Simone Arnold-Liebster - Sola ante el León

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Alsacia, años treinta. Ante los ojos de Simone, una niña alegre y vivaz, comienza a aflorar con toda su crudeza el deterioro alarmante de la pobreza, así como la injusticia e intolerancia que la angustia de la guerra enciende. Una angustia acrecentada por continuos arrestos e interrogatorios. Tanto en la escuela como en la ciudad, Simone va encontrándose cada vez más aislada frente a un 'léon' ávido de presas: la Gestapo.
Constanza, 8 de julio de 1943. La puerta de la institución Wessenberg se cierra pesadamente. Con insólita brutalidad, Simone es arrancada de su madre e internada en un centro de reeducación nazi. Desgajada de lo que había sido un entorno familiar feliz, queda Sola ante el león.
Simone Arnold narra con estilo ágil y no exento de humor, cómo logró sobrevivir en un mundo endurecido y trágico, cómo una niña normal, vulnerable, venció al 'león'. Su autobiografía pone ojos y cara a las víctimas desconocidas del nacionalsocialismo, perfila su identidad. Su experiencia también es prueba concluyente de que hay en la conciencia humana fuerza suficiente para resistirse a cualquier intento de manipulación, aun bajo las presiones más extremas.
Es forzoso leer este relato – que por su estilo narrativo recuerda en algo al Diario de Ana Frank – para informarse sobre la suerte cruel, hasta hoy desconocida, que vivieron los hijos de los testigos de Jehová, una comunidad religiosa que rechazó desde un principio la ideología nazi. Tal vez así, como indicó Albert Camus, nunca olvidemos que 'si en la política se introduce cualquier forma de desprecio, se habrá abonado el terreno para el fascismo'.

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Lo intentó y lo consiguió. Yo no, estaba paralizada.

—Estoy bien, solo un poco mareado —dijo—. Y para demostrarlo se levantó, colgó la ropa mojada y se tomó la famosa sopa de carne de los domingos.

Otro relámpago nos estremeció; el siguiente cayó al otro lado del valle. La lluvia remitió poco a poco. Pero a causa del aguacero que había caído, las plantas descansaban agotadas sobre el suelo. La abuela salió de su escondite, fue hacia la pila de agua bendita y se santiguó.

—¡Menos mal que no se produjo un incendio con toda esa paja almacenada ahí arriba! —dijo.

Una vez pasada la tormenta, la comida sabía mejor. La abuela dibujó con el cuchillo una cruz sobre el pan antes de cortarlo en rebanadas. En el exterior, los árboles comenzaron a aparecer entre la niebla como fantasmas.

—Niñas, si queréis ir a jugar, podéis ir al desván —dijo la abuela—. Era una idea fantástica, allí podríamos librarnos de la aburrida conversación sobre la huelga.

—Antes quiero otro trozo de pastel —exigió Angele—. ¡Y se lo dieron! ¡Si yo lo hubiera pedido de esa forma, mi madre no me hubiera hecho caso!

—Las señoritas nunca dicen “quiero”, sino “me gustaría” o “¿podría…?” — solía decir mamá.

Las escaleras que subían al desván estaban en una esquina de la casa. En la parte derecha del desván se almacenaba la paja. En la parte izquierda, justo encima del comedor, estaban las cajas llenas de maravillosos objetos con los que podíamos jugar. A través del suelo subían las voces, el humo de los cigarrillos y el aroma del café. Vaciamos parte del baúl que contenía vestidos viejos; y jugamos con las tazas y los platos del siglo XIX.

Si fuéramos alemanes no tendríamos huelgas Al otro lado del río Rhin nadie - фото 5

—¡Si fuéramos alemanes, no tendríamos huelgas! ¡Al otro lado del río Rhin nadie hace huelga!

—Recuerda —le respondió el abuelo a su esposa— que nosotros éramos alemanes cuando el sacerdote reprendió y abofeteó durante la confesión a la madre de Adolphe por liderar la primera huelga socialista. E incluso llegó a amenazarla con perder el puesto de trabajo si no abandonaba su postura socialista.

—Eso fue antes de la Gran Guerra, pero ahora bajo el liderazgo de Hitler, los alemanes tienen trabajo y un buen sueldo. Disfrutan de prosperidad.

Volvimos a oír la lluvia sobre el tejado. En el piso de abajo bebían más café y algo de alcohol: vino dulce casero las mujeres y algo más fuerte los hombres.

La abuela comenzó a quejarse otra vez.

—Adolphe, los responsables de que el dinero alemán pierda su valor son los franceses. Ellos son los vagos y no los alemanes —afirmaba rotundamente—. Son lentos, desorganizados… —la abuela no dejaba de hablar, no había discusión porque nadie podía intervenir.

—Mamá, serías más justa si leyeras más periódicos, no sólo los que están a favor de los alemanes —dijo alguien. 2

2Tras la I Guerra Mundial, el 75% de la población de Alsacia y Lorena hablaba alemán. De modo que el intento del gobierno francés de suprimir la prensa alemana se encontró con mucha oposición

—¡Simone! ¡Angele! Bajad del desván. Ya no llueve.

