1 ...7 8 9 11 12 13 ...21 Pasaron casi tres horas antes de que aquella tortura terminase. Cuando Loreley puso los pies en el suelo le pareció que levitaba.
Faltaban diez minutos para el mediodía. Se fue a casa para una ducha rápida, renunciando a vestirse de tiros largos: se puso un par de pantalones vaqueros, un suéter azul gris claro y un par de botines de gamuza.
John subió a casa cuando ella ya estaba preparada. Él ni siquiera se duchó: iban ya retrasados. Se quitó el abrigo y se puso otro más elegante y se cambió los zapatos.
Con el coche de Loreley cortaron por el parque y llegaron a la parte opuesta, en el East Side de Manhattan.
Fue Hans el que les abrió la puerta.
Loreley lo abrazó.
―Hola, hermanazo.
―¡Eh! Que no he faltado tanto de casa ―dijo dejándose apretujar.
―¿A qué viene toda esa sensiblería? ―refunfuñó Albert, el padre ―Llegáis tarde y tengo hambre. Sabes que no aguanto esperar para comer.
―Es culpa mía. La he llevado a dar una vuelta en moto y se nos ha hecho tarde ―intervino John.
―¿Cómo? ―Albert parecía enfadado ―¿Cómo has podido llevar sobre ese aparato infernal a mi niña? ―resopló. Su imponente estatura sobrepasaba al joven haciéndole parecer un alfeñique en comparación.
Loreley levantó la mirada hacia el cielo.
―Johnny, mi padre odia las motos más que yo.
―De alguien tenías que haberlo sacado ―le susurró él con una mueca de disgusto. ―He tenido mucho cuidado y no he corrido ―se defendió.
Ellen Lehmann se acercó al marido.
―Siempre el mismo cascarrabias ―le reprochó con un tono que parecía poner freno, a duras penas, a la irritación ―Venid a comer, vamos, que ya está todo preparado ―añadió a continuación sonriendo a los huéspedes.
Pasado el inicial malhumor las conversaciones entre los jóvenes fueron alegres y tranquilas mientras que entre los dueños de la casa parecían haberse reducido a algunas frases de cortesía.
Loreley, de vez en cuando, desplazaba la mirada desde su madre a su padre, y la sensación de tensión que advertía en ellos contribuía a quitarle el apetito. Johnny, en cambio, comía sin hacer demasiados miramientos, como hacía también en casa. Ella intentaba ir a su ritmo y al final se encontraba con una piedra en el estómago; esta vez, sin embargo, picoteó y rechazó el dulce.
Y a pesar de todo el estómago le molestaba. Unas pocas horas antes incluso había tenido una sensación de náusea. Quizás había sido el viaje en moto.
En cuanto acabaron de comer levantaron las copas para brindar por la vuelta de los esposos. Al tintineo de los vasos siguió un beso de la pareja festejada.
―Soy feliz por ti ―dijo Loreley cuando salió con su cuñada a la terraza cerrada por grandes ventanales: en todo su alrededor una ornamentación de plantas de hoja perenne llegaba hasta el techo. Los hombres se habían sentado en el sofá del salón para hacer acopio de bebidas de alta graduación.
―Yo también lo soy. Verás cómo pronto te llegará el momento.
―No lo espero con ansia, te lo aseguro. Y él, de todas formas, no tiene intención de volverse a casar; ¡no en breve, al menos!
―¿Quién ha hablado de John? Me refería a un hipotético hombre desconocido.
―¡Ester, por favor!
―¡Venga, bromeaba! Sin embargo es verdad que podrías encontrar a alguien más dispuesto que él a comprometerse.
―De momento no pienso todavía en dar el gran paso.
―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.
―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.
―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…
―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.
―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.
Loreley sonrió.
―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.
―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.
―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.
―No me importa en absoluto.
Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.
Hubo un instante de silencio en el que Loreley observó el hermoso perfil de su cuñada, los largos cabellos oscuros sueltos sobre la espalda, la mirada perdida allá arriba, pensando quién sabe en qué. No sabiendo qué más decir, sacó el primer tema que le vino a la cabeza.
―¿Echas de menos tu ciudad? ―le preguntó.
Ester tuvo un ligero sobresalto.
―No… bueno, no sabría decirte. De vez en cuando aparecen imágenes, escenas que me la hacen recordar, pero no siento su nostalgia, no hasta el punto de querer volver a toda costa. En compensación, echo de menos a mi hermano, aunque recuerdo muy pocas cosas de él. ―Hizo una pequeña pausa, durante la cual se enrolló una pequeña porción de cabellos alrededor del dedo índice ―Querría volver a verlo pero no sé dónde está, ni cómo ha acabado.
―En cualquier sitio tiene que haber una pista.
―Sólo la nota que dejó a Hans antes de desaparecer, en la que decía que quería encomendarme a él.
¿Una nota para Hans escrita por Jack?, se preguntó perpleja.
Hans no le había dicho nada de esto a ella. Nunca había comprendido el motivo que había empujado a Jack a irse tan deprisa y ya había transcurrido más de un año desde que había sucedido.
―Hagamos algo bueno: vamos a darles la lata a nuestros hombres, allí en el salón ―propuso Ester.
***
Cuando salió del ambiente templado de la oficina, el aire fresco de octubre la despertó del embotamiento en el que se encontraba desde hacía unas horas: aquella mañana se había levantado con una náusea que le había hecho saltarse la comida. Era probable que estuviese enfermando, quizás fuese aquel malestar que precede a la gripe auténtica.
Levantó la mirada: unas nubes amenazadoras oscurecían el cielo de la tarde y los árboles desnudos parecían escuálidas prolongaciones del suelo vuelto hacia lo alto. El viento fuerte la obligó a cerrar la chaqueta y a anudarse mejor la bufanda de seda alrededor del cuello. No le gustaba el invierno, a no ser por Navidad y las divertidas jornadas de patinaje sobre el hielo.
Llegó con prisa hasta un taxi que, un poco más adelante, estaba dejando a un cliente, e hizo que la llevase a casa. En cuanto abrió la puerta sintió el olor de comida. Se quitó el abrigo y lo apoyó en el sofá junto con el bolso, luego se asomó a la cocina. Mira, con su acostumbrado uniforme azul y un delantal blanco estaba preparando la mesa.
―¿Tienes hambre? ―le preguntó la asistenta volviéndose para mirarla: los pequeños ojos azul celeste sonreían, así como los labios sutiles y delicados.
Loreley había querido que la tutease: odiaba las formalidades y las reverencias, ya las tenía que soportar en el tribunal.
―A decir verdad, no mucha. ¿Ha vuelto Johnny?
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