Terry Salvini - Máscaras De Cristal

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Una noche de pasión causa estragos en la vida y en la carrera de la hermosa Loreley, joven abogada de New York que está lidiando con un delicado proceso judicial con un desenlace en apariencia evidente. Con tal de descubrir la verdad la mujer decide infiltrarse en un ambiente ambiguo y poco recomendable. Alrededor de la protagonista se mueve diversos personajes: un antiguo amor, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo pero, sobre todo Sonny, un pianista y compositor todavía legado a su propio pasado. Algunos de ellos permanecen fieles a sí mismos, otros se esconden detrás de máscaras de cristal que la rápida y acelerada sucesión de acontecimientos acabará por romper.

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El tiempo pasaba pero Johnny seguía sin aparecer. Lo esperó con paciencia. La cena se estaba enfriando y la vela se había consumido hasta la mitad.

A las ocho le llegó un mensaje al teléfono móvil:

No me esperes, como fuera con Ethan.

Suspiró: a menudo salía con Ethan después de cenar, una vez a la semana para no perder su amistad, como le decía para justificar sus veladas con él. Esperó que esa excepción no se convirtiese en una constante. Ni siquiera se había molestado en llamar antes de que se pusiese a cocinar, cosa que él sabía que le costaba hacer.

Debía resignarse a comer sola. Se sintió desilusionada: para una vez que le parecía que había conseguido preparar un plato decente Johnny no estaba allí para apreciarlo.

No perdió el tiempo en recoger la mesa: puso el pescado con las patatas en un contenedor que metió en el frigorífico y se fue a la cama. Realmente estaba cansada, todavía debía recuperar el sueño perdido la noche anterior estudiando el caso Wallace.

A la mañana siguiente vio a su lado a Johnny que dormía mientras roncaba; le sucedía cuando por la noche bebía demasiado. Era extraño que no lo hubiese oído entrar.

¡Quién sabe a qué hora había vuelto!

Miró el reloj: las nueve y media. Apartó la colcha y escuchó a Johnny refunfuñar una imprecación mientras se giraba para la otra parte: el sábado él no trabajaba y si quería dormir era libre de hacerlo.

Loreley se puso la bata azul de raso, se puso el cabello hacia arriba y después de haberse refrescado la cara se fue a la cocina. Aquella mañana se sentía lenta de movimientos, como si todavía estuviese bajo los efectos del sueño. Y sin embargo había dormido demasiado aquella noche. Necesitaba un montón de café que la despertase del todo.

Estaba a punto de echárselo en la taza cuando sintió una presencia a su espalda.

Se volvió y vio a Johnny; los cabellos cortos estaba echados hacia delante y los ojos mostraban la esclerótica enrojecida y estaban rodeados por unas evidentes ojeras que revelaban insomnio.

―¿Me echas también a mí un poco? ―le preguntó rascándose la mejilla por la barba recién salida.

―No pensaba que te fueses a levantar todavía.

Lo sintió murmurar algo incomprensible pero evito hacérselo repetir. A veces se despertaba de mal humor y esa mañana debía ser una de esas porque, además de tener una expresión seria, no le había dado ni siquiera el habitual beso de buenos días.

Johnny bebió el café de pie y posó la taza en la mesa de mala manera.

―¿Qué quieres comer? ―le preguntó ella mirándolo perpleja.

―No tengo hambre.

―¿Pero puede saberse que te ocurre esta mañana? ―le preguntó cruzando los brazos y parándose enfrente de él.

―Asuntos de trabajo.

―¿Lo puedo saber?

―Sé que no me dejarás en paz hasta que no te lo diga ―se rascó detrás del cuello. ―Debo trabajar en un proyecto pero para hacerlo es mejor ver el lugar en persona.

―¿Dónde está el problema?

Él hizo un ruido que parecía más una risa sarcástica.

―¿Dónde está el problema...? ―repitió irritado. ―El problema es que el sitio está en París.

Loreley lo miró alarmada.

―¿París? No me dirás que tienes que irte otra vez.

―No es seguro, pero hay buenas probabilidades de que deba ir allí. Y no tengo ganas de volver a viajar en un plazo tan corto desde la última vez.

―¿Cuándo lo sabrás seguro?

―Antes del miércoles. Si es cómo pienso, deberé marcharme el próximo fin de semana.

―¿Hace cuánto tiempo que volviste de California? Ni siquiera tres semanas… ¡y te vas otra vez!

