Max Liebster - Un crisol de terror
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Dedicatorias
A mi padre Bernhard y a mi madre Babette
A Willi Johe
A Ernst Wauer
A Otto Beckery Jakob Kindinger, que arriesgaron su vida para
salvarme de la epidemia de tifus en el "campo pequeño"
Prólogo
Durante las dos primeras décadas de su vida, Auschwitz fue para Max Liebster solo la cuidad natal de su padre. Max creció en un pueblo alemán, en el seno de un hogar judío practicante. En la adolescencia se trasladó a la ciudad, y allí el ajetreo de la vida diaria le mantuvo ajeno a la tormenta nazi que se estaba formando. A finales de 1938, el pogromo que llegó a conocerse como la “noche de los cristales rotos” cambió bruscamente su vida. De repente, se vio inmerso en un mar de odio. Comenzó a vivir una pesadilla que finalmente le conduciría al lugar de nacimiento de su padre. En el campo de Auschwitz fue testigo del plan nazi de exterminio de los judíos europeos, al que sobrevivió en gran parte gracias a una serie de coincidencias afortunadas y a ayudas inesperadas. La vívida historia de Max Liebster describe lo que experimentaron la mayoría de los judíos alemanes: desde la incredulidad inicial ante la virulencia del antisemitismo nazi, hasta la agonía final en los campos. Sin caer en el dramatismo, el protagonista describe sus experiencias en cinco campos diferentes transmitiendo con realismo el horror que presenció y al que sobrevivió.
Camino de Sachsenhausen, la historia de Liebster da un giro inesperado. Por casualidad descubre un interesante fenómeno: un grupo de prisioneros conocidos como triángulos púrpuras. Se trataba de los Bibelforscher, o testigos de Jehová. Estos objetores de conciencia se apegaban firmemente al principio de no violencia y mantuvieron con valentía una actitud inamovible de condena al régimen de Hitler. En Neuengamme convivieron prisioneros judíos y testigos de Jehová. Liebster nos ofrece un primer plano de estas víctimas, que raramente aparecen en la historiografía del periodo nazi y que se resistieron a su adoctrinamiento incluso en los campos de concentración. La batalla ideológica que se libra ante él le tiene absorto. Los nazis no ofrecían a los judíos ninguna posibilidad de liberación, pero los Testigos tan solo tenían que renunciar a su fe para obtener la libertad, algo que casi nadie hizo. A Liebster, que más tarde se convirtió, le impresionaron tanto los triángulos púrpuras que se sintió impulsado a dar testimonio de su insólita valentía ante la maldad humana. Con este libro pretende sacar a la luz la historia casi desconocida de este colectivo.
En años recientes, los especialistas se han centrado más en las víctimas no judías del nazismo. Algunos historiadores han empezado a llenar las lagunas históricas relacionadas con la persecución nazi a los testigos de Jehová. Las memorias de Max Liebster añaden un capítulo importante que aporta humanidad a una historia que merece ser conocida.
Henry Friedlander
Profesor emérito de estudios judaicos
City University de Nueva York
Menciones
Quisiera dar las gracias a las personas e instituciones que me ayudaron de varias maneras a redactar mi historia con la mayor exactitud posible: a Jürgen Hackenberger; a Frau Scharf, del Archivo de Reichenbach; al historiador Hans Knapp, del Archivo Municipal de Darsmstadt, y al Archivo Histórico de la Watchtower de Selters (Alemania), que me facilitaron la documentación histórica necesaria.
Patrick Giusti me ayudó mucho con el manuscrito y la correspondencia. Monica Karlstroem tradujo recortes de periódicos, letras de canciones y documentación de la época nazi. Fruto del talento artístico de Charlie Miano es el magnífico óleo que plasma a la perfección mis emociones. Tobiah Waldron tuvo la amabilidad de encargarse del índice. Rick y Carolynn Crandall lograron terminar la edición y la composición pese a disponer de un corto plazo de tiempo.
Walter Köbe, Wolfram Slupina y James Pellechia fueron los primeros que me animaron a escribir esta historia hace ya cuatro años. Aunque en principio supuso para mí un gran desafío mental y emocional, les estoy agradecido por su ánimo. Jolene Chu, que ha llegado a ser nuestra “hija adoptiva”, analizó con paciencia mis palabras y refinó con habilidad el texto para que expresase fielmente mis recuerdos y sentimientos. Y estoy muy agradecido a mi querida esposa, Simone, que durante los últimos cuatro años ha soportado el desafío de revivir mis recuerdos y ayudarme a plasmar mi historia en papel. Sus años de devoción y apoyo han sido una de las más preciadas bendiciones de mi vida.
1
“Apartaos de los judíos, y pronto
nos libraremos de ellos, porque
no necesitamos a ningún judío en Viernheim.”
(“ Diario popular de Viernheim,”1936.)
Viernheim, (Alemania), 9 de noviembre de 1938. Apenas había comenzado aquel gris y húmedo día de noviembre. Bajo mi atenta mirada, mi primo y a la vez mi patrón, Julius Oppenheimer, envolvió a su pequeña Doris en mantas de lana y la sacó de casa. Después la acomodó, aún adormilada, junto a su madre en el asiento trasero del coche. Entre suspiros, Frieda acariciaba los rizos de la niña, que a su vez lloriqueaba sobre sus rodillas.
El hermano de Julius, Hugo, y su joven esposa, Irma, subieron al otro coche. Ambos vehículos se habían cargado a toda prisa con provisiones para unos días y algunos documentos importantes.
Tras echar un último vistazo, cerramos las contraventanas y las puertas. Julius me pidió que condujese su automóvil, un Citroën reluciente. Seguí el coche de Hugo, en dirección a Luisenstrasse, y después giramos a la derecha en Lorchstrasse. A la vuelta de la esquina, bajo la tenue luz de la farola, apenas podía distinguirse el letrero de la tienda de mis primos, Gebrüder Oppenheimer (Hermanos Oppenheimer). ¿Escaparíamos con vida? ¿Se salvarían la casa y el negocio?
Dejamos atrás la ciudad de Viernheim y nos encaminamos hacia el este, a las montañas Odenwald. En sus estribaciones, pasamos por la ciudad medieval de Weinheim, situada entre viñedos. Pronto nos adentramos en un bosque sin apenas vegetación. Nadie rompía el silencio durante el largo trayecto. Ni la serenidad de los árboles desnudos ni el fresco olor de la tierra húmeda lograban reducir la tensión. El lento ascenso a las montañas contrastaba con el acelerado latido de nuestro corazón. ¿Qué sería de nosotros y del negocio? La carretera serpenteaba hasta la cima, envuelta en niebla. Tomamos un camino por el que nos adentramos en el bosque y nos alejamos cada vez más de cualquier núcleo de población. Allí, apartados de toda mirada, detuvimos los coches. Durante largo rato permanecimos sentados, inmóviles, en medio de un profundo silencio.
❖❖❖
La decisión de dejar todo atrás no había sido fácil. Cuando nos llegaron los primeros informes de que varias sinagogas habían sido incendiadas, todos creímos que tales actos de vandalismo solo podrían perpetrarse en ciudades grandes –donde los culpables podrían esconderse– no en nuestra tranquila población de mayoría católica. Después de todo, el boicot que habían organizado los nazis contra los negocios judíos en 1933 no había afectado a los Oppenheimer en Viernheim. Su reputación de honradez los había protegido. Vendían a sus vecinos hilos y telas a crédito sin intereses, y quienes vivían lejos, en las montañas Odenwald, sabían que se les entregaría la mercancía sin costes añadidos.
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