayó tras el último acto, pero casi inmediatamente se levantó otra vez. Volvimos a subir al escenario y algunos de nosotros tuvimos que dar un paso adelante. Los aplausos hicieron que se me llenasen los ojos de lágrimas. El teatro de la ciudad estaba lleno y todo el mundo aplaudía. Quería salir corriendo, pero parecía que tenía los pies clavados al suelo. El telón de terciopelo rojo volvió a caer. Todos bajamos del escenario, pero alguien tuvo que llevarme de la mano. Estaba agotada y solo deseaba irme a la cama y meterme entre las sábanas.
Mamá vino a buscarme detrás del escenario, me besó y me cogió en brazos. Noté su cuerpo rígido y tenso. Algo tuvo que haberle molestado. Indignada, se dirigió al director del teatro y le dijo:
—Simone no volverá a actuar, la voy a sacar inmediatamente del grupo de niñas de las Alondras. ¡No he criado a la niña para que luego se abuse de ella!
—¿Qué quiere decir? —preguntó el director sorprendido.
—¡Debería haber visto lo que pasó en el palco de al lado! —(Años después me enteré de que el párroco había abusado de Henriette.)
Cuando nos íbamos, mamá me dijo:
—Mira, tu hija Claudine te está esperando en casa y ella te necesita. Eso es mejor que las Alondras. —Estaba muy cansada y mamá lo notaba. ¡Qué maravillosa era mamá!
—¡Sí, es verdad! Tengo que cuidar a Claudine. Pobrecilla, ¡está sola en casa!
Claudine, al igual que Zita, estaba sentada a mi lado mientras yo aprendía a hacer calceta. Al mirar por la ventana, vi como la nieve se mezclaba con la lluvia.
La lluvia había estropeado el precioso manto de nieve blanca y suave. Camino de casa de la tía Eugenie tuvimos que andar sobre la nieve derretida y se nos enfriaron los pies. La jefa de mi tía, la señora Koch, le había pedido que me invitase a la cena de Nochebuena, que ellos celebraban unos días después del 24 de diciembre.
Durante el camino mamá me había dado toda una lista de normas de educación que ya conocía y que repetía vez tras vez. Sé educada. No montes un pie encima del otro cuando estés de pie. No toques los muebles. No te sirvas tú misma. No mastiques con la boca abierta. No entres en una habitación en la que no has sido invitada. No apoyes la cabeza sobre el codo en la mesa. No juegues con el pelo. No balancees las piernas cuando estés sentada. ¡No, no, no…!
La enorme mansión con escalones de mármol, espejos de cristal y la vistosa alfombra me azoraron. El olor a pino, las velas, el chocolate y el pastel; la estrepitosa risa de los tres hijos y sus primos; el pino que llegaba al techo con aquella montaña de paquetes multicolores bajo sus ramas… casi me hacen huir.
—Ven Simone. No seas tímida. Los niños no te van a hacer daño.
Tía Eugenie me presentó a los tres niños y a sus primos, quienes, obviamente, no tenían ningún interés en conocer a una niña. Los chicos eran todos iguales. Todos eran como los del colegio que nos tiraban las castañas. No me gustan los chicos, pensé.
Me senté en una silla tan alta que no me tocaban los pies al suelo. El pelo me molestaba. Mi tía sonrió, y suavemente, pero con firmeza, posó su mano sobre mi rodilla para que no balanceara las piernas. También me apartó la mano del pelo. Me puse colorada. ¿Lo habría visto alguien más?
La señora Koch, que llevaba un precioso vestido de encaje y un larguísimo collar de tres vueltas, se sentó a mi lado. En francés me dijo:
—Simone, Papá Noel te ha traído un regalo. —Y cogiéndome de la mano me llevó hacia el pino tan maravillosamente adornado enfrente de una gran mesa cubierta de encaje. Las copas de cristal y la plata reflejaban la luz de las muchas velas del árbol. Me entusiasmó más esta imagen que buscar mi regalo entre todos los paquetes que había bajo el árbol.
Mi tía acudió en mi ayuda.
—Simone, busca tu nombre.
Bajo el árbol había un belén como el que teníamos en la iglesia en Navidad, pero ya no era Navidad. ¿Por qué estaba allí el belén entonces? Mi regalo era una pequeña caja que contenía un muñeco de madera de 20 centímetros de alto con una ranura en la espalda.
—Es una hucha. Tienes que introducir tus ahorros por la ranura de la espalda. —Abrí la hucha. Estaba vacía.
Volví a la silla sujetando con fuerza mi regalo. La criada vestida de negro y con delantal blanco me ofreció algunos dulces. Mi tía me animó a coger uno. Me sentía muy incómoda.
Por fin, la señora Koch dijo:
—Eugenie, el tranvía hacia Dornach sale en diez minutos. Puedes acompañar a la joven señorita.
¡Qué alivio! La criada trajo mi abrigo de invierno, mi pequeña piel de marta y mi sombrero de fieltro. Quiso ayudarme a ponérmelo.
—No, gracias. Ya soy mayor. Puedo hacerlo sola. —Todos sonrieron.
—Una auténtica señorita —dijo la señora Koch.
Nos acompañó hasta la puerta. A través de una de las puertas laterales que estaba abierta, el señor Koch se despidió de mí con un movimiento de su cabeza cana. Detrás de él, vi una mesa con cajones y patas doradas y una librería que llegaba al techo. ¿Qué clase de habitación sería esa?, me pregunté.
Había nevado otra vez. La luz amarilla que brillaba a través de todas las ventanas hacía que la casa de los Koch pareciese una casa de cuento de hadas.
Camino de casa le pregunté a la tía Eugenie por qué los Koch llamaban al Niño Jesús Papá Noel, por qué me había traído un regalo a casa de los Koch en vez de a la mía y por qué había venido en un día completamente diferente. Las respuestas de la tía no me resultaron convincentes. Me sentía muy confusa.
Me alegró volver al colegio tras las vacaciones. Sin embargo, hacía frío en clase. No fue hasta después de un buen rato que el fuego recién encendido comenzó a dar un poco de calor. Madeleine, Andrée, Blanche y Frida no habían tenido árbol de Navidad. Solo habían recibido una naranja, una manzana y unas cuantas nueces “porque —según me explicó mamá— eran pobres”.
Esa noche, bajo las sábanas, reprendí al Niño Jesús.
—¿Por qué tratas a los ricos y a los pobres de manera diferente? ¿Por qué les diste a los niños de los Koch trenes, libros, juegos y coches? Tenían tantos regalos que seguro que se cansaron de abrir los paquetes, y ¿por qué no les trajiste nada, ni un solo juguete, a la mayoría de mis compañeras? ¡Eso es injusto, sí, una injusticia! —Al fin y al cabo, ¿no era, según papá, una injusticia favorecer a los ricos frente a los pobres?
Decidí corregir esa terrible injusticia. Así que todos los días compraba chocolate o galletas para repartirlas en el colegio. Cierto día, al pasar al lado de una tienda de juguetes, vi una pequeña muñeca sentada en un carrito de bebés. Decidí comprársela a Frida. Se habían olvidado por completo de ella en Navidades. Entré y pregunté el precio: cinco francos.
—Por favor, resérvemela. Vendré esta tarde a por ella.
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