―Los Ángeles no tiene nada que ver con el trabajo, lo sabes. ¡Ya estoy bastante cansado, no te pongas tú también pesada!

Loreley intentó mantener la calma.

―Me pongo el chándal y me voy a correr: necesito relajarme ―le dijo él con un pie ya fuera de la cocina.

―Yo, mientras tanto, preparo algo: tengo hambre y a lo mejor cuando vuelvas de correr también tú la tendrás.

Johnny se dirigió hacia el dormitorio y Loreley se concentró en hacer el desayuno. ¿Cómo se hacían las tortitas? Ah, sí: huevos, harina, azúcar… y algo más. ¡Cáspita, no se acordaba exactamente! Cogió el teléfono móvil e hizo una búsqueda en Internet y después de unos minutos encontró la receta. La leyó rápidamente y se puso manos a la obra enseguida.

Mientras tostaba el pan oyó el sonido de su teléfono móvil privado. Apagó la tostadora y corrió a responder. Al reconocer enseguida la voz del interlocutor dio un salto de alegría.

―Hola, guapa. ¿Me echabas de menos?

―Hans, ¿cómo estás? ¿Dónde te encuentras? ―se sentó en el taburete al lado de la encimera de la cocina.

―Estoy bien, tranquila. Ester y yo hemos vuelto a casa.

―¿De verdad? ¡Ya era hora!

Imaginó que él estaba sonriendo.

―No seas envidiosa...

―No lo soy. ¿Y Ester dónde está?

―A mi lado, te manda un saludo.

―De mi parte. Estoy contenta de que estéis de nuevo en la ciudad.

―Nosotros un poco menos, pero no pasa nada. Te he llamado para decirte que mamá querría que fuésemos a comer con ella mañana. Le gustaría vernos a todos juntos.

―Si por ti va bien yo no tengo ningún problema: se lo digo a Johnny y ya te avisaré.

―Espero verte mañana.

―Yo también. ¡Hasta luego!

Todavía con el teléfono móvil en la mano Loreley comenzó a pensar en cómo decir a Johnny lo de la invitación. A él, el sábado le gustaba dar una vuelta con la moto y el domingo ver los partidos de fútbol americano. En dos años de convivencia las veces que sus padres lo habían visto se podían contar con los dedos de una mano: sus casas estaban sólo separadas por Central Park, en su lado más corto. No sería nada fácil convencerlo para que aceptase la invitación.

Quedó confirmado cuanto había imaginado, necesitó todo su talento diplomático y las mañas de abogado para convencer a Johnny que la acompañase. Lo presionó con el hecho de que Hans y Ester se habían quedado desilusionados por su ausencia en la boda y que lo mínimo que podía hacer para remediar aquella falta sería asistir al almuerzo que sus padres habían organizado por el regreso a casa de los recién casados.

―¿Quieres hacerme sentir culpable por algo que no ha dependido de mí?

―Te estoy sugiriendo cómo actuar para no herir los sentimientos de mi familia.

Lo vio resoplar y levantarse de la mesa.

―¡Vale! Pero lo hago sólo por ti ―le dijo apuntándole con un dedo. ―Tienes suerte de que esta semana no juegan los Gigants…

Loreley se acercó a él y lo abrazó con ímpetu, luego levantó la mano a su espalda e hizo una V con los dedos índice y medio: ¡Viva!

―¡Gracias! Pídeme todo lo que quieras y te contentaré.

***

Al día siguiente, a las nueve en punto, Loreley estaba agarrada a Johnny, sentada detrás en su moto de gran cilindrada, para una carrera por las calles de New York: a esa hora, un domingo y lejos de Manhattan, había poco tráfico.

― Pídeme todo lo que quieras y te contentaré, le había dicho el día anterior, tendría que haber imaginado que la propuesta sería una vuelta en moto. Además, sabía cuánto odiaba ella las dos ruedas y había sospechado que con aquella vuelta había querido obligarla a devolverle el favor.

Odiaba el casco integral porque le pegoteaba los cabellos en la cabeza y en el cuello arruinándole el peinado. A veces le parecía que no respiraba bien y esto la ponía nerviosa hasta el punto de hacer oscilar la moto. Aunque Johnny le había recomendado que acompañase con el cuerpo el movimiento de la moto durante las curvas, en vez de contrarrestarlo, para ella no era nada fácil.

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