Nuestra iglesia era impresionante. La puerta se abría de par en par. Los rayos de sol pasaban a través de las altas ventanas e iluminaban el altar dorado, haciendo que la luz de las velas resultara prácticamente imperceptible. Pero para mí, ya no era como antes. Observaba las imágenes y todas tenían caras sobrecogedoras. Ya no podía mirar al sacerdote y a su ayudante durante la Eucaristía, aunque me seguía golpeando el pecho como el resto de la gente mientras repetía:
—Por mi culpa, por mi culpa, por mi santísima culpa.
Un agradable día de febrero salimos a dar un paseo después de ir a la iglesia.
—Deja a Claudine en casa, no puedes llevarla contigo. Iremos de excursión al campo.
El marrón de la tierra se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el verde comenzaba a aparecer en algunas praderas.
Una cigüeña, el ave del escudo de la región de Alsacia, paseaba por el pantano al lado del río Doller. Zita no dejaba de mover la cola mientras corría de un lado a otro de la pradera, persiguiendo a todo lo que se le pusiera por delante y jugando al escondite conmigo. Los rayos de la puesta de sol danzaban entre las capas de niebla que flotaban justo encima de la hierba. De repente, distinguí a lo lejos a un hombre y a un chico que salían a gatas de debajo de la espesura. Salieron deprisa y desaparecieron rápidamente de la vista.
Ese domingo por la noche, antes de ir a la cama, mamá se sentó a hablar conmigo. Me sentí incómoda.
Fijó sus profundos ojos azules en mí con cariño, pero seria al mismo tiempo.
—Sé que vas a la iglesia cada mañana para rezar antes de ir a clase, pero papá y yo queremos pedirte que no vuelvas a ir a la iglesia sin nosotros.
¡Sus palabras me sentaron como una bofetada!
—Pero ¿por qué mamá?
—La iglesia es un lugar muy grande en el que no hay mucha luz, y una persona mala puede esconderse para hacerte daño.
Me cogió de la barbilla y me repitió en voz baja:
—Nunca vayas a la iglesia a rezar sola, ¿de acuerdo?
El lunes por la mañana pasé por delante de la iglesia. Mi corazón latía con fuerza. A desgana, obedecí las instrucciones de mis padres. Ya en el colegio, hicimos lo de todos los lunes, dimos la historia de Santa Teresa de Lisieux, corregimos los deberes (una vez más obtuve la mejor nota y las felicitaciones de Mademoiselle) y Frida estaba de vuelta. Pero ahora tenía que sentarse en la última fila completamente sola debido a la tos. El cielo se puso de un marrón grisáceo y comenzó a nevar, lo que nos obligó a volver a encender las luces. Cuando las clases llegaron a su fin, la tormenta estaba en su peor momento. Tuvimos que volver a casa caminando con la espalda pegada a la pared de las casas. Frida lo pasó muy mal luchando contra el fuerte viento. Tosía continuamente y respiraba con dificultad.
—¡No fui a la iglesia, mamá! —le susurré al oído cuando la besé.
—Ya sabía yo que eras una niña muy obediente. —Mamá me sacudió la nieve de encima, me trajo las zapatillas calientes y le conté lo duro que había sido el camino de vuelta a casa.
—Y ¿sabes qué? La pobre Frida tuvo que sentarse en la última fila de clase completamente sola porque tosía.
—¡Cuando tosa, vuelve la cabeza hacia el otro lado!
Por la tarde el cielo quedó despejado, pero Frida volvió a faltar a clase. El banco vacío al final del aula me hizo recordar lo malo que era estar enfermo. En ese momento decidí que antes de convertirme en santa, sería enfermera.
Sentada en clase pude ver cómo los gorriones se posaban enfrente sobre la repisa de la ventana de la iglesia. Imaginé los rayos de sol pasando a través de las vidrieras e iluminando el altar. Sin embargo, no podía entrar a verlo.
Bajo las sábanas, echaba pestes contra mis padres. Intenté que papá me diera permiso para ir a la iglesia.
—¿Qué te dijo tu madre? —Y como era de esperar, se puso de su parte.