Alguien sugirió que aprovechando el buen tiempo, saliésemos todos a pasear. Pero tan pronto como llegamos a un cruce de caminos, el abuelo, mirando a la cima de la montaña, dijo:

—Será mejor que no nos alejemos mucho de casa.

Seguimos paseando hasta el final del prado, donde el tío Germain había plantado tres pinos junto a un banco de madera al borde del acantilado.

Estaba muy mojado para que alguien se sentara, pero desde aquel lugar podíamos ver todo el valle: Krüth, donde había nacido papá; Oderen, nuestro pueblo, y Fellering, con sus dos iglesias, la católica en el medio del pueblo y la protestante a las afueras.

Una vez pregunté a la abuela qué diferencia había entre las dos iglesias.

—Los protestantes son enemigos de los católicos —me respondió.

—Chicas, será mejor que salgáis de camino cuanto antes. —El abuelo señaló las nubes de color violeta.

—Sí, y ¿veis esa niebla? —añadió la abuela—. Está subiendo, eso significa que bajará de nuevo en forma de lluvia. Si os dais prisa, podréis coger el primer tren y evitar calaros hasta los huesos.

♠♠♠

Nada más llegar a casa, lo primero que hizo mamá fue cortar unas flores de nuestro jardín y “dar un poco de vida a la casa”. Las dalias rojas y amarillas en el florero de barro alsaciano de color gris y azul alegraron nuestra vida en la ciudad y le devolvieron el toque familiar.

—Simone, ¿por qué no podamos las petunias del balcón?

—¡Mira, mamá! ¡Mi azúcar ha desaparecido! —Yo había dejado un azucarillo en el balcón antes de irnos a casa de la abuela.

Mamá sonrió:

—Lo cogería la cigüeña.

—Así es —la respuesta vino desde otro balcón. La voz pertenecía a una de nuestras vecinas, la señora Huber, quien añadió:

—Ya se han ido. Tendrás que esperar por tu hermanito o hermanita. La cigüeña volverá en primavera y puede que te traiga un bebé.

Aquí en Mulhouse, las cigüeñas traen a los niños, pero en Wesserling, son los niños los que escogen a sus mamás escondidos en una gran col. Sin embargo, en Mulhouse las coles nunca tienen niños, ¡sólo gusanos! Pero yo sabía que iba a venir un bebé, estaba segura, porque yo había escogido a la mejor mamá del mundo. Deseaba tanto un hermanito o una hermanita…

De vez en cuando venían de visita otros niños, como las dos nietas de uno de los vecinos, el señor Eguemann.

—Baja el perro a pasear y juega con ellas —decía mamá—. Puedes jugar a que son tus hermanas pequeñas.

Pero yo no me encontraba cómoda con ellas. Su abuelo me miraba con ojos maliciosos cada vez que me veía desde que lo había pillado robando. Fue un día por la mañana temprano. Mamá me había encargado que le subiese el pan y la leche. Todas las familias colgaban una cesta y un bote con el dinero para el lechero y el panadero a la entrada del edificio: ocho cestas para todo el edificio de apartamentos. Cuando todos estaban durmiendo, el lechero pasaba con su carro tirado por dos perros, y el panadero, con su perro enjaezado, y llenaban cada cesta de acuerdo con la cantidad de dinero que allí había. Esa mañana pillé al señor Eguemann con la mano dentro de la cesta de otro vecino.

Aun así, las nietas del señor Eguemann, Zita y yo conseguíamos pasarlo bien. Un día estaba tan entretenida jugando que no oí a mi madre llamarme para cenar. Al día siguiente pasó lo mismo.

—Escúchame bien, —me advirtió mamá—. He tenido que llamarte de nuevo tres veces. ¿Qué crees que dirá la gente? “La niña de la señora Arnold es desobediente y la señora Arnold no es capaz de hacer que la obedezca.” —Con ojos amenazadores y serios añadió—: Si esto vuelve a ocurrir mañana, me temo que tendré que hacer contigo lo mismo que con la vaca Brumel. —Después de un largo silencio dijo—: ¡Ay de ti si tengo que llamarte por tercera vez!

Yo estaba abatida y cabizbaja. ¿De verdad que me trataría como a la vaca Brumel? Mamá nunca me había zurrado antes, ni papá. Pero mamá podía hacerlo, y si lo decía, lo haría.

Si de algo estaba segura es de que mamá cumpliría lo que había dicho y de que la obediencia era muy importante ahora que era una niña mayor. ¡Ya tenía seis años! Así que cuando me llamara para ir a cenar, tenía que estar preparada.

Al día siguiente cuando mamá me llamó, me apresuré a recoger mis juguetes. Estaban esparcidos por todo el jardín. Oí que me llamaba por segunda vez. Me dirigía a casa cuando una de las niñas pequeñas se me cruzó corriendo y nos caímos. Su codo sangraba y ambas rompimos a llorar. Entonces oí que mamá me llamaba por tercera vez. Dejé a la niña y corrí escaleras arriba presa del miedo. La puerta estaba abierta y pude ver la pala de ping-pong sobre mi cama. Me puse blanca. Antes de que me pudiera dar cuenta de lo que pasaba, mamá me cogió por el jersey y me llevó hasta mi habitación, me puso sobre la cama, me bajó las braguitas y sin mediar palabra me dio con la pala sin titubear. Cuando se marchaba me dijo:

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