—Cuando acabes de llorar, puedes venir y comerte la sopa. Si tardas mucho se te enfriará.
Seguí llorando y sollozando boca abajo. Lo que más me dolía era la vergüenza de ver mis nalgas desnudas y el dolor que sentía porque mamá no sabía que yo iba a obedecerla.
Oí sonar el timbre de la puerta. Era el señor Eguemann. Quería que me castigasen delante de él por haber empujado a su nieta. Estaba aterrorizada. Mamá respondió con voz firme:
—¡Señor Eguemann, de castigar me encargo yo, no usted!
—¡Será mejor que su hija no vuelva a jugar con mis nietas nunca más! —amenazó.
Mamá comprendió entonces lo que había pasado y porqué no había respondido a su llamada para ir a cenar. Se dirigió silenciosamente a mi habitación, me dio la vuelta suavemente y se sentó a mi lado.
—He cometido un error y lo siento enormemente. Me siento muy mal por ello. ¿Podrás perdonarme? —¿Mamá me estaba pidiendo perdón? Eso hizo que dejara de llorar en el acto—. Anda, ven a comerte la sopa, te la calentaré. —Aunque todavía me ardían las nalgas, me sentía mucho mejor. Y al estar papá trabajando, tenía a mamá a mi entera disposición.
Normalmente, después de cenar mamá pasaba algún tiempo conmigo. Ella me dejaba ir a la pequeña habitación que mis padres orgullosamente llamaban el “salón”. Sólo había espacio para el sofá verde, la butaca y una mesa con forma de media luna pegada a la pared. La gran pantalla de la lámpara que mamá había confeccionado en seda naranja daba una luz cálida similar a la de una puesta de sol. Se había eliminado la puerta para poner en la esquina izquierda una estufa. Junto a ella había una estantería con un globo terráqueo y una radio. En el vestíbulo, el espejo colgado sobre una pequeña mesa reflejaba el ramo de dalias, la ventana del balcón y la pantalla de la lámpara. Nuestro pequeño y acogedor salón parecía el doble de grande. Zita solía tumbarse donde mi padre ponía los pies mientras leía o cuando, con la ayuda del globo, “iba de viaje”.
¡Qué día tan maravilloso! Había aprendido la importancia de la obediencia y el respeto. También había aprendido lo humilde que era mamá. Había reconocido su error y me había pedido perdón. Esa fue una lección que me sería de gran valor durante toda mi vida.
Ya volvía a ser una niña feliz cuando mamá me arropó en la cama esa noche. Pero sus profundos ojos azules, su beso tierno y sus últimas palabras: —Buenas noches, tesoro— hicieron inolvidable aquel día.
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1 OCTURE DE 1936
La fresca brisa de la mañana me ayudó a abrir mis somnolientos ojos. Aunque ya conocía el camino a la escuela, mamá tenía que acompañarme. Al lado de la iglesia estaba el colegio para niñas, un edificio de tres plantas de piedra arenisca rosa. Todas estábamos reunidas frente a los escalones de piedra. En el peldaño más alto de la escalera estaba de pie la maestra y, a su lado, la supervisora con una lista. Muy pocas niñas estrenaban cartera para los libros. Cuando compramos la mía, mamá había dicho que tenía que ser de cuero de buena calidad para que durase los próximos ocho años.
“Las clases serán de 8.00 de la mañana a 12.00 del mediodía y de 14.00 a 16.00 de la tarde”, decía la circular. “La alumna deberá llevar a la espalda una cartera para los libros, una pizarra con un trapo seco atado y una esponja húmeda. El uniforme consistirá en un blusón de manga larga abotonado a la espalda, que cubra el vestido y tenga dos bolsillos con un pañuelo. El blusón se quedará en el colegio durante la semana y se llevará para lavar y planchar el fin de semana.” De entre los dedos mágicos de mi madre surgieron tres blusones: uno rosa, otro azul claro y otro verde claro; mi madre hacía magia con la máquina de coser. Mis blusones tenían grandes costuras para que “crecieran conmigo al menos durante dos años”.