¿Por qué mis padres siempre se ponían de acuerdo en mi contra? Cuando mamá decía algo, papá la apoyaba. Y si le pedía algo a mamá, ella siempre preguntaba:
—¿Hablaste con papá? Si no lo has hecho, se lo preguntaremos juntas.
Fuera como fuera, no había forma de salirme con la mía. No podía dormir.
Mis padres estaban sentados en el salón como todas las noches: papá leía en voz alta mientras mamá hacía punto. Pero en ese momento estaban hablando. Quizás sobre mí… ¡seguro que estaban hablando de mí! Me levanté de la cama para poder oír lo que decían, pero los latidos de mi corazón eran tan fuertes que tuve que volver a la cama e intentar escuchar desde allí.
Estaban hablando de religión. Era difícil seguir la conversación, a menudo las voces no se oían bien.
—Adolphe, es cuando menos inaceptable, si no imposible que Dios quiera bajar en forma de oblea sagrada mediante unas manos tan sucias como las del sacerdote.
—Emma, los humanos no tenemos el derecho de juzgar a Dios…
Me resultaba muy difícil entender esta conversación. Me cubrí de nuevo con las mantas preguntándome si el cura no sabría que debía lavarse las manos antes de decir misa.
De pie en la puerta lateral de la iglesia, mi corazón se aceleró. “Esta es la casa de Dios. No puede haber ningún peligro, ¿verdad?” Abrí la puerta. La iglesia estaba vacía y oscura. ¡Cerré rápidamente la puerta y me marché! Al día siguiente, me había decidido. Iría a la pila de agua bendita para santiguarme rápidamente caminando de puntillas y agachada, escondiéndome entre los bancos de la iglesia. Una vez enfrente del altar me arrodillaría velozmente y pediría perdón por no quedarme más porque no me estaba permitido estar en la iglesia sola. Atravesaría toda la iglesia y saldría por el otro lado.
Los saltos que me dio el corazón casi me hicieron desistir. La puerta chirrió al abrirla. Me estremecí de la cabeza a los pies. Las caras de los santos parecían moverse. Alcancé el altar casi sin aliento. Cuando llegué al otro lado tuve la sensación de que mis piernas no podrían dar un solo paso más. Me pareció oír una voz en la nave. Crucé la puerta lateral tan rápido como pude y la cerré de un golpe.
Mi conciencia estaba confusa en cuanto a si debería volver sola a la iglesia o no. Finalmente, llegué a una conclusión: “Dios está por encima de mis padres. Además, ellos no conocen mi meta: yo quiero ser una santa”. Era mi mayor secreto. Estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a enfrentarme a la desaprobación de mis padres. Pero nunca tuve que hacerlo porque ellos nunca se enteraron de mis visitas secretas.
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Estaba consagrada a la Virgen María desde el bautismo, así que tenía que participar en la procesión. El sacerdote caminaría bajo un palio llevado por cuatro hombres, sostendría la imagen dorada de un sol delante de su cara y las niñas arrojarían pétalos de rosa a su paso. ¡Qué maravilloso servicio sagrado tendría que realizar! Mi madre me hizo un vestido de organdí blanco con un cinturón azul claro. Me compró unos zapatos nuevos y una corona de rosas para la cabeza. ¡Estaba deseando que llegara ese día! Pero, de repente, todo se canceló porque comencé a toser. Nunca antes había estado enferma, ¿por qué tenía que enfermar gravemente de tos ferina? ¿Estaba Dios enfadado conmigo? ¡Mi madre le regaló a otra niña mi precioso vestido! ¡Me moría de celos! Tan solo tres días después, me encontraba lo suficientemente bien como para salir de nuevo. Eso me hizo sentir aún peor.
De vuelta a la escuela, Frida seguía sin aparecer por clase. El doctor había dicho que no podría asistir a clase hasta que le desapareciera la tos. Iba a llamarla todos los días a su casa, pero nunca me contestaban.
Un día, al pasar al lado de su pequeña casa vi unas macetas de preciosas flores blancas en el patio de atrás. Por fin, alguien se había interesado por Frida y había tenido un detalle con ella.
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