—Simone Arnold. —Era la primera de la lista. Di un paso adelante y examiné a Mademoiselle, comenzando por los botines y el dobladillo de su largo vestido gris. Su estatura era impresionante, era como las fotos de mi abuela paterna que había visto en el álbum familiar. Con el cuello de encaje blanco y el pelo cano recogido en la nuca, su cara me recordaba a la luna llena. A través de sus gafas de montura redonda, sus profundos ojos azules me miraban como los de mamá. Su piel estaba salpicada de verrugas con pelos blancos, como mi tía Eugenie. Era una mujer mayor como mi abuela, pero ¡con la autoridad de papá! Me sentí a gusto, ella era la perfecta combinación de todos mis seres queridos.
Mademoiselle me señaló mi lugar al lado de Frida.
—Este pupitre es bastante nuevo y no tiene manchas de tinta. Siéntate aquí en la segunda fila porque eres de las alumnas más jóvenes.
Desde ese momento supe que le había caído en gracia. El primer día de clase llegó a su fin rápidamente.
Cuatro de mis compañeras de clase vivían en la misma calle que yo: Andrée, Blanche y Madeleine pasada mi casa, y la pequeña Frida un poco más cerca. Frida siempre temblaba como la hoja de un árbol. Siempre sentía la necesidad de protegerla. Su pelo rubio, su tez traslúcida y sus mejillas sonrosadas junto con las ojeras y sus ojos febriles le conferían una apariencia de fragilidad.
—Las niñas que llevan blusones grises o azul oscuro pertenecen a familias pobres —me había explicado mamá. El blusón de Frida era azul, no tenía forma y estaba remendado, y su cartera estaba muy gastada.
Las cinco íbamos juntas a la escuela caminando por nuestra calle de más de un kilómetro de largo, la Rue de la Mer Rouge. Después de una curva, pasábamos por delante de la estación de tren y luego aparecían las viviendas de la fábrica para los trabajadores más pobres, la panadería, la mercería, el ultramarinos y la lechería. Aquí la calle cambiaba de nombre. Se llamaba Zu-Rhein en honor de una familia rica que tenía su casa en un gran parque a la derecha de la calle. Al otro lado del parque había casas muy lujosas con grandes balcones.
—Adolphe, ¿has leído esta circular? —preguntó mamá—. Dice que todos los viernes la clase entera tendrá que ducharse, y no habrá excepciones. Se proporcionará jabón y bañador a todos. Y los niños cuyas familias reciban asistencia social, recibirán un tazón de leche y un panecillo a las 10.00 de la mañana.
—Cuando éramos jóvenes no teníamos esas ventajas —dijo papá—, pero no me sorprende, Mulhouse es una ciudad socialista.
—Papá, ¿qué es una ciudad socialista?
—Es una ciudad donde los trabajadores se juntan para defender sus derechos y luchar a favor de la justicia y en contra de las injusticias. Es terriblemente injusto que sus salarios sean tan bajos.
—Papá, ¿qué es una injusticia?
Papá señaló un óleo de metro y medio colgado en la pared de nuestro pequeño salón. Representaba a un pastor rezando un ángelus al mediodía. Papá lo había pintado en la escuela de arte con tan solo 15 años.
—Se presentó en una exposición, y obtuve la puntuación más alta, pero cuando se repartieron los premios, me dieron la medalla de plata en vez de la de oro. Así que el abuelo fue a hablar con el supervisor de la escuela para averiguar por qué. —Papá se sentó y me colocó sobre sus rodillas. Su rostro reflejaba amargura.
—Simone, recuerda para el resto de tu vida la respuesta del supervisor de la escuela, no la olvides nunca: “Es impensable que se le dé la medalla de oro a un pequeño y desconocido joven montañés, cuyo nombre no significa nada. La medalla de oro se la daremos al hijo de Fulano de Tal que nos patrocina económicamente y que es conocido en toda la ciudad”. Hizo una larga pausa.
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